17 de mayo de 2011

“No logramos darnos cuenta de cuánto nos ama Dios” Carlos de Jesús


En un mundo lleno de voces que gritan y nos distraen no es fácil escuchar una voz que habla muy desde arriba en nuestro interior, y que dice como en un murmullo: “Tú eres mi amado, en ti me complazco.” Muchas veces esta voz suave y amable que nos llama “mi amado” nos ha llegado por infinitos caminos. Nuestros padres, familia, amigos y personas ajenas a nosotros que se han cruzado en nuestro camino. Nos han ayudado, guiado, amado. Pero de alguna manera todos estos signos no han sido suficientes para convencernos de que somos amados. Siempre se nos viene a la cabeza la pregunta: si todos los que se preocupan tanto por mí pudieran verme en mí ser más íntimo, ¿seguirían amándome? Esta pregunta nos persigue, se enraíza en nuestro ser y nos hace alejarnos nuevamente de esa voz de Dios Padre casi susurrante que nos llama “Mi Amado”. Pero la realidad es que somos amados; hemos sido amados mucho antes de que nuestros padres, profesores y amigos nos hayan amado o herido.
Es cierto que somos amados, pero tenemos que convertirnos interiormente en amados; es cierto que somos hijos de Dios pero tenemos que llegar a serlo interiormente. Debemos llegar a ser. Debemos llegar a sentirnos amados en las situaciones comunes de nuestra existencia diaria y, poco a poco, llenar el vacío entre lo que debemos ser y las incontables y específicas realidades de nuestra vida. Cuando nuestra verdad más profunda es que somos amados, y cuando nuestro mayor gozo y nuestra paz provienen de aspirar a hacer plenamente nuestra esa verdad, está claro que eso llegará a tener un eco palpable en nuestro comer, beber, amar, divertirnos y trabajar.
Para llegar a ser los amados debemos primero afirmar y estar seguros de que hemos sido elegidos. Cuando sé que fui elegido soy consciente de que se me ha visto como una persona especial, alguien se ha fijado en mí, en mi calidad de persona única y ha expresado el deseo de conocerme y de amarme. Como amados de Dios nosotros somos sus elegidos. Es decir, fuimos vistos por Dios cómo únicos, especiales y valiosísimos.
“Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.” (Jn. 3,16)
Desde toda la eternidad, antes de haber nacido y haberte convertido en parte de la historia, existías en el corazón de Dios, los ojos de Dios te habían visto cómo muy valioso, de una belleza infinita, de un valor eterno.
“La voluntad de Dios es que sean santos” (1 Tes. 4,3). Esa es nuestra vocación: la santidad. “Sean santos como es santo el Padre que está en el Cielo” (Mt. 5,48), nos dice Jesús. Sean santos o, lo que es lo mismo, sean amados. Que su esencia sea ser amados. La voluntad de Dios es que sean amados. Sean amados, como es amado el Padre que está en el Cielo. El Padre es amado por el Hijo y el Hijo es amado por el Padre, siendo el Amor que los une tan grande que es la tercera Persona de la Trinidad: el Espíritu Santo. Dios nos quiere introducir a nosotros en esa relación eterna de amor que es la Trinidad.
Pero, ¿es posible en esta generación frágil y de un humor tan cambiante, hablar de santidad, hablar de amados eternamente? ¿Es posible convencernos de una vez y para siempre que somos los amados de Dios? Porque si nos convencemos de esta verdad nuestra vida cambia radicalmente. Sí, es posible. Porque para ser los amados de Dios no hace falta hacer nada sino ser, y recibirlo todo de Dios. No se nos pide en primer lugar tal o cual virtud, tal o cual acción, tal o cual palabra o gesto, sino, ante que nada, recibir. Tenemos que recibir a Cristo para recibir su santidad, para recibir su capacidad de ser amado. Tenemos que estar ante Dios. Necesitamos estar ante Dios y dejarnos decir: “Vos sos mi amado”. Pero no una vez solamente, sino cada día en nuestra oración personal, frente a Jesús Eucaristía que no deja de decirnos: “Vos sos mi amado, por vos me hice Hombre y por Vos estoy acá en el Sagrario”. Recordando siempre lo que profetizó Isaías: “Él no gritará” y lo que nos pide Dios Padre: “Escúchenlo”.

13 de mayo de 2011

«Mi Carne es verdadera comida y mi Sangre verdadera bebida»



Leemos en el evangelio de hoy:

"Jesús les dijo: Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes.El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.
Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente.""

El Señor no nos deja solos en este camino. Está con nosotros; más aún, desea compartir nuestra suerte hasta identificarse con nosotros. En el coloquio que acaba de referirnos el evangelio, dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6, 56). ¿Cómo no alegrarse por esa promesa? Pero hemos escuchado que, ante aquel primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse, comenzó a discutir y a protestar: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?» (Jn 6, 52).

En realidad, esta actitud se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Se podría decir que, en el fondo, la gente no quiere tener a Dios tan cerca, tan a la mano, tan partícipe en sus acontecimientos. La gente quiere que sea grande y, en definitiva, también nosotros queremos que esté más bien lejos de nosotros. Entonces, se plantean cuestiones que quieren demostrar, al final, que esa cercanía sería imposible. Pero son muy claras las palabras que Cristo pronunció en esa circunstancia: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros» (Jn 6, 53). Realmente, tenemos necesidad de un Dios cercano.

Ante el murmullo de protesta, Jesús habría podido conformarse con palabras tranquilizadoras. Habría podido decir: «Amigos, no os preocupéis. He hablado de carne, pero sólo se trata de un símbolo. Lo que quiero decir es que se trata sólo de una profunda comunión de sentimientos». Pero no, Jesús no recurrió a esa dulcificación. Mantuvo firme su afirmación, todo su realismo, a pesar de la defección de muchos de sus discípulos (Jn 6, 66). Más aún, se mostró dispuesto a aceptar incluso la defección de sus mismos Apóstoles, con tal de no cambiar para nada lo concreto de su discurso: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67), preguntó. Gracias a Dios, Pedro dio una respuesta que también nosotros, hoy, con plena conciencia, hacemos nuestra: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).



Papa Benedicto XVI
Homilía para el Congreso Eucarístico italiano, 29/05/05

9 de mayo de 2011

Viva la Virgen de Lujan !


8 de Mayo es el día de la Virgen de Lujan, patrona de nuestra amada Patria Argentina. Nos unimos a la alegría de este día; que este año se celebra hoy (9 de mayo ya que ayer coincidía con el tercer domingo de Pascua; en el que honramos a la Madre de la Eucaristía bajo esta advocación que ha movido a tantas personas a ir peregrinando hasta el altar que se erigió en Luján y donde tantas Misas se han celebrado en su honor.

Gracias María, Madre nuestra, porque siempre nos llevas a Jesús Eucaristía.Desde el cielo donde moras junto al trono del Señor, no te olvides de tus hijos y danos tu bendición.

Himno a la Virgen de Lujan:

Gloria, gloria a la Virgen del Plata,
De los cielos la Estrella inmortal!
Ya la aclama su excelsa Patrona
La Argentina con himnos de paz.

Los anhelos del Pueblo Argentino,
De las almas la ardiente oración,
se difunden con voces de júbilo.
En un canto sublime de amor.

De la Patria los cielos hermosos
forman ya tu luciente dosel;
Tus altares adorna con flores
Del gran Pueblo Argentino la Fe.

2 de mayo de 2011

¡¡¡Juan Pablo II es BEATO!!!


¡Abrid, las puertas a Cristo,
no tengáis miedo!
Abrid de par en par
Vuestro corazón a Dios.

Testigo de esperanza
para quien espera la salvación,
peregrino por amor
en los caminos del mundo.

Verdadero padre para los jóvenes
a quienes enviaste al mundo,
centinelas de la mañana,
signo vivo de esperanza

Testigo de la fe
que anunciaste con la vida,
firme y fuerte en la prueba
confirmaste a tus hermanos.

Enseñaste a cada hombre
la belleza de la vida
indicando a la familia
como signo del amor

Portador de la paz
y heraldo de justicia,
te hiciste entre las gentes
nuncio de misericordia.

En el dolor revelaste
el poder de la Cruz.
Guía siempre a tus hermanos
en el camino del amor.

En la Madre del Señor
nos indicaste una guía,
en su intercesión
el poder de la gracia.

Padre de misericordia,
Hijo nuestro Redentor,
Santo Espíritu de Amor,
a ti, Trinidad, la gloria. Amén.

Extractos de la homilía de Benedicto XVI en la beatificación de Juan Pablo II:
“he querido que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato.

«Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica.

Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro, una «eme» abajo, a la derecha, y el lema: «Totus tuus», que corresponde a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 266).
«¡No temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la Nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las demás.

Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su «timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza». Sí, él, a través del largo camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al Cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el Cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz.

Quisiera finalmente dar gracias también a Dios por la experiencia personal que me concedió, de colaborar durante mucho tiempo con el beato Papa Juan Pablo II. Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982, cuando me llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante 23 años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio. Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una «roca», como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Eucaristía.

[En el texto de la homilía:] ¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. [E improvisando, Benedicto XVI añadió:] Tantas veces nos has bendecido desde esta plaza. Santo Padre, hoy te pedimos, bendícenos. Amén."