12 de julio de 2012

Preparándonos al año de la Fe IV



Del culto latréutico debido al sacramento eucarístico

La Iglesia católica rinde este culto latréutico al sacramento eucarístico, no sólo durante la misa, sino también fuera de su celebración, conservando con la máxima diligencia las hostias consagradas, presentándolas a la solemne veneración de los fieles cristianos, llevándolas en procesión con alegría de la multitud del pueblo cristiano.

De esta veneración tenemos muchos testimonios en los antiguos documentos de la Iglesia. Pues los Pastores de la Iglesia siempre exhortaban solícitamente a los fieles a que conservaran con suma diligencia la Eucaristía que llevaban a su casa. En verdad, el Cuerpo de Cristo debe ser comido y no despreciado por los fieles, amonesta gravemente san Hipólito [61].

Consta que los fieles creían, y con razón, que pecaban, según recuerda Orígenes, cuando, luego de haber recibido [para llevarlo] el Cuerpo del Señor, aun conservándolo con todo cuidado y veneración, se les caía algún fragmento suyo por negligencia [62].

Que los mismos Pastores reprobaban fuertemente cualquier defecto de debida reverencia, lo atestigua Novaciano digno de fe en esto, cuando juzga merecedor de reprobación a quien, saliendo de la celebración dominical y llevando aún consigo, como se suele, la Eucaristía..., lleva el Cuerpo Santo del Señor de acá para allá, corriendo a los espectáculos y no a su casa [63].

Todavía más: san Cirilo de Alejandría rechaza como locura la opinión de quienes sostenían que la Eucaristía no sirve nada para la santificación, cuando se trata de algún residuo de ella guardado para el día siguiente: Pues ni se altera Cristo, dice, ni se muda su sagrado Cuerpo, sino que persevera siempre en él la fuerza, la potencia y la gracia vivificante [64].

Ni se debe olvidar que antiguamente los fieles, ya se encontrasen bajo la violencia de la persecución, ya por amor de la vida monástica viviesen en la soledad, solían alimentarse diariamente con la Eucaristía, tomando la sagrada Comunión aun con sus propias manos, cuando estaba ausente el sacerdote o el diácono [65].

No decimos esto, sin embargo, para que se cambie el modo de custodiar la Eucaristía o de recibir la santa comunión, establecido después por las leyes eclesiásticas y todavía hoy vigente, sino sólo para congratularnos de la única fe de la Iglesia, que permanece siempre la misma.

De esta única fe ha nacido también la fiesta del Corpus Christi, que, especialmente por obra de la sierva de Dios santa Juliana de Mont Cornillon, fue celebrada por primera vez en la diócesis de Lieja, y que nuestro predecesor Urbano IV extendió a toda la Iglesia; y de aquella fe han nacido también otras muchas instituciones de piedad eucarística que, bajo la inspiración de la gracia divina, se han multiplicado cada vez más, y con las cuales la Iglesia católica, casi a porfía, se esfuerza en rendir homenaje a Cristo, ya para darle las gracias por don tan grande, ya para implorar su misericordia.


Exhortación para promover el culto eucarístico

Os rogamos, pues, venerables hermanos, que custodiéis pura e íntegra en el pueblo, confiado a vuestro cuidado y vigilancia, esta fe que nada desea tan ardientemente como guardar una perfecta fidelidad a la palabra de Cristo y de los Apóstoles, rechazando en absoluto todas las opiniones falsas y perniciosas, y que promováis, sin rehuir palabras ni fatigas, el culto eucarístico, al cual deben conducir finalmente todas las otras formas de piedad.

Que los fieles, bajo vuestro impulso, conozcan y experimenten más y más esto que dice San Agustín: «El que quiere vivir tiene dónde y de dónde vivir. Que se acerque, que crea, que se incorpore para ser vivificado. Que no renuncie a la cohesión de los miembros, que no sea un miembro podrido digno de ser cortado, ni un miembro deforme de modo que se tenga que avergonzar: que sea un miembro hermoso, apto, sano; que se adhiera al cuerpo, que viva de Dios para Dios; que trabaje ahora en la tierra para poder reinar después en el cielo»[66]. Diariamente, como es de desear, los fieles en gran número participen activamente en el sacrificio de la Misa se alimenten pura y santamente con la sagrada Comunión, y den gracias a Cristo Nuestro Señor por tan gran don.

Recuerden estas palabras de nuestro predecesor San Pío X: «El deseo de Jesús y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen diariamente al sagrado banquete, consiste sobre todo en esto: que los fieles, unidos a Dios por virtud del sacramento, saquen de él fuerza para dominar la sensualidad, para purificar de las leves culpas cotidianas y para evitar los pecados graves a los que está sujeto la humana fragilidad» [67].

Además, durante el día, que los fieles no omitan el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que ha de estar reservado con el máximo honor en el sitio más noble de las iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, pues la visita es señal de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente.

Todos saben que la divina Eucaristía confiere al pueblo cristiano una dignidad incomparable. Ya que no sólo mientras se ofrece el sacrificio y se realiza el sacramento, sino también después, mientras la Eucaristía es conservada en las iglesias y oratorios, Cristo es verdaderamente el Emmanuel, es decir, «Dios con nosotros». Porque día y noche está en medio de nosotros, habita con nosotros lleno de gracia y de verdad [68]; ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles, incita a su imitación a todos que a El se acercan, de modo que con su ejemplo aprendan a ser mansos y humildes de corazón, y a buscar no ya las cosas propias, sino las de Dios. Y así todo el que se vuelve hacia el augusto sacramento eucarístico con particular devoción y se esfuerza en amar a su vez con prontitud y generosidad a Cristo que nos ama infinitamente, experimenta y comprende a fondo, no sin gran gozo y aprovechamiento del espíritu, cuán preciosa es la vida escondida con Cristo en Dios [69] y cuánto sirve estar en coloquio con Cristo: nada más dulce, nada más eficaz para recorrer el camino de la santidad.

Bien conocéis, además, venerables hermanos, que la Eucaristía es conservada en los templos y oratorios como centro espiritual de la comunidad religiosa y de la parroquial, más aún, de la Iglesia universal y de toda la humanidad, puesto que bajo el velo de las sagradas especies contiene a Cristo, Cabeza invisible de la Iglesia, Redentor del mundo, centro de todos los corazones, por quien son todas las cosas y nosotros por El [70].

De aquí se sigue que el culto de la divina Eucaristía mueve muy fuertemente el ánimo a cultivar el amor social [71], por el cual anteponemos al bien privado el bien común; hacemos nuestra la causa de la comunidad, de la parroquia, de la Iglesia universal, y extendemos la caridad a todo el mundo, porque sabemos que doquier existen miembros de Cristo.

Venerables hermanos, puesto que el Sacramento de la Eucaristía es signo y causa de la unidad del Cuerpo Místico de Cristo y en aquellos que con mayor fervor lo veneran excita un activo espíritu eclesial, según se dice, no ceséis de persuadir a vuestros fieles, para que, acercándose al misterio eucarístico, aprendan a hacer suya propia la causa de la Iglesia, a orar a Dios sin interrupción, a ofrecerse a sí mismos a Dios como agradable sacrificio por la paz y la unidad de la Iglesia, a fin de que todos los hijos de la Iglesia sean una sola cosa y tengan el mismo sentimiento, y que no haya entre ellos cismas, sino que sean perfectos en una misma manera de sentir y de pensar, como manda el Apóstol [72]; y que todos cuantos aún no están unidos en perfecta comunión con la Iglesia católica, por estar separados de ella, pero que se glorían y honran del nombre cristiano, lleguen cuanto antes con el auxilio de la gracia divina a gozar juntamente con nosotros aquella unidad de fe y de comunión que Cristo quiso que fuera el distintivo de sus discípulos.

Este deseo de orar y consagrarse a Dios por la unidad de la Iglesia lo deben considerar como particularmente suyo los religiosos, hombres y mujeres, puesto que ellos se dedican de modo especial a la adoración del Santísimo Sacramento, y son como su corona aquí en la tierra, en virtud de los votos que han hecho.

Pero queremos una vez mas expresar el deseo de la unidad de todos los cristianos, que es el más querido y grato que tuvo y tiene la Iglesia, con las mismas palabras del Concilio Tridentino en la conclusión del Decreto sobre la santísima Eucaristía: «Finalmente, el Santo Sínodo advierte con paterno afecto, ruega e implora por las entrañas de la misericordia de nuestro Dios [73] que todos y cada uno de los cristianos lleguen alguna vez a unirse concordes en este signo de unidad, en este vínculo de caridad, en este símbolo de concordia y considerando tan gran majestad y el amor tan eximio de Nuestro Señor Jesucristo, que dio su preciosa vida como precio de nuestra salvación y nos dio su carne para comerla [74], crean y adoren estos sagrados misterios de su Cuerpo y de su Sangre con fe tan firme y constante, con tanta piedad y culto, que les permita recibir frecuentemente este pan supersustancial [75], y que éste sea para ellos verdaderamente vida del alma y perenne salud de la mente, de tal forma que, fortalecidos con su vigor [76], puedan llegar desde esta pobre peregrinación terrena a la patria celestial para comer allí, ya sin velo alguno, el mismo pan de los ángeles [77] que ahora "comen bajo los sagrados velos"»[78].

¡Ojalá que el benignísimo Redentor que, ya próximo a la muerte rogó al Padre por todos los que habían de creer en El para que fuesen una sola cosa, como El y el Padre son una cosa sola [79], se digne oír lo más pronto posible este ardentísimo deseo Nuestro y de toda la Iglesia, es decir, que todos, con una sola voz y una sola fe, celebremos el misterio eucarístico, y que, participando del cuerpo de Cristo, formemos un solo cuerpo [80], unido con los mismos vínculos con los que él quiso quedase asegurada su unidad!

Nos dirigimos, además, con fraterna caridad a todos los que pertenecen a las venerables Iglesias del Oriente, en las que florecieron tantos celebérrimos Padres cuyos testimonios sobre la Eucaristía hemos recordado de buen grado en esta nuestra carta. Nos sentimos penetrados por gran gozo cuando consideramos vuestra fe ante la Eucaristía que coincide con nuestra fe; cuando escuchamos las oraciones litúrgicas con que celebráis vosotros un misterio tan grande; cuando admiramos vuestro culto eucarístico y leemos a vuestros teólogos que exponen y defienden la doctrina sobre este augustísimo sacramento.

La Santísima Virgen María, de la que Cristo Señor tomó aquella carne, que en este Sacramento, bajo las especies del pan y del vino, se contiene, se ofrece y se come [81], y todos los santos y las santas de Dios, especialmente los que sintieron más ardiente devoción por la divina Eucaristía, intercedan junto al Padre de las misericordias, para que de la común fe y culto eucarístico brote y reciba más vigor la perfecta unidad de comunión entre todos los cristianos. Impresas están en el ánimo la palabras del santísimo mártir Ignacio, que amonesta a los fieles de Filadelfia sobre el mal de las desviaciones y de los cismas, para los que es remedio la Eucaristía: «Esforzaos, pues —dice—, por gozar de una sola Eucaristía: porque una sola es la carne de Nuestro Señor Jesucristo, y uno solo es el cáliz en la unidad de su Sangre, uno el alta, como uno es el obispo...»[82].

Confortados con la dulcísima esperanza de que del acrecentado culto eucarístico se han de derivar muchos bienes para toda la Iglesia y para todo el mundo, a vosotros, venerables hermanos, a los sacerdotes, a los religiosos y a todos los que os prestan su colaboración, a todos los fieles confiados a vuestros cuidados, impartimos con gran efusión de amor, y en prenda de las gracias celestiales, la bendición apostólica.

Dado en Roma junto a San Pedro, en la fiesta de San Pío X, el 3 de septiembre del año 1965, tercero de Nuestro Pontificado.

PAULUS PP. VI

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