31 de marzo de 2010

VIERNES SANTO VIA CRUCIS Y EUCARISTIA

"EL GRANO DE TRIGO QUE MUERE PARA VIVIR PARA SIEMPRE EN LA EUCARISTIA"



Lo que dijo Jesús el Domingo de Ramos, inmediatamente después de su ingreso en Jerusalén, respondiendo a la solicitud de algunos griegos que deseaban verle: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, dará mucho fruto» (Jn 12, 24). De este modo, el Señor interpreta todo su itinerario terrenal como el proceso del grano de trigo, que solamente mediante la muerte llega a producir fruto. Interpreta su vida terrenal, su muerte y resurrección, en la perspectiva de la Santísima Eucaristía, en la cual se sintetiza todo su misterio.

Puesto que ha consumado su muerte como ofrecimiento de sí, como acto de amor, su cuerpo ha sido transformado en la nueva vida de la resurrección. Por eso él, el Verbo hecho carne, es ahora el alimento de la auténtica vida, de la vida eterna. El Verbo eterno –la fuerza creadora de la vida– ha bajado del cielo, convirtiéndose así en el verdadero maná, en el pan que se ofrece al hombre en la fe y en el sacramento. De este modo, el Vía crucis es un camino que se adentra en el misterio eucarístico: la devoción popular y la piedad sacramental de la Iglesia se enlazan y compenetran mutuamente. La oración del Vía crucis puede entenderse como un camino que conduce a la comunión profunda, espiritual, con Jesús, sin la cual la comunión sacramental quedaría vacía. El Vía crucis se muestra, pues, como recorrido «mistagógico».

No basta el simple sentimiento; el Vía crucis debería ser una escuela de fe, de esa fe que por su propia naturaleza «actúa por la caridad» (Ga 5, 6). Lo cual no quiere decir que se deba excluir el sentimiento. Para los Padres de la Iglesia, una carencia básica de los paganos era precisamente su insensibilidad; por eso les recuerdan la visión de Ezequiel, el cual anuncia al pueblo de Israel la promesa de Dios, que quitaría de su carne el corazón de piedra y les daría un corazón de carne (cf. Ez 11, 19).

El Vía crucis nos muestra un Dios que padece él mismo los sufrimientos de los hombres, y cuyo amor no permanece impasible y alejado, sino que viene a estar con nosotros, hasta su muerte en la cruz (cf. Flp 2, 8). El Dios que comparte nuestras amarguras, el Dios que se ha hecho hombre para llevar nuestra cruz, quiere transformar nuestro corazón de piedra y llamarnos a compartir también el sufrimiento de los demás; quiere darnos un «corazón de carne» que no sea insensible ante la desgracia ajena, sino que sienta compasión y nos lleve al amor que cura y socorre.

Esto nos hace pensar de nuevo en la imagen de Jesús acerca del grano, que él mismo trasforma en la fórmula básica de la existencia cristiana: «El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25; cf. Mt 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; 17, 33: «El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará»). Así se explica también el significado de la frase que, en los Evangelios sinópticos, precede a estas palabras centrales de su mensaje: «El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16, 24).

Con todas estas expresiones, Jesús mismo ofrece la interpretación del Vía crucis, nos enseña cómo hemos de rezarlo y seguirlo: es el camino del perderse a sí mismo, es decir, el camino del amor verdadero. Él ha ido por delante en este camino, el que nos quiere enseñar la oración del Vía crucis.

Volvemos así al grano de trigo, a la santísima Eucaristía, en la cual se hace continuamente presente entre nosotros el fruto de la muerte y resurrección de Jesús. En ella Jesús camina con nosotros, en cada momento de nuestra vida de hoy, como aquella vez con los discípulos de Emaús.

(Presentación del Vía Crucis del
Cardenal Joseph Ratzinger
para el Viernes Santo)

MISA CRISMAL - SACERDOCIO Y EUCARISTIA


EL SACERDOTE Y LA EUCARISTIA


Estamos celebrando hoy, Miércoles Santo, la Liturgia de la Misa Crismal del Jueves Santo. Cada año celebramos en este día el nacimiento de la Eucaristía; y, a la vez, el nacimiento de nuestro sacerdocio, que es ante todo ministerial, y al mismo tiempo, jerárquico.

Vínculo entre el orden sagrado y la Eucaristía

En esta Misa Crismal el presbiterio reunido en torno al obispo, en la persona de Cristo como cabeza, reafirmamos de manera visible el vínculo entre el orden sagrado y la Eucaristía.
Cuando Jesús dice a los apóstoles: “Haced esto en memoria mía”, Él constituye a los ministros de este sacramento en la Iglesia y a estos mismos ministros les ordena obrar en virtud del sacerdocio sacramental, recibido in persona christi. Se desprende pues la relación intrínseca entre Eucaristía y sacramento del orden.
Muy querido hermanos, habiéndose publicado recientemente la exhortación post sinodal Sacramentum Caritatis del Papa Benedicto XVI, pienso que es una buena ocasión para que renovemos esa unión sacerdocio y Eucaristía, piedad eucarística, devoción eucarística, cuidado de la misa, conocimiento de la liturgia, unidad entre el misterio, liturgia y rito, que la palabra que expreso, que el gesto que haga, conduzca al misterio que represento.

Es una ocasión muy querida por el Santo Padre en continuidad con el Siervo de Dios, Juan Pablo II, que en esa encíclica Ecclesia de Eucharistia dejó una Iglesia ya orientada hacia el culmen, la Eucaristía, el centro, la razón de ser de la Iglesia, de la vida del sacerdote.
Y para decirlo de una manera muy sencilla, si damos un buen crecimiento personal en lo que es devoción a la Eucaristía, cuidado de la Eucaristía, cuidado de la Santa Misa, incorporar al pueblo de Dios en una participación fructuosa. Solo con ese propósito bien vivido surge definitivamente una Iglesia llena de frutos, de fuerzas, de sacerdotes, de santidad. Una iglesia que el mundo de hoy está reclamando su presencia con mucha fuerza.

Si no hay sacerdotes, no hay Eucaristía

Por eso, he querido resaltar esta unidad, esta relación tan intensa entre nuestro sacerdocio y la Eucaristía. Somos conscientes, pero vale la pena recordarlo. Si no hay sacerdotes, no hay Eucaristía. Por lo tanto, la presencia del sacerdote en la Iglesia es vital, está en el designio divino, el Señor jamás abandonará a su pueblo, pero debemos asumir esa responsabilidad para preguntarnos ¿Qué puedo hacer yo, sacerdote, para despertar estas vocaciones sacerdotales, para el pueblo de Dios crezca y se edifique alrededor de la Eucaristía?

La misión principal, primera y fundamental, que recibimos es dar testimonio de que nos convertimos por nuestra acciones, palabras y modos de ser, en testigos de otro; y, ese otro es Cristo. Actualicemos el asombro que nos debe conmover al celebrar cada Santa Misa cuando pronunciamos las palabras de la consagración in persona Christi; es decir, cuando por el infinito don de Dios le prestamos nuestra voz y nuestras manos para renovar el misterio de la transubstanciación.
Somos más que un testigo, pero faltan palabras para poder expresar este misterio de in persona Christi. No nos acostumbremos nunca a tocar el cuerpo de Cristo, al decir las palabras de la consagración. Es un don de Dios, pero conviene que en este tema hagamos un poco de examen personal.

Sacerdote, mediador para que el amor de Dios llegue a los hombres


Se puede decir que el testimonio es el medio con el que la verdad del amor de Dios llega al hombre en la historia, invitándolo a acoger libremente esta novedad radical. Palabras de la exhortación reciente, el testimonio, lo que yo muestre como testigo es el medio –yo- por el que la verdad del amor de Dios llega al hombre. El Señor se pone en nuestras manos como mediadores para que su amor llegue a los hombres.

¡Tiembla el corazón!, ¡tremenda responsabilidad! Queridos hermanos, respetemos al misterio del amor de Dios. No son tiempos de sueño, de tibieza o de un sacerdote funcional. Pidámosle al Señor que tenga la capacidad de asombrarme, de que el corazón ¡tiemble!, como tembló en alguna ocasión al inicio en nuestra ordenación. Cuando tembló nuestro corazón al despedir a nuestra madre cuando moría en este mundo.
¡Cuántos momentos de la vida recordamos en que ese temblor del amor, del dolor, del asombro, ha hecho que experimentemos que tenemos esa riqueza que el Señor ha querido poner en nosotros! Qué tremenda responsabilidad al haber querido Dios hacernos corredentores; y en cierta forma hacer depender la salvación de las almas de nuestra correspondencia a la gracia.

Hoy, lo recuerdo con recientes palabras del Papa “que los sacerdotes sean conscientes de que nunca deben ponerse ellos mismos o sus opiniones en el primer plano de su ministerio, sino a Jesucristo. Esto se expresa particularmente en la humildad con la que el sacerdote dirige la acción litúrgica, obedeciendo y correspondiendo con el corazón y la mente al rito, evitando todo lo que pueda dar precisamente la sensación de un protagonismo inoportuno. Recomiendo –dice el Papa- al clero, profundizar siempre en la conciencia del propio ministerio eucarístico como un humilde servicio a Cristo y a su Iglesia”.

El celibato sacerdotal, bendición para la Iglesia

Hermanos, la belleza, la importancia de que esta belleza de la vida sacerdotal vivida en el celibato, es testimonio, es signo que expresa la dedicación total y exclusiva de Cristo a la Iglesia y al reino de Dios.

El celibato sacerdotal vivido con madurez, alegría y dedicación es una grandísima bendición para la Iglesia y para la sociedad misma. El sacerdote enamorado de Cristo, el sacerdote en esa madurez afectiva, en esa serenidad de ánimo; y en esa vibración apasionada por el amor a la Iglesia y a las almas, es una maravilla.
El testigo de Cristo goza de una especial credibilidad y autoridad; es decir, de autoridad moral. Los fieles esperan de Cristo la verdad, ¡la verdad que buscan es Cristo! Verdad que en estos tiempos de manera especial es una verdad que obliga, que es exigente, que salva, que es bella, que no es nuestra. El camino de cada alma es un misterio de amor, cuya iniciativa la tomó el mismo Dios al darnos la vida y luego por el bautismo, al elevarnos a la condición de hijos suyos por adopción.

Sólo la verdad genera un clima cristiano en el mundo

Todo esto, en un mundo que tiene muchas verdades, pero que ha perdido la verdad. Más que nunca la Iglesia nos pide con caridad, pero ¡la verdad!, porque esa es la que da frutos, es la que trae vocaciones, es la que convierte a las almas, es la que renueva la comunidad parroquial, es la que genera un clima cristiano en el mundo. Las verdades particulares terminan en el tiempo de modo inmediato, aunque tengan gran acogida.

Por ello, también les animo a que la homilía sea un auténtico reflejo de la palabra de Dios, previamente meditada e incorporada a nuestra vida personal. Palabra de Dios, palabra breve, no podemos ni por un momento oscurecer a Dios, poniéndonos nosotros en primer plano; no podemos empañar a quien sólo Él es bueno, a quien representamos, defraudaríamos el sano juicio de la gente, si proponemos soluciones cómodas, fáciles e incompletas; aunque sea acogidas.

Todos sabemos que la vida cristiana cuesta. Arrancar la palabra y la vida de la cruz ¡mata a la Iglesia! Y me refiero especialmente de lo que es la moral matrimonial ¿qué sacamos defraudando cuando la doctrina cristiana, el Magisterio y la tradición de siglos que nos enseña con claridad cuál es el camino?

Deber del sacerdote: promover una espiritualidad cristiana eucarística

No podemos rebajar, no podemos invitar a la comunión a la Iglesia entera si tenemos conciencia que no hay oportunidad de confesarnos, ¡qué grave deber! Los invito a poner la máxima atención en la promoción de una espiritualidad cristiana auténticamente eucarística. Promuevan, hermanos, la exposición del Santísimo sacramento en todos los templos de la ciudad, ¡bien atendidos, con seguridad, con dignidad! Recemos al dueño de la míes para que mande obreros.

La pastoral vocacional, en realidad, tiene que implicar a toda la comunidad cristiana en todos sus ámbitos. En síntesis, hace falta -sobre todo- tener la valentía de proponer a los jóvenes la radicalidad del seguimiento de Cristo, mostrando su atractivo. El mejor plan de promoción vocacional es el testimonio que dan los sacerdotes en su ministerio con su afán de santidad visible y lleno de ardor.
Acudo a nuestra Madre de la Misericordia, a nuestra señora de la Reconciliación, a la madre del sacerdote. Madre nuestra, coge nuestras manos débiles, coge nuestros corazones tantas veces inquietos y con ternura llévanos al encuentro de tu hijo Jesús. Allí escucharemos el latir de nuestro corazón sacerdotal. Míranos con compasión, no nos dejes, madre mía.

Con estas palabras, en este día solemne, me acerco a cada uno de ustedes para implorarles fidelidad, amor a la Eucaristía, unidad, afán de santidad. Vivamos ese misterio de la unidad del presbiterio con el obispo. ¡Que el Señor haga esos milagros! Que el mundo de hoy nos espera con un hambre ¡tremenda!

Estoy seguro que seguiremos este camino del Papa Benedicto XVI. Está impulsando la caridad, el amor, el auténtico. Solamente te pido, mantén ese corazón vivo para que el toque del perdón, del amor siga teniendo ese sacerdocio joven, vibrante, lleno de ilusión por cada Eucaristía.


(Homilía del Cardenal Juan Luis Cipriani
Misa Crismal, Miércoles, 4 de abril de 2007
Basílica Catedral de Lima )

JUEVES SANTO - Institución de la Eucaristía



"Nos amó hasta el extremo en la Eucaristía"

Para comprender la fe cristiana será preciso repasar siempre este texto de San Juan: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Los suyos somos también nosotros por quienes ya rogó Jesús en el discurso de despedida: “No ruego sólo por éstos, sino por los que van a creer en mí por su palabra” (Jn 17, 20). Esta palabra, que procede de Jesús, ha sido transmitida por la Iglesia de generación en generación hasta nuestros días. Y esta transmisión, tradición, continuará hasta el fin del mundo.

La expresión “los amó hasta el extremo” hay que comprenderla en la realidad de Jesucristo, Dios y hombre. Es un amor que tiene toda la fuerza de Dios expresada al modo humano. Es un amor que se da sin medida, sin condiciones. Es el amor que llevó a Jesús a cargar sobre sí nuestros pecados para que quedaran destruidos con su muerte. Es la fuerza del amor infinito de Jesús para llevar la humanidad hasta Dios, de quien estábamos alejados por nuestros pecados. La realidad de este amor la expone San Pablo cuando nos dice que “cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5, 8).

“Los amó [nos amó] hasta el extremo” queda reflejado en su permanencia entre nosotros instituyendo la Eucaristía. Nos amaba tanto que tenía prisa, anticipó sacramentalmente su entrega por nosotros en la Cruz. En la Ultima Cena instituyó la Eucaristía por la que Jesús perpetúa su presencia entre nosotros bajo las especies de pan y de vino en su sacrificio cruento del Viernes Santo: “Mi cuerpo que será entregado… mi sangre que será derramada”. Su amor “hasta el extremo” por la humanidad se hace presente en cada Misa. Sólo en el amor puede ser comprendida la fe cristiana, sólo en el amor “hasta el extremo” a Dios y, en El, a los demás, se puede vivir en cristiano. Corresponder a tanto amor con el nuestro, un amor sacrificado y alegre como el de Jesucristo, que vive para siempre en el Cielo intercediendo por nosotros. Amar la Eucaristía, por tanto, especialmente la de cada domingo, donde nos reunimos los hijos de Dios en torno a la mesa del altar, en la que Dios nos da a su propio Hijo para que tengamos vida abundante y alcancemos la vida eterna.

Para que entendamos mejor su amor hasta el extremo, realizó el lavatorio de los pies a sus discípulos, una acción que correspondía al menos importante de la reunión, impropia del más importante, en este caso Jesús. Como El, no tener otro deseo en relación con los demás que el de servirles, el olvidarse de sí mismo para hacer la vida amable a los demás, sean quienes sean. “En esto conocerán que son mis discípulos, si se tienen amor unos a otros” (Jn 13, 35). “Si comprenden esto y lo hacen nos dice Jesús, serán bienaventurados” (v. 17), felices. Sin duda que aquí está muchas veces la raíz de nuestras insatisfacciones e inquietudes, en que no amamos de verdad al prójimo. Amor con obras.

Amemos la participación en la Santa Misa, que tiene su punto culminante en la recepción de la Sagrada Comunión. Desear comulgar para ser fortalecidos en el amor, para amar cada vez más, para superar egoísmos, rencores o flojeras en relación con los demás. Amor “hasta el extremo” mirando sólo a Jesucristo en la Cruz, presente en cada Eucaristía, la “locura” de quedarse con nosotros hasta el fin del mundo. Gustar de la oración de su presencia ante el Sagrario.

Con María, quien, sin duda, estuvo atendiendo la mesa en la Ultima Cena. Ella nos hará partícipe de los sentimientos de Cristo en ese momento central de su obra redentora. Pongámonos junto a Ella especialmente en estos días de Semana Santa subiendo con Ella a la Cruz, a nuestra cruz, para alegrarnos con Ella contemplando a Jesús resucitado.


(Obispo de Chiclayo, 9 de abril de 2009)

23 de marzo de 2010

Reflexiones de la Beata Teresa de Calcuta sobre la Eucaristía


“Mientras comían, tomó pan, y bendiciéndolo, lo partió, se lo dio y dijo:
Tomad, éste es mi cuerpo”
(Mc 14, 22)

· Jesús: el Pan Vivo, el amor omnicomprensivo
El significado de esta Eucaristía es la comprensión del amor. Cristo comprendió. Comprendió que teníamos un hambre inmensa de Dios. Comprendió que habíamos sido creados para ser amados, y así Él se convirtió en el Pan de Vida, diciendo: “A no ser que coman Mi Carne y beban Mi Sangre, no podrán vivir, no podrán amar, no podrán servir”. Tenemos que comer este Pan y la bondad del amor de Cristo, para compartir su comprensivo amor.
El también quiere darnos la oportunidad de trasformar nuestro amor por Él en acción viva. El se convierte en el hambriento, no sólo de pan sino de amor. El se convierte en el desnudo, no sólo por un manto que lo abrigue, sino por ese amor, por esa dignidad humana. El se convierte en el que no tiene hogar, no sólo por ese lugar en un pequeño cuarto, sino por ese sincero y profundo amor hacia el prójimo, que es la Eucaristía. Este es Jesús, el Pan Vivo. El que ha venido a compartir su divinidad con nosotros.

Beata Teresa de Calcuta
(163-164 Le Joly, Edward. Mother Teresa of Calcutta: A Biography. San Francisco: Harper & Row, Publishers, 1983)

· La Eucaristía, nuestra Gloria y alegría
La Santa Misa es nuestra oración cotidiana, en la cual nos ofrecemos con Cristo para ser partidos y distribuidos a los más pobres. La Eucaristía es nuestra gloria y alegría, y encierra el misterio de nuestra unión con Cristo.
Beata Teresa de Calcuta
(Sin publicar)

· “Madre, estuve tocando el cuerpo de Cristo”
A la India llegó, desde el exterior, una jovencita para unirse a los Misioneros de la Caridad. Tenemos una regla en nuestra comunidad que indica que, al día siguiente de su llegada, los “nuevos” tienen que visitar el Hogar para los moribundos. A así fue que le dije a esa joven: “Durante la Misa has visto con cuánto amor y cuidado tocaba el sacerdote a Cristo en la Santa Hostia. Haz lo mismo cuando vayas al Hogar de los Moribundos, porque encontrarás al mismo Jesús de la Santa Hostia en los destruidos cuerpos de nuestros pobres”.
Después de tres horas, la novicia regresó y me dijo con una amplia sonrisa (nunca antes vi yo una sonrisa tan cálida, tan profunda): “Madre, estuve tocando el Cuerpo de Cristo durante tres horas”. “¿Qué hiciste?” le pregunté yo, y ella respondió: “Cuando llegamos al Hogar, trajeron a un hombre que se había caído en un desagüe, donde quedó tirado durante varios días. Estaba cubierto de heridas, suciedad y gusanos. Mientras yo lo limpiaba, sabía que estaba tocando el cuerpo de Cristo”

Beata Teresa de Calcuta
(56-57 – A gift for God: Mother Teresa of Calcutta. Nueva York, Harper & Row, Publishers, 1975)

· Necesitamos a Jesús para llevárselo a los demás
La Iglesia nos ha encomendado el gran apostolado de llevar a Cristo al corazón de nuestra gente. Tenemos que acercarles a Jesús. Pero mientras no lo poseamos, no lo podemos dar. Es por eso que necesitamos de la Eucaristía. Es cierto que nuestra forma de vida es difícil. Pero no puede ser de otra forma. No se trata sólo de la pobreza material, sino de la pobreza de vivir permanentemente rodeado de gente que sufre, de moribundos. Sólo la Eucaristía, sólo Jesús, puede darnos la alegría suficiente como para realizar nuestra tarea con una sonrisa.

Beata Teresa de Calcuta
(Egan, Eileen. Sucha a Vision of the Street. Nueva York, Doubleday and Co., Inc. 1985)

· El alimento que me sostiene
La Misa es el alimento spiritual que me sostiene, sin el cual no podría vivir un solo día, una sola hora de mi vida. En la Misa está Jesús bajo la forma del pan, mientras que en los barrios bajos vemos a Cristo y lo tocamos en los cuerpos lastimados, en los niños abandonados.

Beata Teresa de Calcuta
(76 – A gift for God: Mother Teresa of Calcutta. Nueva York, Harper & Row, Publishers, 1975)

· Cuando recapacitamos…
Cuando nos damos cuenta de que por la mañana hemos sostenido al sacrosanto Dios en nuestras manos, estamos más dispuestos a abstenernos de todo lo que pueda manchar su pureza. De ahí que debemos tener un profundo respeto por nuestra propia persona y por los demás, tratando a todos con marcada cortesía, pero absteniéndonos de sentimentalismos superficiales o afectos mal dirigidos. Cuando tocamos a los enfermos, y a los necesitados, tocamos el sufriente cuerpo de Cristo, y ese contacto nos hace heroicos, nos hace olvidar la repugnancia.

Beata Teresa de Calcuta
(109 Gorree, Georges y Jean Barbier (Eds.) The Love of Crist: Espiritual Counsels, Mother Teresa of Calcutta. San Francisco: Harper & Row, Publishers 1982)

· Tan pequeño, tan frágil, tan desvalido.
El mundo está hambriento de Dios, y cuando Jesús llegó al mundo, quiso satisfacer esa hambre. Se convirtió en el Pan de Vida, tan pequeño, tan frágil, tan desvalido; y como si esto no fuese suficiente, se reencarnó en el hambriento, en el desnudo, en el hombre sin hogar, para que pudiésemos satisfacer su hambre de amor, de nuestro amor humano… no de algo extraordinario, sino simplemente de nuestro amor humano.

Beata Teresa de Calcuta
(35 Spink, Kathryn. The miracle of love. San Francisco: Harper & Row, Publishers, 1981)

Milagro Eucarístico en Siena

Milagro diario

Era el año 1730. El 14 de agosto, vísperas de la fiesta de la asunción de la Virgen María, en todas las iglesias de Siena los sacerdotes consagraron hostias adicionales para quien quisiera recibir el cuerpo de Cristo al día siguiente.

Por la noche todos los sacerdotes de Siena se reunieron en la catedral principal de esta ciudad para hacer una vigilia y dejaron solas sus respectivas iglesias. Unos ladrones aprovecharon y entraron en la basílica de San Francisco para robarse el copón de oro con las hostias consagradas.

A la mañana siguiente se dieron cuenta de que las hostias no estaban y en medio de la calle, un feligrés encontró la parte de arriba del copón. Quedó así comprobado que se había robado el cuerpo de Cristo. Los habitantes de Siena comenzaron a orar para que aparecieran las hostias.

Tres días después, mientras un hombre estaba orando en la iglesia de Santa María en Provenzano, muy cerca de la Basílica de San Francisco, notó que había algo de color blanco dentro de una caja destinada para la donación a los pobres. Inmediatamente informaron al arzobispo y llegaron para ver de qué se trataba.

Abrieron la caja, eran las 351 hostias consagradas – el mismo número de hostias que fueron robadas. “Esos tres días fueron como los días entre la Crucifixión y la Resurrección”, asegura el padre Spring. Estaban llenas de polvo y telarañas. Los sacerdotes las limpiaron con sumo cuidado.

Luego hubo una jornada de adoración y reparación. Miles de fieles llegaron a la basílica para agradecer el hallazgo de las hostias. Estas no fueron distribuidas, al parecer, porque los franciscanos querían que los peregrinos las adoraran hasta el momento en que se deterioraran (porque al deteriorarse, desaparece la presencia real de Cristo).

Pero las hostias permanecían intactas y con un olor muy agradable. La gente empezó a considerarlas como milagrosas y cada vez iban más peregrinos a orar ante ellas. Algunas pocas fueron distribuidas en ocasiones especiales.

Hoy, 280 años después, permanecen 223 hostias que presentan el mismo estado que tenían el día que fueron consagradas. “En diversas etapas estas han sido examinadas y físicamente conservan todas las características de una hostia recién hecha”, aclara el padre Paolo.

En 1914 se hizo la examinación más rigurosa de este milagro por disposición del papa san Pío X, “las Sagradas Partículas resultaron en perfecto estado de consistencia, lúcidas, blancas, perfumadas e intactas” dijo el padre Spring.

También se concluyó en esta examinación que las hostias robadas fueron preparadas sin precauciones científicas y guardadas bajo condiciones ordinarias que, en circunstancias normales debieron haber causado un rápido deterioro.

El 14 de septiembre, de 1980, el papa Juan Pablo II viajó a Siena para celebrar los 250 años de este Milagro Eucarístico. Al ir dijo: “es la Presencia”. También han ido a orar ante estas santas hostias, personajes como san Juan Bosco y el beato papa Juan XXIII

Para el padre Spring, el Milagro Eucarístico de Siena “representa una prueba del amor de Dios hacia nosotros y la presencia para sostenernos contra las dudas, las dificultades, el milagro con el cual Dios padre está ayudando a la Iglesia a no tener miedo, a vivir la presencia de su fundador enviado por el Padre para hacer su voluntad”.

“Aquí suceden dos cosas milagrosas”, explica el padre Spring señalando las hostias consagradas hace casi tres siglos. “El tiempo no existe, se ha detenido”, y el sacerdote explica el segundo milagro:” “Los cuerpos compuestos y las sustancias orgánicas están sujetas a marchitarse. Para estas hostias, ni los hongos, ni los elementos que las descomponen subsisten. Es un milagro viviente, continuo, no sabemos hasta cuándo el Señor lo permitirá” concluye el sacerdote.

22 de marzo de 2010

La Eucaristía es nuestra fuerza

Por la noche, los prisioneros se
alternaban en turnos de adoración.
Jesús Eucaristía ayudaba de un modo
inimaginable con su presencia silenciosa:
muchos cristianos volvían a la fe.

F.X. Nguyen Van Thuan
Testigos de Esperanza

Cuando misionábamos en los barrios de Trenque Lauquen, todas las mañanas, nos levantábamos y comenzábamos el día con una hora de adoración eucarística. Una hora frente a Jesús presente en la Eucaristía para poner en sus manos todo el día que íbamos a vivir.
Todavía recuerdo ese hecho tan lindo y tan significativo que nos ocurría cada mañana. Cuando estábamos ya por terminar nuestra hora de adoración, por las ventanas del aula donde habíamos improvisado la capillita, aparecían los rostros de aquellos niños que, con sus ojos, nos invitaban a comenzar nuestra tarea misionera. Era el mismo Jesús que, después de saciar en la oración la sed de amor que teníamos de Él, nos invitaba a saciar el amor que Él tenía de nosotros en aquellos pequeños.
La Eucaristía era nuestra fuerza. La Eucaristía es nuestra fuerza. Si hay algo que resaltaría del grupo misionero es el amor a Jesús en la Eucaristía. Creo que ésta es su fuerza, ésta es su mística, su identidad más profunda.
Nuestro corazón misionero se alimenta del encuentro con Jesús, que en cada Eucaristía nos vuelve a decir: “He deseado comer ardientemente esta pascua con ustedes” (Lc 22, 15)
En cada Eucaristía es el mismo Jesús, que en la persona del sacerdote, actualiza lo que ocurrió en la noche del Jueves Santo. En aquella noche, Jesús, rodeado de sus amigos íntimos, a través de gestos, resumía su vida eterna.
Aquella noche Jesús estaba celebrando la fiesta judía de la Pascua con los doce amigos. Tomó pan, lo partió y se los dio diciendo: “Tomad y comed, Esto es Mi Cuerpo que será entregado” , luego tomó la copa y dijo: “Esta es Mi Sangre que será derramada” (Cfr. Mc 14, 22-24)
Cuando uno está por morir deja a los más cercanos lo más cercanos lo más querido, lo más importante, su testamento. En ese momento Jesús nos deja la Eucaristía. Porque en realidad toda la vida de Jesús fue una Eucaristía, o sea una vida de amor entregada generosamente por nosotros. Por eso, aquella noche del Jueves Santo, Jesús se pone a lavar los pies a sus discípulos. Y les dice: “Les he dado ejemplo, para que también ustedes hagan como yo he hecho con ustedes”.
Cuando Él dice: “Haced esto en conmemoración mía” no sólo quería decir: haced exactamente los gestos que Yo he hecho, sino que con aquellas palabras, quería expresar también lo más importante: haced la esencia de lo que Yo he realizado, es decir, orezcan su vida generosamente a Dios y a los demás.
Por eso para nosotros hacer también lo que hizo Jesús aquella noche, no es solamente participar de la Misa, sino ante todo partirnos a nosotros mismos, hacerle lugar en nuestra vida, en nuestro corazón, quitar todo tipo de obstáculo hacia Él o hacia los hermanos. Dios no quiere muchas cosas de nosotros: nos quiere a nosotros. Por eso el misionero no puede limitarse a celebrar la Eucaristía, sino que también debe ser Eucaristía con Jesús.
Jesús, después de haber pronunciado aquellas palabras: “Tomad y comed, Esto es Mi Cuerpo; Tomad y bebed, Esta es mi sangre”, no dejó pasar mucho tiempo hasta cumplir aquello que había prometido: al cabo de pocas horas dio su vida y derramó su sangre en la Cruz.
Y así también cada uno de nosotros está llamado a lo mismo. Cada uno de nosotros está llamado al finalizar cada Misa, o cada momento de adoración frente al Santísimo, a tratar de poner en obra lo que celebramos. O sea, a pesar de nuestros límites, a esforzarnos en ofrecer a los demás nuestro cuerpo, es decir nuestro tiempo, nuestros talentos, nuestro servicio; en una palabra: toda nuestra vida. Estamos llamados a ser Eucaristía con Jesús.
El Padre Cantalamessa nos invita a pensar que sucedería si celebrásemos la Misa con esta participación personal, si dijéramos realmente todos “tomad y comed”, el sacerdote los dice en voz alta en el momento de la consagración, pero si todos lo dijeran en el silencio del corazón. Imaginemos cada uno de nosotros, si celebra así la Misa, y después fuéramos a lo nuestro (a la facultad, a nuestra casa, al trabajo…) y empezáramos nuestra jornada hecha multitud de pequeñas cosas. Toda nuestra vida sería una Eucaristía con Jesús.
Gracias a la Eucaristía, ya no existen vidas inútiles en el mundo: nadie debe decir de qué sirve mi vida. ¿Para qué estoy en el mundo? Estás en el mundo para el fin más sublime que existe: para ser una Eucaristía con Jesús.
Y el secreto, como lo muestra Jesús con el lavatorio de los pies, es entregarse sin reservas amar no mezquinamente, esto es, no reteniendo voluntariamente nada para uno mismo. Jesús en la Cruz fue todo Él una entrega generosa. No hubo fibra alguna de su cuerpo o sentimiento de su alma que no fuese ofrecida al Padre, todo aquello que uno guarda para sí egoístamente lo termina perdiendo, porque no se posee sino lo que se da.
Jesús se queda en la Eucaristía para que podamos decir a nuestros hermanos que nos rodean todos los días: “Tomen, coman, esto es mi cuerpo ofrecido por ustedes”. Es decir, tomen mi amistad, tomen mi tiempo, mis talentos, mi alegría: lo pongo todo a disposición de ustedes; quiero usarlo no sólo para mí, sino también para ustedes. “Hagan esto en memoria mía” significa: hagan ustedes también lo que hice Yo.
Que Dios no ayude a los misioneros a valorar y a amar a Jesús presente en la Eucaristía, y que después de cada encuentro con Él en este sacramento, podamos decir como San Juan: “En esto hemos conocido el amor de Dios: en que Él entregó su vida por nosotros. Por eso, también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos! (1Jn 3, 16).

Del Libro “Yo los envío, una historia misionera”
Grupo Misionero Nuestra Señora del Pilar

21 de marzo de 2010

Cuaresma, Eucaristía y conversión

La Cuaresma, que nuevamente nos disponemos a recorrer, es el tiempo que anualmente nos regala la Iglesia para prepararnos a la celebración de la Pascua, viviendo con mayor intensidad nuestra vida cristiana. En efecto, durante este tiempo somos invitados a profundizar nuestro camino de conversión para alcanzar una vida cristiana más plena y auténtica. Para ello se nos proponen estos días de intensa oración, austera penitencia y perseverante solidaridad.

En la convocatoria los obispos decíamos: “La Eucaristía, celebrada y prolongada en la adoración humilde, es el sacramento de la muerte y resurrección del Señor, que asegura su eficacia y actualidad.”

La Cuaresma es un tiempo en el que vivimos de forma “intensiva” la realidad de nuestra vida cristiana. En este tiempo litúrgico todo nos invita a tomar renovada conciencia del inmenso amor de Dios por nosotros. Amor manifestado en su voluntad de hacernos hijos, hermanos, familia. Amor que comparte la íntima comunión trinitaria y, por ello, nos hace partícipes de este proyecto de comunión. Pero también en la Cuaresma experimentamos la dureza de nuestro corazón y los muchos obstáculos que se interponen en el camino de la comunión ofrecida por Dios. Por ello nos sentimos llamados a la conversión; es decir a cambiar de vida para dejarnos tomar cada día más por el amor de Dios y a manifestarlo en el amor a los hermanos.

En cada Eucaristía celebrada con plena conciencia se actualiza este designio amoroso de Dios. El Padre nos regala a su Hijo, muerto y resucitado, para que por la fuerza del Espíritu Santo seamos todos sus hijos, más hermanos entre nosotros y miembros de su familia. Por ello al celebrar cada Eucaristía somos capacitados para corresponder al amor de Dios, en una creciente identificación con Cristo, obediente al Padre y servidor de los hermanos. Precisamente en esto consiste la conversión.

Desde esta perspectiva de fe, nunca vivimos con tanta plenitud lo que nos propone la Cuaresma como cuando celebramos la Eucaristía. El camino de la conversión cuaresmal pasa necesariamente por la Eucaristía. Así vida cristiana, vida cuaresmal y vida eucarística son-de alguna manera- sinónimos.

A través de la celebración eucarística, prolongada y profundizada en la adoración, el creyente experimenta la certeza del amor de Dios que le invita a participar de su vida de comunión trinitaria. La Cuaresma nos invita a avivar esta conciencia en la oración prolongada y la adoración, la meditación de la Palabra, la intimidad con el Señor. Como enseña Santa Teresa de Ávila, sólo “estando a solas con él” podemos acrecentar la certeza de su amistad.
Pero esta conciencia creyente del amor de Dios se encuentra con los obstáculos que se nos presentan a diario en el orden personal, familiar, comunitario, social para vivir esta propuesta de comunión. De aquí nace el anhelo y la práctica de la reconciliación que necesita verificarse en gestos concretos y comprometidos. La realidad de tantas familias divididas, los enfrentamientos entre diversos grupos y sectores que afectan a nuestra realidad social, y aún a la misma comunidad eclesial, nos urgen a un compromiso decidido a favor de la reconciliación. En este camino ocupa un lugar insustituible la Eucaristía ya que ella “es el Pan de la reconciliación que restaura la comunión de amor, recrea los vínculos fraternos y mueve a iniciativas reconciliadoras para reconstruir la amistad, la concordia, la unión y la paz..".

La conversión cuaresmal reclama la penitencia. Sin ella no hay posibilidad de reconciliación auténtica. Pero conviene tener presente que la penitencia cuaresmal no es una “gimnasia espiritual” destinada a autocomplacernos con nuestros propios logros; ni mucho menos es desprecio de los bienes creados. Se trata más bien del ejercicio de nuestra voluntad reconciliada, que vence nuestras tendencias egoístas y nos abre a Dios y a los hermanos. Por tanto se trata de un espíritu que caracteriza una práctica, un modo de relacionarse con Dios, con los hermanos y con las cosas de tal forma que todo se ordene a la comunión. El Sacramento de la Reconciliación nos hace más capaces para el espíritu y la práctica de la reconciliación; por ello es necesario celebrarlo con frecuencia y, de manera especial, en este tiempo. Los invito a todos a acercarse al sacramento y pido a los sacerdotes mucha disponibilidad para acoger a quienes deseen reconciliarse.

La conciencia del amor de Dios, actualizada en cada Eucaristía, y la práctica de la Reconciliación propias del tiempo cuaresmal nos abren a la solidaridad: “La Eucaristía alimenta e impulsa a los hermanos distantes al reencuentro. Pero también los hace profundamente solidarios, de manera que ya no vivan para sí mismos, sólo como individuos que se toleran, sino como miembros de un pueblo, que buscan activamente una patria fraterna y una sociedad solidaria. Porque los fieles pueden llegar a reconocer que sus vidas llegan a ser eucarísticas cuando dejan de pensar sólo en sí mismos y asumen el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio...". La vida eucarística a la que nos está invitando esta Cuaresma nos estimula a ser creativos para descubrir nuevos caminos de solidaridad entre nosotros, como individuos y como comunidad cristiana. Es la “nueva imaginación de la caridad” de la que nos hablaba Juan Pablo II. Tanto más urgente cuanto muchas son las necesidades de quienes, muy cerca nuestro, están excluidos del banquete de la vida, de la dignidad, del trabajo, de la salud, de la vivienda, de la educación. Algunos índices alentadores en el campo económico no deben hacernos perder de vista la dolorosa situación de muchos hermanos que reclaman nuestro compromiso solidario. Recordemos que todavía siguen siendo altísimos los índices de pobreza e indigencia en nuestra patria.

Por ello en esta Cuaresma somos nuevamente invitados al gesto solidario, fruto de nuestras privaciones, que se canaliza a través de Caritas a favor de nuestros hermanos más pobres. La limosna cuaresmal se convierte así en un signo elocuente de una comunidad reconciliada y solidaria que encuentra en el rostro de los hermanos más pobres al Señor que celebra cotidianamente en la Eucaristía y proclama gozosamente resucitado en la Pascua. El aporte económico para Caritas nos compromete a todos; pero nuestra creatividad debe ir más allá para que esta Cuaresma esté signada por un real paso adelante en el camino solidario de nuestra Iglesia diocesana. También en esto se manifestará nuestra conversión.

La dinámica propia de este tiempo nos lleva hacia la Pascua y ésta culmina en el mandato misionero: “vayan y anuncien” (Mt 28). De la intensidad de nuestra vida eucarística, cultivada en esta Cuaresma, esperamos un renovado compromiso evangelizador de todo el pueblo de Dios en la diócesis y en la Nación: “La celebración eucarística impulsa el testimonio misionero y ninguna otra actividad vigoriza más a la Iglesia en su misión que la Eucaristía...La Eucaristía es el alimento del amor pastoral y del fervor evangelizador que necesita el Pueblo de Dios en la Argentina al inicio del nuevo milenio..." Una intensa vida eucarística debe generar en nosotros el deseo incontenible de contar a otros lo que hemos “visto y oído” (Hech 4,20). Hoy son muchos los que todavía no conocen a Jesucristo, o lo conocen mal o lo han conocido y lo han olvidado. El vigor de toda comunidad cristiana se verifica en su impulso misionero; la Cuaresma vivida eucarísticamente es el mejor estímulo para animarnos a la misión.

El fruto de una Cuaresma vivida en clave eucarística será una comunidad cristiana que vive más intensamente la comunión y, por ello, da testimonio de una vida más reconciliada, solidaria y misionera. Esta es la gracia que pido para todos en esta Pascua, por la intercesión de la Virgen Madre.
(Carta Pastoral del obispo de Rafaela, Mons. Carlos María Franzini, para la Cuaresma de 2004)

Eucaristía y sacramento de la Reconciliación

Su relación intrínseca

20. Los Padres sinodales han afirmado que el amor a la Eucaristía lleva también a apreciar cada vez más el sacramento de la Reconciliación.[54] Debido a la relación entre estos sacramentos, una auténtica catequesis sobre el sentido de la Eucaristía no puede separarse de la propuesta de un camino penitencial (cf. 1 Co 11,27-29). Efectivamente, como se constata en la actualidad, los fieles se encuentran inmersos en una cultura que tiende a borrar el sentido del pecado,[55] favoreciendo una actitud superficial que lleva a olvidar la necesidad de estar en gracia de Dios para acercarse dignamente a la Comunión sacramental.[56] En realidad, perder la conciencia de pecado comporta siempre también una cierta superficialidad en la forma de comprender el amor mismo de Dios. Ayuda mucho a los fieles recordar aquellos elementos que, dentro del rito de la santa Misa, expresan la conciencia del propio pecado y al mismo tiempo la misericordia de Dios.[57] Además, la relación entre la Eucaristía y la Reconciliación nos recuerda que el pecado nunca es algo exclusivamente individual; siempre comporta también una herida para la comunión eclesial, en la que estamos insertados por el Bautismo. Por esto la Reconciliación, como dijeron los Padres de la Iglesia, es laboriosus quidam baptismus,[58] subrayando de esta manera que el resultado del camino de conversión supone el restablecimiento de la plena comunión eclesial, expresada al acercarse de nuevo a la Eucaristía.[59]


Algunas observaciones pastorales

21. El Sínodo ha recordado que es cometido pastoral del Obispo promover en su propia diócesis una firme recuperación de la pedagogía de la conversión que nace de la Eucaristía, y fomentar entre los fieles la confesión frecuente. Todos los sacerdotes deben dedicarse con generosidad, empeño y competencia a la administración del sacramento de la Reconciliación.[60] A este propósito, se debe procurar que los confesionarios de nuestras iglesias estén bien visibles y sean expresión del significado de este Sacramento. Pido a los Pastores que vigilen atentamente sobre la celebración del sacramento de la Reconciliación, limitando la praxis de la absolución general exclusivamente a los casos previstos,[61] siendo la celebración personal la única forma ordinaria.[62] Frente a la necesidad de redescubrir el perdón sacramental, debe haber siempre un Penitenciario [63] en todas las diócesis. En fin, una praxis equilibrada y profunda de la indulgencia, obtenida para sí o para los difuntos, puede ser una ayuda válida para una nueva toma de conciencia de la relación entre Eucaristía y Reconciliación. Con la indulgencia se gana « la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en lo referente a la culpa ».[64] El recurso a las indulgencias nos ayuda a comprender que sólo con nuestras fuerzas no podremos reparar el mal realizado y que los pecados de cada uno dañan a toda la comunidad; por otra parte, la práctica de la indulgencia, que, además de la doctrina de los méritos infinitos de Cristo, implica la de la comunión de los santos, enseña « la íntima unión con que estamos vinculados a Cristo, y la gran importancia que tiene para los demás la vida sobrenatural de cada uno ».[65] Esta práctica de la indulgencia puede ayudar eficazmente a los fieles en el camino de conversión y a descubrir el carácter central de la Eucaristía en la vida cristiana, ya que las condiciones que prevé su misma forma incluye el acercarse a la confesión y a la comunión sacramental.

(Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis)

San José y la Eucaristía

Nos podríamos fijar en esos dos aspectos de la figura de San José que pueden iluminar nuestra propia vida eucarística. José ante el misterio de Dios presente en María se sorprende. La manifestación Dios siempre sorprende. Conoce que Dios le llama a ser el esposo de María y el custodio de Jesús y acepta el riesgo que siempre supone la fe con un corazón sencillo, abierto, disponible.

Su fe se tradujo en fidelidad. Cumple la misión sin ruidos. Habla el lenguaje que mejor conoce: El lenguaje de los hechos. Siempre al lado de Jesús y de María con sentimientos de asombro y de gratitud. A San José le podríamos calificar como “Custodio de la Eucaristía”. Así lo afirma la liturgia: “Confiaste los primeros misterios de la salvación a la fiel custodia de San José”. Él acoge a Jesús presente en seno de María, él asiste a la adoración de los pastores y de los magos, él le lleva a Egipto y lo trae, él le enseña a rezar, él le busca, él contempla su crecimiento, él acepta con agrado su trabajo en el taller de Nazaret.

La Iglesia imita a José cuando suscita en los fieles los sentimientos de asombro y gratitud ante el misterio de la Eucaristía. “Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística”, decía el Santo Padre Juan Pablo II en su Encíclica (n. 5). En el pan y vino consagrados se hace presente el Señor mismo. Él en persona. Vivo. Resucitado. Dios y hombre. Nuestro mejor amigo. Nuestro Salvador.

Estamos invitados como San José a creer y a adorar. A reconocer y bendecir, a confesar y a postrarnos. Asombrados, estremecidos. Agradecidos y gozosos. Que las fiesteas de este año nos ayuden a crear actitudes de adoración, de agradecimiento, de estima hacia Cristo presente en la Eucaristía.

Hora santa de marzo

El sol brilla, enorme, candente, encandilante, en medio de desierto. El aire sofoca. Arena y polvo vuelan enloquecidas en el viento. Los labios se agrietan sobre las bocas resecas. Falta agua, el hambre aprieta.
La caravana avanza lentamente. Los hombres arrastrando sus armas; las mujeres apenas sosteniendo sus bultos y enseres; y los niños ya sin fuerzas ni siquiera para llorar.

Y, al frente, el caudillo alucinado, empecinado en la marcha. “ ¡Allá, allá! ” Apunta al horizonte lejano. “ Allá esta la tierra prometida; la tierra que mana leche y que mana miel ”. Los hombres aguzan los ojos; entrecierran los párpados las mujeres y se empinan en los pies. Pero, ni siquiera el engaño del espejismo: el horizonte es polvo, viento, hirviente sol.
Y hambre, y sed.

Sí: los han sacado de Egipto. Eran esclavos; y el hombre enviado por Dios los ha liberado. Pero ¿para qué quieren la libertad en este desierto hostil? ¿Quién se acuerda ahora de los latigazos de los capataces, de las cabezas gachas, de la amargura de la servidumbre?

¡Ah! Cuándo aprieta el tormento de la sed ¡qué bellas y frescas aparecen en el recuerdo las aguas del Nilo! Y, en medio del hambre, ¡qué banquete parecen las ollas de carne que allá comían! Y, cuando la arena se mete en los ojos y en la boca y en los oídos ¡ah! ¡el recuerdo de las sólidas paredes de las casas allá dejadas! ¡Qué importa la esclavitud cuando hay agua, comida, techo y pueden las madres cantar el arrorró a su niños y, a la tarde, los jóvenes danzar y cantar a la luz de las fogatas! ¿Por qué se nos habrá ocurrido prestar oídos a este loco y a su libertad y a su tierra prometida?

Los hombres murmuran, protestan sordamente las mujeres, y el clamor llega a Moisés: “ Ojalá –cuenta la Biblia- el Señor nos hubiera hecho morir en Egipto cuando nos sentábamos delante de las ollas de carne y comíamos pan hasta saciarnos. Nos has traído a este desierto para matar de hambre a toda esta multitud ”

Se eleva la queja al cielo.
Y también ora Moisés:”¿ Por qué tratas mal a tu siervo? ¿Por qué, señor, no he hallado gracia a tus ojos, para que hayas echado sobre mi la carga de todo este pueblo?”
Y Dios escucha. Y responde: “ Yo haré caer pan para ustedes desde lo alto del cielo ”.
Y el maná cae como copos de nieve refrescante para alimentar a su pueblo. Y las fuerzas vuelven, y el desierto ya no parece tan desierto, y los cuerpos agobiados ya pueden erguirse nuevamente, y mirar al horizonte –y hasta parece que ya, a lo lejos, pero no tan lejos, se ve algo- y, restaurados, siguen la marcha hacia la tierra prometida.

También Jesús un día llamó a nuestras puertas. Nos sacudió, nos despertó. Estábamos en Egipto, entorpecidos por el mundo que nos rodeaba, esclavos del ambiente, esclavos de nuestra pereza, de nuestros gustos, de nuestra mediocridad, de nuestros sentidos. Bajábamos la cabeza ante los capataces del mundo, de la moda, del qué dirán. Humillábamos nuestra inteligencia ante la opinión de los otros, de los diarios, de las revistas, del cine, de la televisión. Comíamos de las ollas de carne de la pavada cotidiana, de la charla tonta, de la fiesta, del bailecito, del chisme de familia, de oficina y entre vecinos. Se nos hacía agua en la boca ante las pirámides de las riquezas, de los autos último modelo, de la técnica, de los negocios y de las vidrieras de los supermercados. Bebíamos en las tranquilas aguas del Nilo nuestra pachorra burguesa –o nuestra rebeldía adocenada- buscando el placer y la comodidad. Que los látigos de los capataces siglo XX ya no duelen, sino que hipnotizan y acarician, engañan y adormecen. Quizá sí, un día, hirientes, silbarán, pero ya será tarde para escapar.

Sí, así estábamos. Hasta que un día tú, Señor, Moisés, Jesús, nos llamaste y despertaste. Nos hiciste sentir la bajeza de nuestra condición esclava y nos mostraste el sublime camino de la libertad. Tu evangelio nos habló de otros senderos; nos excitó a la lucha y al combate; nos señaló el horizonte estupendo de tu compañía en la eternidad.

Y, entonces, abandonamos Egipto -¿te acuerdas?-. Aquella vez que, harto de mis pecados, me volví a Ti y tu me sonreíste. O esotra, a lo mejor, cuando, después de ser cristiano durante tanto tiempo, me di cuenta finalmente lo que ser cristiano quería en serio decir. O, quizá, esa vez que, cansado de tanta nauseabunda chatura y mediocridad, me sacudiste con tu mirada de jefe. O esa otra en que, después de tanto tiempo, me confesé. O aquel retiro cuando me alisté en tus filas. O, simplemente, cuando de niño crucé el mar rojo del las aguas del bautismo y esa semilla creció siempre en medio de mi familia buena. Sí: me llamaste y tomé tu bandera y te seguí al desierto. Hacia la prometida tierra.

Pero ¿para qué lo vamos a negar Señor? Al principio corríamos entusiasmados. Todo parecía fácil. ¡Qué alegría ardía en nuestro pecho! ¡Descubrir la belleza del darse a los hermanos, del ser dueño de si mismo, del ser amigos tuyos, del vivir con la frente bien alta!
Pero, el camino es largo. No es la huida presurosa de un día. Es la marcha fatigosa y lenta de los años. Y tus desiertos, Señor, a veces, se transforman en calvarios. Y, perdóname Señor, si te lo digo ¡qué lindo aparece Egipto a nuestro lado! Y ¡qué lejos, qué nublado e inasible, se nos aparece tu cielo prometido! ¡Qué tentación las ollas de carne egipcia!
Sí, cristianos. Dios, Jesús, Moisés, no nos ha llamado a un fácil camino. Sed y hambre habrá. Y espina y clavos. Las oscuras noches de la oración no respondida; del precepto exigente; de los fracasos; de las caídas; del llamado de Egipto; de las penas; de la salud herida; de las ingratitudes y abandonos.
Y tendremos hambre y tendremos sed. Y solo habrá, para nosotros, hiel y vinagre.
Pero, Jesús ya lo sabe. Y Jesús no te deja solo. Y Jesús calma tu hambre. Y Jesús hace llover sobre tu alma hambrienta el pan de los ángeles.

“Yo soy el pan de vida” –dijo-.
“El que viene a mi jamás tendrá hambre;
“El que cree en mi jamás tendrá sed.”
“Yo soy el pan de vida”.
“Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para el que lo coma no muera.”
“Yo soy el pan vivo bajado del Cielo. El que coma este pan vivirá eternamente y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo.”
Cuando se haga penoso tu camino; cuando te tiente Egipto; cuando quieras reponer tus fuerzas y seguir el combate; cuanto te abrume el estar solo entre tantos egipcios porteños que se burlan; cuanto te apriete la angustia, el dolor, o la soledad y se empañe tu esperanza de eternidad; ¡soldado, ven al sagrario, Jesús te da su pan!
Canto: “Cuerpo y sangre de Jesús”.

Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh, buen Jesús!, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de Ti
Del maligno enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a Ti
Para que con tus santos te alabe.
Por los siglos de los siglos.
Amén

Oremos en silencio cinco minutos.


Señor Jesús, Pan aquí presente en la multiplicación milagrosa de los sagrarios; Dios todopoderoso, caudillo nuestro que te nos das en este maná. Preso en el copón. Preso esta noche, mañana morirás en el calvario.
No prometemos acompañarte –al menos no te lo prometemos en alta voz, para que no nos oigan: Pedro gritó su promesa delante de los demás y después te negó tres veces-. Queremos hacerte, en cambio, una promesa más modesta, silenciosa y tímida. Una promesa condicional, humilde; porque nos conocemos y nos sabemos débiles:
Si Tu nos lo pides; si nos das las fueras; si es necesario; si nos acompañas; ¡que se haga en nuestra vida tu voluntad!; aún –y “si es posible apártese de mi este cáliz”- aún si nos quieres llevar a la Cruz.
Pero, entonces, no nos niegues nunca de este Pan. Que encontremos aquí el gozo y aliento de tu compañía; que, en tu sagrada mesa, repongamos nuestras fuerzas y encontremos ayuda para nuestra debilidad. Amén.

Bendito sea Dios.
Bendito sea su Santo Nombre.
Bendito sea Jesucristo verdadero Dios y verdadero Hombre.
Bendito sea el Nombre de Jesús.
Bendito sea su Sacratísimo Corazón.
Bendito sea su Preciosísima Sangre.
Bendito sea Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar.
Bendito sea el Espíritu Santo Consolador.
Bendita sea la Incomparable Madre de Dios la Santísima Virgen María.
Bendita sea su Santa e Inmaculada Concepción.
Bendita sea su gloriosa Asunción.
Bendito sea el Nombre de María Virgen y Madre.
Bendito sea San José su casto esposo.
Bendito sea Dios en sus Ángeles y en sus Santos.

Canto: “Alabado sea el Santísimo…”

C. Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del altar.
P. Sea por siempre bendito y alabado.