Por la noche, los prisioneros se
alternaban en turnos de adoración.
Jesús Eucaristía ayudaba de un modo
inimaginable con su presencia silenciosa:
muchos cristianos volvían a la fe.
F.X. Nguyen Van Thuan
Testigos de Esperanza
alternaban en turnos de adoración.
Jesús Eucaristía ayudaba de un modo
inimaginable con su presencia silenciosa:
muchos cristianos volvían a la fe.
F.X. Nguyen Van Thuan
Testigos de Esperanza
Cuando misionábamos en los barrios de Trenque Lauquen, todas las mañanas, nos levantábamos y comenzábamos el día con una hora de adoración eucarística. Una hora frente a Jesús presente en la Eucaristía para poner en sus manos todo el día que íbamos a vivir.
Todavía recuerdo ese hecho tan lindo y tan significativo que nos ocurría cada mañana. Cuando estábamos ya por terminar nuestra hora de adoración, por las ventanas del aula donde habíamos improvisado la capillita, aparecían los rostros de aquellos niños que, con sus ojos, nos invitaban a comenzar nuestra tarea misionera. Era el mismo Jesús que, después de saciar en la oración la sed de amor que teníamos de Él, nos invitaba a saciar el amor que Él tenía de nosotros en aquellos pequeños.
La Eucaristía era nuestra fuerza. La Eucaristía es nuestra fuerza. Si hay algo que resaltaría del grupo misionero es el amor a Jesús en la Eucaristía. Creo que ésta es su fuerza, ésta es su mística, su identidad más profunda.
Nuestro corazón misionero se alimenta del encuentro con Jesús, que en cada Eucaristía nos vuelve a decir: “He deseado comer ardientemente esta pascua con ustedes” (Lc 22, 15)
En cada Eucaristía es el mismo Jesús, que en la persona del sacerdote, actualiza lo que ocurrió en la noche del Jueves Santo. En aquella noche, Jesús, rodeado de sus amigos íntimos, a través de gestos, resumía su vida eterna.
Aquella noche Jesús estaba celebrando la fiesta judía de la Pascua con los doce amigos. Tomó pan, lo partió y se los dio diciendo: “Tomad y comed, Esto es Mi Cuerpo que será entregado” , luego tomó la copa y dijo: “Esta es Mi Sangre que será derramada” (Cfr. Mc 14, 22-24)
Cuando uno está por morir deja a los más cercanos lo más cercanos lo más querido, lo más importante, su testamento. En ese momento Jesús nos deja la Eucaristía. Porque en realidad toda la vida de Jesús fue una Eucaristía, o sea una vida de amor entregada generosamente por nosotros. Por eso, aquella noche del Jueves Santo, Jesús se pone a lavar los pies a sus discípulos. Y les dice: “Les he dado ejemplo, para que también ustedes hagan como yo he hecho con ustedes”.
Cuando Él dice: “Haced esto en conmemoración mía” no sólo quería decir: haced exactamente los gestos que Yo he hecho, sino que con aquellas palabras, quería expresar también lo más importante: haced la esencia de lo que Yo he realizado, es decir, orezcan su vida generosamente a Dios y a los demás.
Por eso para nosotros hacer también lo que hizo Jesús aquella noche, no es solamente participar de la Misa, sino ante todo partirnos a nosotros mismos, hacerle lugar en nuestra vida, en nuestro corazón, quitar todo tipo de obstáculo hacia Él o hacia los hermanos. Dios no quiere muchas cosas de nosotros: nos quiere a nosotros. Por eso el misionero no puede limitarse a celebrar la Eucaristía, sino que también debe ser Eucaristía con Jesús.
Jesús, después de haber pronunciado aquellas palabras: “Tomad y comed, Esto es Mi Cuerpo; Tomad y bebed, Esta es mi sangre”, no dejó pasar mucho tiempo hasta cumplir aquello que había prometido: al cabo de pocas horas dio su vida y derramó su sangre en la Cruz.
Y así también cada uno de nosotros está llamado a lo mismo. Cada uno de nosotros está llamado al finalizar cada Misa, o cada momento de adoración frente al Santísimo, a tratar de poner en obra lo que celebramos. O sea, a pesar de nuestros límites, a esforzarnos en ofrecer a los demás nuestro cuerpo, es decir nuestro tiempo, nuestros talentos, nuestro servicio; en una palabra: toda nuestra vida. Estamos llamados a ser Eucaristía con Jesús.
El Padre Cantalamessa nos invita a pensar que sucedería si celebrásemos la Misa con esta participación personal, si dijéramos realmente todos “tomad y comed”, el sacerdote los dice en voz alta en el momento de la consagración, pero si todos lo dijeran en el silencio del corazón. Imaginemos cada uno de nosotros, si celebra así la Misa, y después fuéramos a lo nuestro (a la facultad, a nuestra casa, al trabajo…) y empezáramos nuestra jornada hecha multitud de pequeñas cosas. Toda nuestra vida sería una Eucaristía con Jesús.
Gracias a la Eucaristía, ya no existen vidas inútiles en el mundo: nadie debe decir de qué sirve mi vida. ¿Para qué estoy en el mundo? Estás en el mundo para el fin más sublime que existe: para ser una Eucaristía con Jesús.
Y el secreto, como lo muestra Jesús con el lavatorio de los pies, es entregarse sin reservas amar no mezquinamente, esto es, no reteniendo voluntariamente nada para uno mismo. Jesús en la Cruz fue todo Él una entrega generosa. No hubo fibra alguna de su cuerpo o sentimiento de su alma que no fuese ofrecida al Padre, todo aquello que uno guarda para sí egoístamente lo termina perdiendo, porque no se posee sino lo que se da.
Jesús se queda en la Eucaristía para que podamos decir a nuestros hermanos que nos rodean todos los días: “Tomen, coman, esto es mi cuerpo ofrecido por ustedes”. Es decir, tomen mi amistad, tomen mi tiempo, mis talentos, mi alegría: lo pongo todo a disposición de ustedes; quiero usarlo no sólo para mí, sino también para ustedes. “Hagan esto en memoria mía” significa: hagan ustedes también lo que hice Yo.
Que Dios no ayude a los misioneros a valorar y a amar a Jesús presente en la Eucaristía, y que después de cada encuentro con Él en este sacramento, podamos decir como San Juan: “En esto hemos conocido el amor de Dios: en que Él entregó su vida por nosotros. Por eso, también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos! (1Jn 3, 16).
Del Libro “Yo los envío, una historia misionera”
Grupo Misionero Nuestra Señora del Pilar
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