27 de diciembre de 2009

Encarnación y Eucaristía

"¿Quien no puede sentir en su interior la dulzura del Niño de Belén, que se me ha dado y se me da cada día en la Sagrada Eucaristía?", dijo el P. Alba en diciembre del 2001. Y en octubre de 1972 decía que "la Sagrada Eucaristía es la base central de nuestra religión".
Por poco que se investigue, inmediatamente se ve que hay muy profundas verdades que, desde los Padres de la Iglesia, iluminan la fe del creyente en cuanto a las relaciones entre los misterios de la Encarnación y la Eucaristía.
Alrededor del pesebre, nos encontraremos los misterios de la fe múltiplemente ligados. En los belenes o pesebres tenemos distintos tipos de dioramas que representan la Anunciación, la Visitación, el Nacimiento, el Anuncio a los Pastores, la Adoración de los Reyes, la Huida a Egipto, la Matanza de los Santos Inocentes. Todo alrededor de la Encarnación y el martirio, el sacrificio testimonial, y el banquete pascual.
El año pasado hablábamos del Amen de María. Amén, diremos al comulgar, "con profunda analogía" con el fiat de María.
De la Presentación pasamos a la Pasión por la profecía de Simeón: "una espada te atravesará el alma", y, claro está, de la Pasión al Sacrificio Eucarístico. La Virgen de la Luz es también La Dolorosa. En la Eucaristía hemos de reparar la suprema injusticia del Calvario.
Ante la Eucaristía se han postrado reyes santos como Fernando III de Castilla. Se arrodilló para recibir el Viático.
Los pañales serán señal para los pastores junto con el pesebre. El Sumo Sacerdote se reviste de pañales, como dice San Bernardo. Hemos de reconocer al sacerdote aunque no lleve casulla. El sacerdocio imprime carácter. Que no nos pase como a los fariseos, que no le reconocieron.
Lo dicho aquí lo debo al P. Horacio: "María puso al Niño en un pesebre, ya como para ser comido". El pesebre será señal para los pastores, junto con los pañales.
Por una de esas providencias que alcanzan miles de años del hilo de la historia, Belén significa "casa de pan".
Con la Eucaristía comemos al que se alimenta con la Voluntad del Padre. "Yo tengo un alimento que no conocéis, cumplir la voluntad de mi Padre" Los padres engendran y alimentan. El hijo come para hacerse como los padres. El hambre es el apetito para crecer hasta ser lo que los padres son. El amor a Dios correspondido es querer cumplir la vocación que viene de Dios.

El Cordero de Dios
Es de destacar lo que significan los corderos para el pueblo de Israel. Al pesebre acuden pastores de corderos para ver el Cordero ante el que se postran reyes.
Todo honor y gloria se da al Padre por Él, con Él y en Él. Jesucristo es Sacerdote, Víctima y Altar.
Por la entrañas insondables de la misericordia de Dios, podemos acercarnos a la Santa Misa, donde el sacerdote pone a Jesús en el altar igual que María lo puso en un pesebre, como hijos pródigos y el Padre lo celebra con un banquete, en el que nos entrega el Cordero Degollado por nuestros pecados.

La Parusía
Como el círculo del año litúrgico que gira alrededor de las dos venidas de Cristo, así también, después de la venida sacramental decimos "ven Señor Jesús".

Oración a San José
Pidamos al Glorioso Patriarca San José que nos haga partícipes de su alegría en la cueva de Belén, donde Jesús estaba, pero no se le veía y se le empezó a ver, cada vez que en altar asistamos a la consagración, cuando Jesús no está y empieza a estar, aunque no se le vea. Así preparará nuestros corazones para el momento de la comunión, como preparó la Cueva de Belén hace ya 2000 años, para que podamos pronunciar nuestro "amen" al comulgar, con analogía, a imagen y semejanza, del "fiat" de María cuando "el Verbo se hizo carne y acampó entre nosotros".


Manuel Ma Domenech I

24 de diciembre de 2009

Escucha, mira, piensa, pregunta


«Después tuvieron que venir al altar. Comenzaron a venir; los ángeles contemplaban; les vieron venir a ustedes, y aquella condición humana, que yacía envilecida bajo el tenebroso yugo del pecado, de súbito la vieron refulgir. Y entonces dijeron: ¿Quién es esta que sube desde el desierto con vestiduras blancas? (Ct 8, 5). Se admiran, pues, también los ángeles. ¿Quieres saber de qué? Escucha: el apóstol Pedro dice que nos han sido concedidas aquellas cosas que también los ángeles desean ver (1 P 1, 12). Y por otra parte sabes que: Ni ojo vio, ni oído oyó lo que Dios tiene preparado para los que le aman (1 Co 2, 9).
Entiende, pues, lo que has recibido. El santo profeta David vio simbólicamente esta gracia y la deseó. ¿Quieres saber cuánto la deseó? Oye sus palabras: Rocíame con el hisopo y quedaré limpio; tú me lavarás y quedaré más blanco que la nieve (Sal 50, 9). ¿Por qué? Porque la nieve, aunque sea blanca, puede que alguna vez se ensucie y corrompa; mientras que, por el contrario, esta gracia que has recibido, si conservas lo que se te ha dado, será duradera y perpetua.
Venías, pues, deseoso a recibir esta gracia tan grande que habías visto; venías deseoso al altar del que recibirías el sacramento. Dice tu alma: Me acercaré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud (Sal 42, 4). Depusiste la vejez de los pecados; asumiste la juventud de la gracia. Esto te otorgaron los sacramentos celestiales. Oye, pues, de nuevo a David, que dice: Se renovará como el águila tu Juventud (Sal 102, 5). Empezaste a ser como una buena águila, que tiende al cielo y desprecia las cosas terrenas. Las buenas águilas están junto al altar, porque: donde está el cuerpo, allí las águilas. El altar representa el cuerpo, y en él está el Cuerpo de Cristo. Ustedes son las águilas, renovadas por la ablución del pecado.
Te acercaste al altar; contemplaste los sacramentos puestos sobre el altar, y te admiraste de ver aquella creatura; aunque es una creatura conocida y habitual.
Alguien podría decir: Dios dio a los judíos tanta gracia, y para ellos derramó maná del cielo (Ex 16, 13-15). ¿Qué más dio a sus fieles? ¿Qué más dio a aquellos a los que prometió más?
Escucha lo que digo. Los misterios cristianos son anteriores a los misterios judíos, y los sacramentos cristianos son más divinos que los sacramentos judíos. ¿Cómo? Ahora verás. ¿Cuándo comenzaron a existir los judíos? A partir de Judá, bisnieto de Abraham; o, si prefieres, a partir de la promulgación de la Ley, o lo que es lo mismo, cuando los israelitas recibieron el derecho divino. Luego los de Abraham, en tiempos de Moisés el santo. Fue entonces cuando Dios hizo llover maná del cielo sobre los judíos que murmuraban. Sin embargo, la figura de estos sacramentos te fue manifestada ya antes, en tiempos de Abraham, cuando este recogió sus trescientos dieciocho esclavos y se puso en marcha, persiguió a sus adversarios y salvó a su descendencia de la cautividad. Cuando volvía victorioso, le salió al encuentro el sacerdote Melquisedec y ofreció pan y vino (cfr. Gn 14, 14 15). ¿Quién tenía pan y vino? Abraham no los tenía. ¿Quién los tenía, pues? Melquisedec. Luego era él el autor de los sacramentos. ¿Quién es Melquisedec, que significa rey de la justicia, rey de la paz? (Hb 7, 2). ¿Quién es este rey de la justicia? ¿Acaso cualquier hombre puede ser rey de la justicia? Luego, ¿quién puede ser rey de justicia sino la Justicia de Dios? ¿Quién es la paz de Dios, la sabiduría de Dios? (cfr. 1 Co 1 30). Aquel que pudo decir: Mi paz les dejo, mi paz les doy (Jn 14, 27).
Así pues, date cuenta, en primer lugar, que estos sacramentos que recibes son anteriores a todos los sacramentos que los judíos dicen tener, pues el pueblo cristiano empezó antes que el judío, si bien nosotros en la predestinación, ellos en el nombre.
Ofreció, pues, Melquisedec pan y vino. ¿Quién es Melquisedec? Dice el apóstol en la Epístola a los Hebreos: Sin padre, sin madre, sin genealogía, ni tienen principio sus días ni fin su vida, semejante al Hijo de Dios (Hb 7, 3). Sin padre, afirma, y sin madre. El Hijo de Dios nació por la generación celestial sin intervención de madre, porque nació solo de Dios Padre. E igualmente nació sin intervención de padre cuando nació de la Virgen, pues no fue engendrado por obra de varón, sino que nació del Espíritu Santo y de la Virgen María y salió de un seno virginal. Semejante en todo al Hijo de Dios, Melquisedec era también sacerdote, porque a Cristo sacerdote se le dice: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec (Sal 109, 4; Hb 7, 17).
Luego, ¿quién es el autor de los sacramentos, sino el Señor Jesús? Estos sacramentos vinieron del cielo, pues toda deliberación del cielo proviene. Verdaderamente, grande y divino milagro es que Dios haga llover maná del cielo sobre el pueblo; y el pueblo no trabajaba y comía.
Tú dices empero: “es mi pan corriente”. Pero este pan es pan antes de las palabras sacramentales; y cuando se consagra, del pan se hace la carne de Cristo. Veamos, pues, esto. ¿Cómo puede lo que es pan ser el Cuerpo de Cristo? ¿Por qué palabras se hace la consagración y quién las dijo? El Señor Jesús. En efecto, todo lo que se dice antes, lo dice el sacerdote: se alaba a Dios; se le dirige la oración; se le pide por el pueblo, por los reyes, por todos los demás; mas cuando llega el momento del sacramento venerable, el sacerdote ya no utiliza sus palabras, sino las palabras de Cristo. Son por tanto, las palabras de Cristo las que confeccionan el sacramento.
¿Qué es la palabra de Cristo? Ciertamente aquello por lo que todo fue hecho. Mandó el Señor y se hizo el cielo; mandó el Señor y se hizo la tierra; mandó el Señor y se hicieron los mares; mandó el Señor y se hicieron todas las criaturas. Ves, pues, qué eficaz es la palabra de Cristo. Si pues en la palabra del Señor Jesús hay tanta virtud que lo que no era empezó a ser, ¡cuánto más eficaz será para que las cosas sigan siendo lo que ya eran y se conmuten en otra cosa! El cielo no existía, no existía el mar no existía la tierra; pero oye a David que dice: Él mismo lo dijo y fueron hechas; Él mismo lo mandó y fueron creadas (Sal 32, 9; 148, 5).
Por tanto -he aquí mi respuesta- antes de la consagración no estaba el Cuerpo de Cristo, pero después de la consagración sí que está, repito, el Cuerpo de Cristo. Él mismo lo mandó y fue creado. Tú mismo antes existías, pero eras la vieja criatura; después de que fuiste consagrado, empezaste a ser una nueva criatura. Pues como dice el apóstol: Todo es en Cristo una nueva criatura (2 Co 5, 15).
Observa, pues, cómo la palabra de Cristo suele cambiar todas las cosas, y cómo puede trastocar cuando quiere las leyes de la naturaleza. ¿De qué modo?, me preguntas. Escucha, y primero de todo tomaremos ejemplo de su generación. Está dispuesto normalmente que no se engendre el hombre sino de varón y de mujer y por el acto conyugal. Pero, porque el Señor lo quiso, porque eligió este misterio, del Espíritu Santo y de una virgen nació Cristo, es decir, el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús (1 Tm 2, 5). Ves, pues, que contra la ley y el orden natural un hombre nació de una virgen.
Veamos ahora otro ejemplo. El pueblo judío era acosado por los egipcios y el mar les cortaba el paso. Por divino imperio, la vara de Moisés tocó las aguas y las aguas se dividieron, no ciertamente según la costumbre de su naturaleza, sino según la gracia del mandato celestial (cfr. Ex 14, 21). Aún otro ejemplo más. El pueblo estaba sediento, y vino a la fuente. La fuente era amarga. Echó el santo Moisés el leño en el agua de la fuente, y se volvió dulce la fuente que era amarga (cfr. Ex 15, 23 25); esto es, cambió su naturaleza y tomó la dulzura de la gracia. Todavía un cuarto ejemplo: Se cayó al agua el hierro del hacha, y como tal hierro se hundió. Echó Eliseo el leño, y al punto el hierro salió a la superficie y flotó sobre el agua (cfr. 2 R 6, 5 6), ciertamente contra su costumbre natural, pues es materia más pesada que el agua.
¿No deduces, pues, de esto qué eficaz es la palabra del cielo? Si obró en la fuente terrena, si la palabra del cielo actuó en las otras cosas, ¿no lo hará en los sacramentos celestiales? Luego has aprendido que el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y que el vino y el agua que están en el cáliz se convierten en su Sangre por la consagración celestial.
Pero dirás: “No veo las apariencias de la sangre.” Pero hay una semejanza. Así como recibiste la semejanza de la muerte, así y disfrutar, sin embargo, del precio pagado por la redención. Has aprendido, pues, que lo que tomas es el Cuerpo de Cristo.
Antes de las palabras de Cristo, el cáliz está lleno de vino y agua; cuando las palabras de Cristo han actuado, se convierte en la Sangre que redimió al pueblo. Ves, por tanto, de cuántos modos es poderosa la palabra de Cristo que convierte todas las cosas. Por consiguiente, el mismo Señor Jesús nos da testimonio de que recibimos su Cuerpo y Sangre. ¿Acaso podemos dudar de su afirmación y de su testimonio?
Volvamos ahora a lo que había dicho antes. Ciertamente es grandioso y venerable que llueva sobre los judíos maná del cielo. Pero mira. ¿Qué es más: el maná del cielo o el Cuerpo de Cristo? El Cuerpo de Cristo, por supuesto, que es Creador del cielo. Luego el que comió maná murió; pero al que come este Cuerpo le serán perdonados sus pecados y no morir jamás (Jn 6, 49.59).
Luego no en vano dices: AMÉN, cuando confiesas que recibes el Cuerpo de Cristo. Pues cuando tú te acercas a la comunión, te dice el sacerdote: EL CUERPO DE CRISTO y tú respondes: AMÉN, como diciendo “así es en verdad”. Lo que confiesas con la lengua manténlo con el afecto. Para que sepas: este es el sacramento, cuya figura ya vino antes.
¿Qué dice, por tanto, el Apóstol, cada vez que comulgamos? Cada vez que recibimos el Cuerpo de Cristo anunciamos la muerte del Señor (cfr. 1 Co 11, 26). Y si anunciamos la muerte, anunciamos también la remisión de los pecados. Si cada vez que se derrama la sangre es para la remisión de los pecados, debo entonces recibirla siempre, para que siempre me sean perdonados mis pecados. Porque soy siempre pecador y necesito siempre de la medicina.
Que el Señor Nuestro Dios os conserve la gracia que os dio y se digne iluminar con más luz los ojos que os abrió por mediación de su Hijo Unigénito, Rey y Salvador, Señor Dios Nuestro, por quien y con quien recibe la alabanza, el honor, la gloria, la magnificencia y el poder, juntamente con el Espíritu Santo, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén».

SAN AMBROSIO DE MILÁN

"Cristo todo entero"


Queridos hermanos y hermanas
hoy conoceremos a otro monje benedictino del siglo doce. Su nombre es Ruperto de Deutz, una ciudad cercana a Colonia, sede de un famoso monasterio. Ruperto mismo habla de su propia vida en una de sus obras más importantes, titulada La gloria y el honor del Hijo del hombre, que es un comentario parcial al Evangelio de Mateo. Aún niño, fue acogido como “oblato” en el monasterio benedictino de San Lorenzo en Lieja, según la costumbre de la época de confiar a uno de los hijos a la educación de los monjes, pretendiendo hacer un don a Dios. Ruperto amó siempre la vida monástica. Aprendió bien pronto la lengua latina para estudiar la Biblia y para gozar de las celebraciones litúrgicas. Se distinguió por su integrísima rectitud moral y por el fuerte apego a la Sede de san Pedro.
Escritor fecundo, Ruperto ha dejado numerosísimas obras, aún hoy de gran interés, también porque participó en varias importantes discusiones teológicas de su tiempo. Por ejemplo, intervino con determinación en la controversia eucarística, que en 1077 había llevado a la condena de Berengario de Tours. Este había dado una interpretación reduccionista de la presencia de Cristo en el Sacramento de la Eucaristía, definiendola como sólo simbólica. En el lenguaje de la Iglesia no había entrado aún el término “transustanciación”, pero Ruperto, utilizando a veces expresiones audaces, se hizo decidido defensor del realismo eucarístico y, sobre todo en una obra titulada De divinis officiis (Los oficios divinos), afirmó con decisión la continuidad entre el Cuerpo del Verbo encarnado de Cristo y el presente en las Especies eucarísticas del pan y del vino. Queridos hermanos y hermanas, me parece que en este punto debemos también pensar en nuestro tiempo; también hoy existe el peligro de redimensionar el realismo eucarístico, es decir, de considerar la Eucaristía casi como solo un rito de comunión, de socialización, olvidando muy fácilmente que en la Eucaristía está presente realmente Cristo resucitado - con su cuerpo resucitado – que se pone en nuestras manos para hacernos salir de nosotros mismos, incorporarnos a su cuerpo inmortal y guiarnos así a la vida nueva. ¡Ese gran misterio de que el Señor esta presente en toda su realidad en las especies eucarísticas es un misterio que hay que adorar y amar siempre de nuevo! Quisiera citar aquí las palabras del Catecismo de la Iglesia Católica que traerán en sí el fruto de la meditación de la fe y de la reflexión teológica de dos mil años: “Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente de hecho de modo cierto, real, sustancial: con su Cuerpo y su Sangre, con su Alma y su Divinidad. En ella está por tanto presente de forma sacramental, es decir, bajo las Especies eucarísticas del pan y del vino. Cristo todo entero: Dios y hombre” (CCC, 1374). También Ruperto contribuyó, con sus reflexiones, a esta precisa formulación.
Otra controversia, en la que el abad de Deutz se vio envuelto, tiene que ver con el tema de la conciliación de la bondad y la omnipotencia de Dios con la existencia del mal. Si Dios es omnipotente y bueno, ¿cómo se explica la realidad del mal? Ruperto reaccionó contra la postura asumida por los maestros de la escuela teológica de Laon, que con una serie de razonamientos filosóficos distinguían en la voluntad de Dios el “aprobar” y el “permitir”, concluyendo que Dios permite el mal sin aprobarlo y, por tanto, sin quererlo. Ruperto, en cambio, renuncia al uso de la filosofía, que considera inadecuada frente a un problema tan grande, y permanece sencillamente fiel a la narración bíblica. Parte de la bondad de Dios, de la verdad de que Dios es sumamente bueno y no puede sino querer el bien. Así identifica el origen del mal en el mismo hombre y en el uso equivocado de la libertad humana. Cuando Ruperto afronta este argumento, escribe páginas llenas de inspiración religiosa para alabar la misericordia infinita del Padre, la paciencia y la benevolencia de Dios hacia el hombre pecador.
Como otros teólogos del Medioevo, también Ruperto se preguntaba: ¿por qué el Verbo de Dios, el Hijo de Dios, se hizo hombre? Algunos, muchos, respondían explicando la encarnación del Verbo con la urgencia de reparar el pecado del hombre. Ruperto, en cambio, con una visión cristocéntrica de la historia de la salvación, ensancha la perspectiva, y en una obra suya titulada La glorificación de la Trinidad sostiene la postura de que la Encarnación, acontecimiento central de toda la historia, había sido prevista desde la eternidad, aún independientemente del pecado del hombre, para que toda la creación pudiese alabar a Dios Padre y amarlo como una única familia reunida en torno a Cristo, el Hijo de Dios. Él ve entonces en la mujer encinta del Apocalipsis toda la historia de la humanidad, que está orientada a Cristo, así como la concepción está orientada al parto, una perspectiva que ha sido desarrollada por otros pensadores y valorada también por la teología contemporánea, la cual afirma que toda la historia del hombre y de la humanidad es concepción orientada al parto de Cristo. Cristo está siempre en el centro de las explicaciones exegéticas proporcionadas por Ruperto en sus comentarios a los Libros de la Biblia, a los que se dedicó con gran diligencia y pasión. Encuentra así una unidad admirable en todos los acontecimientos de la historia de la salvación, desde la creación hasta la consumación final de los tiempos: “Toda la Escritura”, afirma, “es un solo libro, que tiende al mismo fin [el Verbo divino]; que viene de un solo Dios y que ha sido escrito por un solo Espíritu” (De glorificatione Trinitatis et processione Sancti Spiritus I,V, PL 169, 18).
(…) Queridos amigos, de estas rápidas pinceladas nos damos cuenta de que Ruperto fue un teólogo fervoroso, dotado de gran profundidad. Como todos los representantes de la teología monástica, supo conjugar el estudio racional de los misterios de la fe con la oración y con la contemplación, considerada como la cumbre de todo conocimiento de Dios. Él mismo habla alguna vez de sus experiencias místicas, como cuando confía la inefable alegría de haber percibido la presencia del Señor: “En ese breve momento – afirma – experimenté qué verdadero es eso que él mismo dice: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (De gloria et honore Filii hominis. Super Matthaeum 12, PL 168, 1601). También nosotros podemos, cada uno de su propia forma, encontrar al Señor Jesús, que incesantemente acompaña nuestro camino, se hace presente en el pan eucarístico y en su Palabra para nuestra salvación.

22 de diciembre de 2009

Adoración


No. No hemos tenido que pedir audiencia, ni cita, ni horario. No esperas fatigosas; ni pomposos secretarios; ni pasillos; ni antesalas; ni protocolo. No: no vestidos de etiqueta; ni preparar discursos; ni timidez; ni no saber como tratarle. Hemos simplemente venido; sin avisarle; quizá ni siquiera preparados; con el traje o vestido que usamos en el día; sin nerviosismos; con confianza -quizá con un poquito de demasiada y cachazuda confianza- y nos hemos sentado; o nos hemos arrodillado, sí, pero, a lo mejor –no: probablemente- sin renovar el asombro, el pasmo, la admiración, el temor y, a la vez, la ternura del agradecimiento. Porque, aquí, frente a nosotros –no el Papa, no la presidente, no un obispo, ni cualquier otro personajón de los deste mundo- porque, aquí, frente a nosotros, está Dios.
Dios: apenas cuatro letras para nombrarle. Un hombre, Jesús, donde amarlo. Un pequeño pedazo de pan para mirarlo y comerlo.
¿Qué más puede hacer para acercarse a nosotros? ¿Qué otra cosa podríamos exigirle?
Todos recordamos el terror respetuoso que sentían los antiguos frente a Él. Los judíos con el rostro en tierra; el monte Sinaí tronando tempestades entre humos y rayos; el rostro temible del Señor que no puede ser mirado. Su imponente obra creadora; su ser macizo e infinito; su perfección alucinante; su grandeza; su poder, su inteligencia. Solo pensarlo nos abruma. Dios: inmenso. Yo: una pulga. ¡Qué será verlo! ¡el tenerle enfrente!
Y, sin embargo, aquí está ahora, ante mí, y no estoy temblando. Ni estoy asustado, a sus pies, postrado en el piso. Ni me aniquila mi osadía de mirarlo a la cara.
¡Tu tienes la culpa, Señor! ¿A quién se le ocurre? ¡un Dios tan grande, hacerse un crío en los brazos de María! ¿A quién se le ocurre quedarse entre nosotros disfrazado de harina?
Si nos tomamos demasiado confianza; si pasamos delante de ti y quizá ni siquiera nos arrodillamos como corresponde; y si, frente a tu casa, por vergüenza u olvido o descuido, no nos signamos; si sabemos que esta aquí en los sagrarios y no te visitamos; si tantas veces solo y no te acompañamos; ¡es culpa tuya, Señor! ¿A quién se le ocurre, un pedazo de pan? ¡Nunca una espera, una antesala; recibiéndonos cuando se nos antoja, sin darte ni siquiera un cachito de importancia! ¿Cómo vas a hacerte respetar?
Y pan. ¡Humilde, pobre, blanco, pan!
Y eso que intentamos arreglarte un poco y te rodeamos de luces y de velas, de oro y de manteles, de sacerdotes estirados y de incienso. Pero, la cosa no tiene remedio porque ahí, en el centro del copón dorado, siempre lo mismo, la humildad del pan.
Señor, yo no entiendo mucho; pero, de ser Vos, me hubiera encarnado en tempestad, en viento, en rayo, en fuego; y no al alcance de las bocas, de la manos: ¡en alto pedestal; mentón erguido; soberano gesto!
Pero no: humilde pan, endeble miga, tenue espiga. ¿Cómo quieres que predique tu grandeza si te me haces niño, si te me haces trigo?
Nosotros necesitamos otras cosas: fanfarrias, tambores, vestidos largos, smoking, uniformes, plataformas, Rolex. Así nos hacemos respetar. Y que nos consideren, y que nos sonrían, y que nos aplaudan, y que nos digan ‘doctor', ‘señor', ‘Don', ‘ingeniero', ‘Excelencia', ‘Reverendo Padre'.
Claro, ya no como antes, porque hoy somos todos muy democráticos; pero ¡cómo nos gusta remarcar sutilmente las diferencias! Como aquel noble que, cuenta Manzoni, era tan humilde que preparaba una mesa para los pobres en su palacio y él mismo los servía. Pero jamás se le hubiese ocurrido sentarse y comer junto con ellos.
¡Enhiestos orgullos disfrazados de humildad! Como el cura aquel que, en la ceremonia del lavado de los pies, se enojó con uno de los doce pobres, porque, antes de la ceremonia, no se los había fregado con jabón.
Tu, Señor, en cambio, los sucios pies de Pedro, los pies de Juan, los de Tomás, Andrés, Santiago. Los pies de Judas. Mis propios sucios pies. Mis sucios pies del alma embarrados en tantos senderos equivocados; en los basurales del pecado; en la transpiración del pereza, la incuria, la mediocridad. De las canilla de tus manos y de tus pies, de la fuente de tu costado, sacas las sangre y el agua con que me lavas. ¡Pobre y despreciado Dios crucificado!
Sí: cómo pensarlo entonces ‘Dios' como nos enseña el catecismo y la filosofía: ‘Ser Supremo', ‘infinitud perfecta', ‘océano insondable e ilimitado de toda grandeza', ‘de todo poder', ‘de toda gloria', ‘de toda opulencia', ‘de toda belleza'… si insiste en lavarnos los pies. Si, en lugar de trono y de corona, cuelga ensangrentado de los ganchos de una cruz. Si, en vez de rayo y trueno, calla ensimismado en pan.
Como canta el poeta (1) español Félix José Reinoso :
“Y que, Señor, bajo ese opaco velo
la majestad se esconde,
el poder y esplendor que en luz ardiente
enciende y llena el anchuroso cielo?
¿Do el trono soberano?
¿Do está el alcázar? ¿Dónde
la corte que entre nube reverente
asiste a la deidad, de cuya mano
pende la tierra, a cuya vista airada
la mar huye espantada?
Tu bajas ¡oh! de tu esplendor desnudo,
a esta humilde morada
para habitar en el mortal mezquino,
para estrecharle en amoroso nudo.
¿Oh, Señor! ¿Qué es el hombre?
Prole infiel engendrada
en miseria y pecado, ¡Amor divino,
inmenso como Dios! ¿Así tu nombre,
tu omnipotencia y gloria y tu grandeza
se humilla a mi bajeza?
No ya, como en Horeb, de en medio al fuego
un acento imperioso:
‘Aparta', te dirá, ‘del lugar santo';
ni otra vez el mortal, entre humo ciego,
en trueno pavoroso
oirá la voz divina con espanto.
De sí pródigo Dios, al hombre, unido,
fue su víctima ya; y ora ¡oh portento!
ser quiere su alimento.
¿Cuál ¡oh! será la afortunada gente
a quien el rostro amable
su Dios así le muestre generoso?
Entonad, ¡oh mortales!, dulcemente
canto no interrumpido:
la piedad adorable
load, load del Dios que en delicioso
manjar se os da, ¡oh amor!, ¡Oh!, convertido
yo en ti viviere, el alma desmayada,
en dulzura anegada…
Oración:
Dios todopoderoso y eterno;, segunda Sagrada Persona de la Santa Trinidad; Verbo de Dios por quien todas las cosas fueron hechas y se sostienen en la existencia;, Tu que, para que no nos abrumemos, pequeñas creaturas, ante tu augusta presencia, permaneces entre nosotros velado en pan, haznos percibir siempre tu grandeza humillada por nosotros. Que nunca nos acostumbremos a tu convivencia. Que nuestro asombro y agradecimiento se renueve cada vez que nos acercamos así tan fácilmente a Ti Que tus audiencias en el sagrario, no por accesibles se nos transformen en vulgares. Que siempre estemos frente a ti confiados, pero nunca confianzudos. Que el amor increíble que así nos demuestras y el amor que queremos tenerte coexistan siempre con el respeto y reverencia que, como criaturas e hijos, Te debemos. Y, ante este sacramento donde abdicas toda pompa para bajarte a nosotros, haznos aprender la humildad.
Tu, que eres Dios y vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos.
Oremos cinco minutos en silencio.

10 de diciembre de 2009

Sí, el amor existe

La Eucaristía, explica Benedicto XVI, es el misterio del amor que todo lo transforma, y que por tanto, transforma una realidad tan simple como el pan para convertirse en presencia de Dios en la historia.

El Corpus Christi, dijo, hablando desde la ventana de su estudio, "es una manifestación de Dios, un testimonio de que Dios es amor".

"De manera única y peculiar --añadió--, esta fiesta nos habla del amor divino, de lo que es y de lo que hace --añadió--. Nos dice, por ejemplo, que regenera al entregarse a uno mismo, que se recibe al dar".

Según el Papa, "el amor todo lo transforma y, por tanto, se comprende que en el centro de esta fiesta del Corpus Christi se encuentra el misterio de la transubstanciación, signo de Jesús-Caridad, que transforma el mundo".

"Al contemplarle y adorarle, decimos: sí, el amor existe, y dado que existe, las cosas pueden cambiar para mejor y nosotros podemos esperar", afirmó.

"La esperanza que procede del amor de Cristo nos da la fuerza para vivir y afrontar las dificultades --aclaró--. Por ello, cantamos, mientras llevamos en procesión al Santísimo Sacramento; cantamos y alabamos a Dios que se ha revelado escondiéndose en el signo del pan partido".

"De este Pan todos tenemos necesidad --subrayó--, pues es largo y cansado el camino hacia la libertad, la justicia y la paz".

La Eucaristía es Jesús

Cuando una persona se está por morir, dice y deja a sus seres queridos lo más importante. Cuando un padre o una madre de familia sabe que le queda poco tiempo en este mundo, llama junto a sus hijos, a los mas cercanos, y no hay tiempo q perder; es tiempo de lo esencial, de dejar lo más querido.

Y así me imagino el jueves santo, así me imagino la última cena. Aquella noche, sabiendo Jesús que había llegado su hora, en un clima de mucha intimidad, reunió junto a sí a los discípulos y quiso dejarles un regalo que sea digno de su Padre, que lo tengan siempre, que lo puedan recibir una y otra vez como una nueva declaración de Amor. En el transcurso de la comida, parte el pan y se lo da diciendo: “Tomen y coman, esto es mi Cuerpo”. Y hace la bendición sobre la copa diciendo: “Tomen y beban, esta es mi Sangre”. Pocas horas después, Jesús mismo dará su vida en la cruz por Amor a nosotros; y, por eso, antes de irse, quiere dejarnos para siempre la Eucaristía donde se actualiza esa entrega de la Cruz, para nosotros, se actualiza el sacrificio de Jesús en su Cruz y Resurrección.

En la Eucaristía, Jesús sigue dándonos su misma Vida; con casi nada, pan y vino, nos lo da Todo, porque se da a Él mismo. Aquella noche es la noche en la que queda sellado para siempre el amor de Dios entre nosotros, para siempre. El Amor al hombre empujó a Dios a encarnarse, es decir, a nacer entre nosotros en el vientre de María. Jesús se olvidó de su condición divina y se hizo hombre. EL Amor es así: no tiene en cuenta mas que el ser amado. Incluye un olvido de si mismo que va mucho mas allá de lo pensable. Y esta inmolación por amor que empezó en la Encarnación culmina en la Cruz y, por la Resurrección, trasciende lo temporal llegando a todos los hombres gracias a la Eucaristía. Es que la Eucaristía sintetiza la totalidad del don de Dios, es Jesús que se nos entrega, que nos da su Vida, es Él mismo, es Jesús personalmente.

La Eucaristía es Jesús.

Es la Presencia de Jesús para nosotros, para mi, ya que el amor exige la presencia del ser amado, por eso Jesús se queda en la Eucaristía, para amarnos y para amarlo. Jesús se queda en la Eucaristía porque quiere salvarnos también a nosotros. Es la presencia de Dios que nos acompaña, que nos sana, que nos salva y nosotros también necesitamos esa presencia en el caminar de nuestra vida.

En una oportunidad, ocurrió un trágico motín en una cárcel de Córdoba. Fue terrible, hubo varios muertos y muchísimos heridos. De muchas maneras trataron de reestablecer el orden en el penal, que dicho sea de paso, duró varios días. Entraron familiares, abogados, jueces, psicólogos, todos hicieron el esfuerzo de frenar, lo que pintaba como una tragedia que nadie sabía cómo terminaba. Hasta que finalmente, los mismos presos pidieron ver al capellán; un sacerdote de 34 años, que desde el primer día que comenzó el motín, estuvo allí afuera, pero que no le habían permitido entrar. Fueron los mismos presos los que pidieron hablar con este joven sacerdote que hacía varios años trabajaba en el penal. Y él mismo cuenta algo muy lindo. Dice: “Cuando entré en el penal, me llevé una gran sorpresa: en seguida vino a verme uno de los presos y me dice: -Tome, padre, aquí está lo que usted nos pidió que cuidáramos.- Me llené de emoción cuando vi que lo que me entregaba era la Eucaristía. Yo siempre les había dicho”, dice el sacerdote, “que si el penal se quemaba o si pasaba algo, lo primero que tenían que salvar era la Eucaristía, porque era la Presencia del mismo Jesús entre ellos. Ni se imaginan la emoción que sentí. A partir de ese momento, comencé a caminar por todo el penal y me sentí plenamente acompañado por Dios, e iba a cada uno de los presos que iban deponiendo su actitud, sin oponer ninguna resistencia. Uno tras otro me iban entregando las armas. Y finalmente, voy a las autoridades y les entrego las armas. El penal estaba a salvo.”

Jesús en la Eucaristía está para acompañar y seguir salvando al mundo. Jesús en la Eucaristía está para nosotros, para los que quieran recibirlo y ser sus amigos. Allí esta Jesús. Nadie podrá decir que no está para él. Hay que alimentar este sentimiento de la presencia de Jesús en la Eucaristía, que está para nosotros; sentimiento de Presencia que no implica necesariamente sentimiento sensible, sino la certeza de la fe. Quizás nos puede pasar que con nuestros sentidos no captemos nada. Nos puede pasar que, al comulgar, al adorar, o al estar rezando frente al Sagrario, no sintamos nada, incluso que nos distraigamos. Pero no podemos dejar de tener la certeza de fe de que Él se quedó ahí. ¿Para qué se quedó en la Eucaristía? ¿Para quién se quedó? Para mi. Para nosotros sigue ahí con su Presencia silenciosa, pobre y obediente como estuvo en la cruz. No se quedó para ser guardado simplemente en un sagrario frío, sino para vivir en un sagrario vivo: en mi corazón. Está ahí para alimentarme a mi.

Gracias, Jesús, por este sacramento de tu Amor. Que María nos ayude a decir todos juntos, desde lo mas profundo de nuestro corazón, lo mismo que los dos discípulos que iban camino a Emaús: “Quedate con nosotros, Señor”.

La Eucaristía interpela, hoy como hace dos mil años

Comentario a la lectura del domingo vigésimoprimero del Tiempo Ordinario del padre Pedro García, misionero claretiano:

Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: «¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?». Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: «¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen». En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: «Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede». Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?». Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna.
Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios».
(Juan 6, 60-69)

Llevamos cuatro domingos -y cinco con el de hoy- pensando en la Eucaristía, preanunciada con la multiplicación de los panes y prometida por Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm. La Liturgia de la Iglesia no hace nada semejante con ninguna otra página del Evangelio. ¿Por qué esta insistencia?...

Pues, sencillamente: porque la Iglesia sabe que en la Eucaristía tiene la fuente de donde dimana toda su vida, y sabe también que toda la vida de sus hijos -la de todos nosotros- debe desembocar siempre en la Eucaristía. O comulgamos y tenemos la vida de Dios, o no comulgamos y la vida de Dios está en nosotros casi agónica, si no muerta del todo...

El Evangelio de hoy nos hace ver el desenlace de aquella dramática discusión de Jesús con sus rivales en la sinagoga, cuando les aseguró: "Yo soy el pan bajado del cielo. Y si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tendréis vida en vosotros".

Esta página nos declara la actitud de todos ante la Eucaristía, hoy como entonces. A los escribas y fariseos, que llevaban la voz cantante en la sinagoga, les oímos decir: "Pero, ¿cómo puede éste darnos a comer su carne y a beber su sangre? ¡Esto es un imposible!...".

Otros -y esto es lo peor, porque éstos son discípulos-, que dicen lo que leemos hoy: "¡Qué duro y repugnante es este lenguaje! ¿Quién lo va a entender y aceptar?...".

Finalmente, a los incondicionales que no dudan, como Pedro, el cual nos pondrá en los labios la última palabra de este drama.

Jesús está triste, vamos a hablar así. Se esperaba la reacción negativa de los jefes judíos. Pero no podía pensar que los suyos le iban a negar su adhesión y la fe. Por eso se queja ahora: "¿Esto que os he dicho os escandaliza? Pues, ¿qué diríais si me vieseis subir al cielo, donde estaba antes?".
Jesús les tiende una mano, para que no les falle la fe y no se consuma la ruptura, porque entonces están perdidos, y les dice y aconseja: "No hagáis caso de las apariencias. El Espíritu es quien da la vida, y os pido que juzguéis no según la carne, sino según el Espíritu. Mis palabras son espíritu y vida".

Judas, el que dentro de un año lo va a traicionar y entregar, es el primero en meter cizaña entre el grupo. Jesús se da cuenta, lo mira escrutador, y dice a todos disimulando con delicadeza: "¿Cómo es que hay algunos entre vosotros que no creen?..."

¡A ver si Judas y otros se dan por aludidos!... Jesús pasea entre ellos su mirada dolorida, y continúa: "Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí y creer en mí, si mi Padre no lo atrae".
Todo es obra de la gracia de Dios, que exige respuesta nuestra, que exige fe.
Aquellos discípulos disidentes no quieren dar esta respuesta a la palabra de Jesús, y se marchan despectivos, aunque Judas sigue en el grupo, pero cada vez más receloso y alejado espiritualmente.

Al ver Jesús cómo se le marchan, se dirige a los Doce, que están pensativos: "¿También vosotros os queréis ir y dejarme solo?".

Menos mal que Pedro toma la palabra decidido, y responde en nombre de los compañeros fieles con unas palabras que expresarán la fe de la Iglesia en todos los siglos por venir: "¡Señor! ¿Y a quién vamos a ir? A nadie fuera de ti. Pues solo Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído que tú eres el santo y el enviado de Dios".

Cualquiera que sabe leer el Evangelio se da cuenta de que la popularidad de Jesús cae vertiginosamente en Galilea. Si le llegan hasta tomar por un alucinado y un loco. ¡Mira que ya es algo demasiado eso de decir que va a dar de comer su carne y beber su sangre!...
Éste es el doloroso Evangelio de hoy. Y somos nosotros los que podemos decir a Jesús como Pedro y con la primera Iglesia: "¡Señor, creo!"..., igual que podemos decirle con mucho retintín, como los incrédulos de la sinagoga: "¡Eso, eso...!".

Ante el misterio de la Eucaristía no hay más razones que valgan sino la fe ciega en la palabra de Jesús: "¡Creo, y basta!... ¡Lo dice Jesucristo, y tengo bastante!... No veo nada, ¡pues, mucho mejor! Mayor gloria le doy a Cristo y mayor mérito tengo yo... Si los otros dicen que esto no es más que un recuerdo de Jesús, yo me atengo a su Palabra, que me dice categóricamente y sin más explicaciones : 'Esto es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre...'".

Sin embargo, el mejor acto fe será siempre la asiduidad en participar del sacrificio del Altar, en recibir la Comunión, y en adorar al Señor en el Sacramento, donde permanece por nosotros con presencia continua.

La Santa Misa, la Sagrada Comunión, la Visita y la Hora Santa son el apogeo de la fe. No hay miedo de que falle nunca el que hace de la Eucaristía el centro de toda vida espiritual...

¡Señor Jesucristo!
¡Gracias porque te nos diste de modo tan admirable, y porque te quedaste entre nosotros de manera tan amorosa!
Danos a todos una fe viva en el Sacramento del amor. Que la Misa dominical sea el centro de nuestra semana cristiana, la Comunión nos sacie el hambre que tenemos de ti, y el Sagrario se convierta en el remanso tranquilo donde nuestras almas encuentren la paz...

Soy yo mismo

Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: “¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo.”
(Lc 24, 36-39)

Jesús, nuestro Señor, no quiso permanecer acá en la tierra sólo por medio de su gracia, de su verdad y de su palabra, sino que también quiso quedarse en persona. Así, nosotros poseemos al mismo Jesús aunque bajo otra forma de vida. Ahora viste el traje sacramental, es verdad, pero no por eso deja de ser el mismo Jesús, el mismo hijo de Dios e hijo de María. La Eucaristía nos manifiesta el exceso de amor.

El amor quiere ver, oír, conversar y tocar.

Nada hay que pueda reemplazar a la persona amada, no valen recuerdos, obsequios ni retratos… nada: todo eso no tiene vida. ¡Bien lo sabía Jesús! Nada hubiera podido reemplazar su divina persona: nos hace falta El mismo.

¿Hubiera bastado su palabra? No, ya no vibra, no llegan a nosotros los acentos tan conmovedores de la voz del Salvador.

¿Y su evangelio? Es un testamento. ¿Y los santos sacramentos no nos dan la vida? Sí, pero necesitamos al mismo autor de la vida para nutrirla.

¿Y la cruz? ¡La cruz... sin Jesús entristece el alma! Pero ¿la esperanza...? Sin Jesús es una agonía prolongada.

¿Cómo hubiera podido Jesús, que nos ama tanto, abandonarnos a nuestra triste suerte de tener que luchar y combatir toda la vida sin su presencia? ¡Seríamos en extremo desventurados si Jesús no se encontrara entre nosotros!

En cambio, con la Eucaristía, con Jesús vivo entre nosotros y, con frecuencia bajo el mismo techo, siempre a nuestro lado, tanto de noche como de día, accesible a todos, esperándonos dentro de su casa siempre con la puerta abierta, llamando con predilección a los humildes. Jesús es el padre cariñoso que vive en medie de sus hijos. ¡Qué verdadero y enteramente nuestro es, por lo tanto, Jesús sacramentado!

La Eucaristía es la verdad principal de la fe; es la virtud por excelencia, el acto supremo
f del amor. Él baja hasta nosotros trayéndonos hasta nosotros tesoros infinitos de gracias. En la Eucaristía nos ama con pasión, ciegamente sin pensar en sí mismo, sacrificándose enteramente por nosotros.

Jesús está en la hostia. Creamos en la Eucaristía. Hay que decir "Creo, Señor, pero aumenta mi fe". Obrar así, como el buen ladrón, cuando proclamó la inocencia del crucificado, afirmamos de Jesús lo que es, sin mirar a lo que parece, o, mejor dicho, es creer lo contrario de lo que nos dicen los sentidos. Entre todos los misterios de Jesús, este es el único en el cual los sentidos deben callarse en absoluto. Se da el reinado de la fe. Creamos, creamos en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. ¡Ahí está Jes.is! Postrémonos y adoremos. Esta presencia está lo suficientemente velada para no dañarnos ,con sus resplandores, pero lo suficientemente transparente a los ojos de la fe. La felicidad y el deseo son dos elementos indispensables del amor mientras vivimos en este mundo, por eso el alma con la Eucaristía goza y desea al mismo tiempo. Come y se siente hambrienta todavía.

Además de esto, Jesús mendiga adoradores y El es quien nos ha llamado con su gracia. ¡Nuestro Señor nos deseaba, tenía necesidad de nosotros! Necesita adoradores para ser expuesto, sin que pueda en caso contrario salir de tabernáculo.

Adorar es practicar la caridad rezando per mi prójimo. Adorar es llevar la vida de los santos en el cielo. ¡Qué gracia ser parte de la corte eucarística de Jesús en la tierra, estar frente a él, ser miembro de su guardia divina y vivir en la tierra d la vida celestial!


San Pedro Julián Eymard

Hora santa

Contemplación

Santo, Santo, Santo es Jesucristo en el Santísimo Sacramento del Altar. Jesús, Tú eres Santo y más que Santo. Silenciosamente Te haces presente en un sencillo y pequeño pedazo de pan y estás frente a mí. Concédeme entender con el corazón, que Tú estás vivo ahí y que es por mí. Dame Señor una fe viva que me haga consciente de Tu presencia real en la hostia Consagrada. Oh Jesús, concédeme en este momento la gracia de adorarte con todo mi ser: mi alma, mi espíritu y mi cuerpo.
¡Santos y Ángeles, vengan y adoren conmigo a Jesucristo, el Señor resucitado que está en verdad ante mí! María, Madre del Salvador y madre de todos nosotros, acomáñanos Tú también. Tú me has invitado a adorar a Jesús en el Santísimo Sacramento y me has asegurado que no estaría solo.
¡Oh María, gracias por Tu presencia! Como Santo Tomás, yo quisiera decir: ¡Señor mío y Dios Mío! No te pido Jesús que extiendas ante mí Tus manos y me muestres tus heridas. Yo creo que aquí estás Tú, verdaderamente vivo y realmente presente en Tu cuerpo, alma y divinidad, con la plenitud de Tu amor. Por eso me postro ante Ti y guardo silencio... (Contempla un momento la grandeza de este misterio) Padrenuestro, Ave María y Gloria... (En caso de una adoración comunitaria, cantar un himno eucarístico o bien, meditar el Salmo 58, 12).
"...y se dirá: Si hay un fruto para el justo; sí, hay un Dios que juzga la tierra".
Tú eres mi Dios
Jesús, Tú eres mi Dios. Eres fuente de santidad, porque eres la santidad misma. Sólo a Ti y a nadie más debo adorar. Por eso es que hago a un lado todas las cosas, personas y planes. Me despojo de cualquier otro pensamiento, para ocuparme tan sólo de adorarte. Quiero que mi mente y mi corazón sean uno Contigo. Con todo mi ser, me entrego enteramente a Ti.
Madre mía, me doy cuenta que soy indigno de adorar a Jesús. Gracias por acompañarme, porque no hay en el mundo persona más digna que Tú de adorar y de amar a Jesús. Y es que Tú eres Su Madre, amorosa y fiel. María, por eso Te entrego mi corazón, para que Tú puedas adorar a Jesús en mí y conmigo. Madre, Te consagro a mi familia, a mis seres queridos, a mis amigos, a mi comunidad, a mi pueblo y a mi Iglesia.
Oh Madre, Te amo intensamente y me ofrezco a Ti. Por medio de Tu amor, Tu bondad y Tu gracia, ¡sálvame! Quiero pertenecerte por entero. Te amo infinitamente y quiero que Tú me protejas. Desde el fondo de mi corazón Te pido, Madre misericordiosa, que me prestes Tu bondad, para que sea yo capaz de amar a mi prójimo como Tú amaste a Jesús. Ayúdame a ser grato a Tus ojos. Me pongo totalmente en Tus manos y Te pido que me acompañes en cada momento de mi vida, Tú que eres la llena de gracia. Amén Jesús me he consagrado a Tu Madre para poder pertenecerte a Ti de forma más perfecta. Concédeme ser Tuyo con María, como ella lo fue. Mira el amor que ella Te tiene y concédeme amarte cada día de mi vida, tal y como María Te amó aquí en la tierra. Aparta de mi corazón toda soberbia, egoísmo y cualquier sentimiento que me impida adorarte profundamente.
(Permanece en silencio)
Padrenuestro, Ave María y Gloria...
(Canto eucarístico o bien, medita el Salmo 104, 1-2; 33-34)
<<¡Alma mía, bendice a Yahveh! ¡Yahveh, Dios mío, que grande eres! vestido de esplendor y majestad, arropado de luz como un manto, Tú despliegas los cielos lo mismo que una tienda...>>
A Yahveh mientras viva he de cantar, mientras exista salmodiaré para mi Dios. Yo en Yahveh tengo mi gozo>>



Jesús, Tu me amaste hasta la muerte y más que eso. Naciste por mí, viviste por mí, moriste y resucitaste por mí. Al percatarte de que Tu muerte Te separaría de mí, supliste por amor Tu ausencia, quedándote conmigo y por mí en el Santísimo Sacramento. ¡Bendito seas Jesús en este simple pedacito de pan que es la Hostia Consagrada! ¡Seas por siempre alabado Señor, Tú que eres el único digno de toda gloria y alabanza!
¡Bendigo y glorifico al Padre Celestial que Te envió a dar Tu vida a nosotros y por nosotros! Gloria y alabanza al Espíritu Santo que, por intercesión de María, clama en mí: ¡gloria y alabanza, por siglos de los siglos!
Señor, permíteme adorarte en todas las iglesias del mundo: ¡bendito y alabado seas en cada Hostia Consagrada!
¡Bendito y alabado seas en todas las comuniones en las que me he encontrado Contigo! Yo te glorifico y ensalzo, en reparación de cada uno de esos encuentros, en los cuales Te recibí sin haber estado realmente consciente de que Tú, el Dios vivo y verdadero, habías venido a mí. ¡Bendito seas Jesús, por cada momento que hasta ahora he pasado Contigo y por todos los que viviré en el futuro! ¡Bendito seas por aquellos que Te reciben con fe, porque viven en el amor, inspirados por Ti! Quiero glorificarte y pedirte perdón, por los que se oponen a Ti y Te persiguen. Quiero adorarte Señor y consolar el dolor que Te causan aquellos que Te reciben, sin darse cuenta de Tu presencia amorosa en la Eucaristía. Perdónalos Jesús, porque al término de la Santa Misa salen a la calle y se comportan como si no te hubieran recibido. ¡Oh Señor, bendito y glorificado seas, porque has venido a traer Tu amor y Tu vida en abundancia a los que se acercan a Ti!
(Permanece en silencio y deja que estas palabras resuenen en tu interior)
Padrenuestro, Ave María y Gloria...
(Canto eucarístico o bien, medita el Salmo 145, 1-2; 7-10)
"Yo te ensalzo oh Rey Dios mío, y bendigo tu nombre para siempre jamás; todos los días te bendeciré, por siempre jamás alabaré tu nombre;...
...se hará memoria de tu inmensa bondad, se aclamará tu justicia.
Clemente y compasivo Yahveh, tardo a la cólera y grande en amor; bueno es Yahveh para con todos, y sus ternuras sobre sus obras.Te darán las gracias, Yahveh, todas tus obras Y tus amigos te bendecirán..."


Señor Jesús, permite que cada palabra que pronuncie durante esta oración, sea en unión con Tu Espíritu Santo. No permitas que sean expresiones huecas. Inspírame para poder comprender Tu palabra, con las cuales has querido atraerme completamente a Ti. Tu dijiste que eras alimento para nuestro espíritu, para nuestra vida, para saciar toda hambre, pero primero y antes que nada, para suplir nuestra hambre de amor. Jesús, alimenta mi alma, ahora que Te estoy adorando.
Convencido por Tu palabra, la cual se aplica también a mí, aquí estoy Jesús y Te imploro: ¡dame de comer, dame de beber! Estoy hambriento y sediento. Nada podrá calmar mi hambre y mi sed, nada sino Tú, porque todo es pasajero, todo es imperfecto. ¡Gracias porque Tú eres la respuesta a todas mis necesidades y anhelos!
(Permanece en silencio)
Jesús, aquí estoy de rodillas ante Ti, en nombre de todos aquellos que tienen hambre y sed de verdad, de justicia, de amor y de reconciliación.
Estoy de rodillas ante Ti, en nombre de todos los que están sedientos y andan en busca de bebidas que embriagan y los conducen a la muerte y no a la vida. ¡Oh Pan de Vida Eterna, estoy de rodillas ante ti en nombre de los que están en conflicto y hacen las guerras; de los que odian y se persiguen unos a otros; de los que con celo se acechan mutuamente, a causa del pan terrenal! Jesús, revélate a ellos, Tú que eres el pan celestial de vida eterna.
Haz que Te encuentren y que sientan Tu presencia, de tal manera que no continúen vagando por el mundo, siendo golpeados por el pecado y por el mal. Jesús, Tú que eres el maná del Padre para los viajantes que peregrinamos por el desierto de este mundo, atiende la oración que Te ofrezco por todos aquellos que tienen hambre del pan terrenal; que trabajan y no reciben salario, porque son explotados por los más ricos y poderosos.
Deja Señor que mi corazón se postre ante Ti y se sumerja en Tu presencia. Haz que Tu vida me absorba completamente, de tal manera que me llene de Tu dulzura, para que pueda transmitirla a todos aquellos que Te buscan. ¡Que nunca más amargue yo la vida de nadie! Déjame ser pan de vida Contigo.
(Medita en silencio)
Padrenuestro, Ave María y Gloria...
(Canto eucarístico o bien, medita el salmo 103, 17-22)
<< Mas el amor de Yahveh desde siempre hasta siempre para los que le temen, y su justicia para los hijos de sus hijos, para aquellos que guardan su alianza, y se acuerdan de cumplir sus mandatos. Yahveh en los cielos asentó su trono, y su soberanía en todo señorea. Bendecid a Yahveh, ángeles suyos, héroes potentes, ejecutores de sus órdenes, en cuanto oís la voz de su palabra. Bendecid a Yahveh, todas sus obras, en todos los lugares de su imperio. ¡Bendice a Yahveh, alma mía!

Alabanza

Jesús, Tú eres el plan celestial que da vida al mundo, el misterio incomprendido, el Verbo del Padre para todos nosotros. Me lleno de paz al estar Contigo y pienso ahora en otra de Tus palabras, que Tu Madre me ha exhortado a meditar.
Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero
Por eso os digo: No andéis preocupados por vuestra vida, que comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os visteis. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo; no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? Por lo demás, ¿quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo a la medida de su vida? Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Observad los lirios del campo, como crecen; no se fatigan ni hilaran. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria vistió como uno de ellos. Pues si la hierba del campo que hoy es y mañana se hecha al barro, Dios así viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe? No andéis pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura. Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio mal." (Mt. 6, 24-34).
(Medita en silencio)
¡Bendito y alabado seas por siempre, Oh Señor mío, porque hablas con estas palabras! Sí, Tú eres mi amo y mi maestro, no tengo otro ni quiero tenerlo. No Te alejes de mí, porque no deseo servir a nadie más que a Ti. Ahora, en presencia Tuya, me desprendo de todas mis preocupaciones, ansiedades, miedos y desconfianzas. Te hago entrega de cuanto me preocupa. Es difícil vivir atado y encadenado, pensativo y ansioso... Y Tú me ofreces que viva, con Tu amor, la libertad de las aves del cielo y la belleza de los lirios del campo...
A causa de mis preocupaciones y planes, no tengo tiempo para mis familiares y amigos, mucho menos para ocuparme de otros. ¿Podría alguna otra persona ofrecerme una promesa mejor que la que Tú me das, cuando me dices que Tú te harás cargo de todo? ¡Oh Dios, Tú quieres que yo sea como niño, desde que anochece hasta que amanece, viviendo alegre y sin preocuparme por nada! Después de meditar Tus palabras, me pregunto si será posible. Y sí, sí lo es, porque Tú Jesús así lo dices y yo sabré entenderlo, cuando Tú lo seas todo y estés por encima de todo para mí.
Oh Jesús, ¿cómo no glorificarte, cómo no adorarte? No puedo sino orar a Ti, día y noche. Si esto es así ayúdame a entenderlo, de tal manera que Tú lo seas todo para mí.
(Permanece en silencio)
Padrenuestro, Ave María y Gloria...
(Canta o medita el Salmo 22)
Yahveh es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierva me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce; y conforta mi alma; me guía por senderos de justicia, en gracia de su nombre. Aunque pase por valles tenebrosos, ningún mal temeré, porque Tú vas conmigo; tu vara y tu cayado, ellos me sosiegan. Tú preparas ante mí una mesa frente a mis adversarios; unges con óleo mi cabeza, rebosante está mi copa. Sí, dicha y gracia me acompañarán todos los días de mi vida; mi morada será la casa de Yahveh a lo largo de los días.


Jesús, Tu dijiste que había venido por los enfermos y pecadores. Te doy gracias, porque en Tu Santidad, perdonaste todos los pecados y compartiste Tu pan con los pecadores. Gracias porque no temiste las críticas de aquellos, que a sí mismos se consideraban justos, despreciando a otros por sus pecados e indignidad. Por tanto, ahora Te pido que me perdones y me purifiques de todos mis pecados. Gracias Jesús porque Tu nos has llamado a todos los cristianos a actuar como Tú: a amar incondicionalmente y sin esperar nada a cambio. De rodillas ante Ti, hoy me decido a seguir Tu camino y Te pido que me consideres digno de orar, en Tu nombre, por mi propia purificación y sanación. Aún más, Te doy gracias, porque sé que estás dispuesto a sanar a otros, a través de mi oración. Te pido también Señor, que los invites a reanudar su amistad Contigo. ¡Oh Jesús, quiero ser digno de Ti!
María, Madre de todo consuelo, acompáñame y ora conmigo, para que a partir de este momento, yo sea tan puro como la nieve y sea capaz de obrar en beneficio de aquellos, por quienes deseo interceder Contigo ante Tu Hijo Jesús.
(Ora por todos aquellos que sabes que necesitan ser sanados por Jesús, para reanudar su amistad con Él)
Padrenuestro, Ave María y Gloria..
(Canto eucarístico o Salmo 103, 8-10; 13)
"Clemente y compasivo es Yahveh tardo a la cólera y lleno de amor no se querella eternamente ni para siempre guarda rencor; no nos trata según nuestras culpas. ...Cual la ternura de un padre para sus hijos, así de tierno es Yahveh para quienes le temen".


Jesús, después de permanecido en Tu adoración, mi corazón se ha llenado de gozo. Ahora tengo la certeza de que Tú Te harás cargo de mí y de todas aquellas personas, mis hermanos y hermanas, por quienes he intercedido con María ante Ti. Al concluir esta adoración, prometo ocuparme más de Ti y de Tu palabra. Quiero entregarme - por medio de la oración, de la meditación, de la adoración y del ayuno - a experimentar Tu amor y derramarlo en los demás.
Sé que aún me espera un largo viaje y que mi destino final está lejano. Pero a pesar de ello, Te doy gracias, por la esperanza que has encendido en mi corazón y por el amor que en él ha nacido hacia Ti y al mismo tiempo hacia mis hermanos y hermanas.
Te ruego Jesús, que por medio de la Sagrada Eucaristía hagas morada en mi corazón. Quiero que cada día crezcas dentro de mí. Sana mi alma y mi cuerpo. Manténme a salvo de toda enfermedad física y mental, de todo mal contagioso e incurable.
Al mismo tiempo, Te suplico que cures y consueles a todos mis hermanos y hermanas enfermos y desdichados. ¡Glorifícate a Tí mismo en nosotros Señor! ¡Que Tu rostro brille a través de nosotros sobre toda la humanidad!
María, quédate también Tú conmigo. Tú eres la Madre del Emanuel, la Madre del Dios que decidió permanecer siempre entre nosotros.
Padrenuestro, Ave María y Gloria...


Bendición con el Santísimo Sacramento

Adoremos reverentes A tan grande Sacramento En vez de la antigua alianza Ya es el nuevo testamento; No lo ven nuestros sentidos, Mas la fe lo está diciendo.
Honor, gloria y bendiciones A Dios, Padre sin principio, Y las mismas alabanzas Al hijo de El nacido, Y al Espíritu de ambos, Nuestro Dios único y Trino. Amén.
Oremos: Señor nuestro Jesucristo, que en este sacramento admirable nos dejaste el memorial de tu pasión, concédenos venerar de tal modo los sagrados misterios de Tu cuerpo y de Tu Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de Tu redención. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

Es sólo cuestión de fe

Fiesta de Sto. Tomás, apóstol
3 de julio de 1993
J.M.J.
Querido padre Tomás:

¡Feliz día de tu Santo! Algo muy gracioso me sucedió hace un par de años. Estaba pensando en ello cuando decidí escribirte. Lo que pasó fue que el padre Martín Lucia y yo fuimos juntos a un retiro espiritual. Como yo tenía un resfrío muy fuerte y estaba tosiendo, el padre Martín me sugirió que tomara un trago de coñac para que me ayudara a dormir. No había llevado despertador y estaba preocupado que si tomaba el trago no iba a poder levantarme a las 3:00 a.m. para mi hora Santa con el Señor en el Santísimo Sacramento.



El padre Martín me aseguró que Dios iba a encontrar la forma de despertarme, así tomé el coñac. ¡Pum! A las 3:00 a.m. oí un fuerte golpe seguido de otros en la puerta. Esperando ver al padre Lucia cuando abrí la puerta, me quedé muy sorprendido al mirar hacia abajo y ver a un perro en su lugar. El perro había entrado a la casa, subido la escalera, se había puesto de espalda a la puerta y con la cola la golpeaba hasta que me levanté a abrirla. A la mañana siguiente me enteré que el perro nunca entraba a la casa.



Estoy sentado aquí pensando para mis adentros: Si Dios puede utilizar un perro para llevarme a mi hora Santa, ¿no podría usarme a mí, querido Tomás, para acercarte más al Santísimo Sacramento? Quiero seguir escribiéndote en mi máquina de escribir, con la misma fuerza del perro que golpeaba mi puerta, hasta que por la gracia de Dios empieces a hacer una hora Santa por día y tengas Adoración Perpetua en tu parroquia.



Es solo cuestión de fe, ¡fe en que el Santísimo Sacramento es realmente la persona de Jesús, aquí con nosotros, en este mismo lugar y en este mismo momento! Tu tocayo no creyó que Jesús había resucitado, “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré” (Jn 20,25).



Por esta razón se le llama: “Tomás el Incrédulo”. ¿Quién es hoy “Tomás el Incrédulo”? La gente cree en la Resurrección pero, ¿saben dónde mora el Señor resucitado? ¡Hoy, “Tomás el Incrédulo” es aquel que no cree que el Santísimo Sacramento es Jesús, nuestro Salvador Resucitado, con todo el poder de Su Resurrección, que derrama gracias abundantes sobre todos aquellos que se acercan a Su divina presencia!



Muchos dirán que “sí” creen en la Presencia Real. Pero la fe es mucho más que una aprobación intelectual. La creencia es inseparable del comportamiento. Si creemos que Jesús está presente en el Santísimo Sacramento, entonces nos comportamos de acuerdo a nuestra creencia. Vamos a Él, nos acercamos a Él, correos hacia Él. San Pablo dice, “La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven” (Heb 11,1).



Si pudieras ver a Jesús en el Santísimo Sacramento, Tomás, ¿no reservarías una hora todos los días para estar con Él? Si pudieras verlo como realmente Él es, ¿no tendrías Adoración Perpetua en tu parroquia? El mundo entero vendría día y noche a verlo y a estar con Él.



Imagínate lo que sucedería si Jesús se hiciera visible en el Santísimo Sacramento. Todo el mundo querría tomar el primer vuelo hacia las Filipinas para ir a tu parroquia. Y, ¿no le diría Jesús a cada uno lo que le dijo al apóstol Tomás: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído”? (Jn 20,29).



En el Evangelio de hoy, Jesús se le aparece a Tomás para que crea que ha resucitado. La maravilla más grande de su amor no es que Él se te aparezca; Jesús te espera en el Santísimo Sacramento. Él quiere que vayas a Él por la fe, para que por toda la eternidad te pueda llamar “BIENAVENTURADO”.



Su amor es más que decir: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente” (Jn 20,27).



Jesús en el Santísimo Sacramento es el mismo que dijo estas palabras a Tomás, el mismo que atravesó las puertas cerradas y que se presentó en medio de loa apóstoles y les dijo: “La paz esté con vosotros”.



Esta es la paz que Jesús quiere que tengas en tus horas santas. La experiencia de esta paz es mucho mayor que si Jesús te mostrara sus llagas. Sus llagas no se ven en el Santísimo Sacramento. Sus llagas son ahora la belleza del paraíso. Estas llagas brillan más gloriosamente que el sol. Estas llagas son fuente de Gracia.



Jesús quiere darte la plenitud de estas gracias, que vengas a Él por la fe. Por eso es mucho mejor que Él no te muestre Sus llagas visiblemente como al apóstol Tomás, porque Él quiere derramar sobre ti las gracias invisibles de estas llagas con todo el merito, toda la gloria, la belleza y el amor salvífico que emanan de ellas.



Con cada hora Santa que hagas, le estás diciendo a Jesús: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28).
Y cada vez Él te dice: “Dichoso eres, Tomás, porque no has visto y has creído”.
Fraternalmente tuyo enSu Amor Eucarístico,
Mons. Pepe



Tomado del libro, “Cartas a un hermano sacerdote”, escrito por Rev. Vincent Martín Lucia y Rev. Mons. Josefino Ramírez. Este libro es un conjunto de 30 cartas sencillas y cariñosas escritas por monseñor Josefino Ramírez, Vicario General y Canciller de la Arquidiócesis de Manila, Filipinas, al padre Tomás Naval, un joven sacerdote y amigo. En estas cartas le explica la importancia de la Adoración Eucarística y le exhorta a tener Adoración Perpetua en su parroquia.

9 de diciembre de 2009

¿Por qué este blog al mundo?



Ser todo de Dios como Cristo es todo del Padre

Mi alma tiene sed de Dios.
Yo busco tu Rostro, Señor.
Como busca la cierva corrientes de agua. Así te busca mi alma.

Día a día crecen estos deseos en el corazón de los creyentes.

Son muchos los que, sintiéndose llamados a ser todo de Dios como Cristo es todo del Padre por medio de un renovado fervor eucarístico, descubren la necesidad de encontrar un medio en el cual puedan nutrirse y crecer en este caminito de santidad.

Así es que surge el deseo de formar una fraternidad eucarística virtual que brinde el servicio de crear un espacio en Internet donde se pueda alimentar con solidez cada alma y cada fraternidad eucarística que, en distintos lugares y estados de vida, el Espíritu Santo va suscitando.

Un lugar donde brille la Luz de:

. un renovado fervor eucarístico
. la Palabra de Dios
. la presencia de María Inmaculada
. el Magisterio de los Papas.
. el ejemplo de los Santos
. las enseñanzas de Juan Pablo II
. la vida eucarística de la Iglesia
. y los testimonios de muchos.

De esta manera se acrecentará el espíritu de Fraternidad, descubriendo que estamos unidos en la misma Iglesia.

Al mismo tiempo será un servicio que buscará acercar el Manantial que brota de la Eucaristía para todos los hombres.

El hombre de hoy, aún sin saberlo, tiene sed de Dios. Está sediento de Él. Y es la Eucaristía, Fuente de Agua Viva, la que puede saciar esa sed.

Será un modo de repetir la gesta apostólica del apóstol Pablo:

“Pablo, de pie, en medio del Aréopago, dijo: “Atenienses, veo que ustedes son, desde todo punto de vista, los más religiosos de todos los hombres. En efecto, mientras me paseaba mirando los monumentos sagrados que ustedes tienen, encontré entre otras cosas un altar con esta inscripción: “Al dios desconocido”. Ahora, yo vengo a anunciarles eso que ustedes adoran sin conocer.”

El mundo de Internet es el nuevo Aréopago. Y es aquí donde esta fraternidad eucarística quiere anunciar a Jesús Eucaristía:
Porque es a Él a quien el hombre busca cuando quiere ser feliz.

Es a Él a quien buscamos, aunque sea a tientas.

Es en Él en quien vivimos, nos movemos y existimos.

Él no está lejos de nosotros.

Seguiremos descubriendo, junto a María y como María, que nuestra alma canta la grandeza del Señor porque ha mirado la humildad de su servidor.

Que Jesús sea adorado y María sea amada.

5 de diciembre de 2009

Santa Teresa de Jesús y la Eucaristía


"¿Pero es que no tenemos en la Eucaristía a Jesús viviente, real y verdaderamente presente ante nosotros? ¿Por qué buscar más?"

Santa Teresa de Jesús

Santo Padre Pío y la Eucaristía

"Cada mañana, antes de unirme a él en el Santísimo Sacramento, siento que mi corazón es atraído por una fuerza superior. Siento tanta sed y hambre antes de recibirlo, que es una, maravilla que yo no muera de ansiedad. Cuando terminó la Misa, me quedo con Jesús para rendirle gracias. Mi sed y mi hambre no disminuyen después de haberle recibido en el Santísimo sacramento, sino mas bien, aumentan constantemente. El corazón de Jesús y mi propio corazón, se fundieron. Ya no eran dos corazones palpitantes, sino solo uno. Mi corazón se perdió como una gota de agua se pierde en el océano."
Padre Pío

En la escuela de María, mujer eucarística

Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía. Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él.
A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, « concordes en la oración » (cf. Hch. 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos « en la fracción del pan » (Hch 2, 42).
Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer « eucarística » con toda su vida. La Iglesia, tomando a María coma modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio.
Mysterium fidei! Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Última Cena, en cumplimiento de su mandato: «¡Haced esto en conmemoración mía!», se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: « Haced lo que él os diga » (Jn 2, 5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: « no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así "pan de vida" ».
En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.
Hay, pues, una-analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el-amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió « por obra del Espíritu Santo » era el « Hijo de Dios » (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.
« Feliz la que ha creído» (Lc 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. -Cuando, en la Visitación, lleva en su seno-e! Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en «tabernáculo» --el primer «tabernáculo »-de la historia— donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como « irradiando » su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?
María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén « para-presentarle al Señor »{Lc 2, 22), -oyó anunciar al anciano Simeón-que aquel-niño sería« señal de contradicción » y también que una « espada » traspasaría su propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el « stabat Mater » de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de « Eucaristía anticipada » se podría decir, una « comunión espiritual » de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como « memorial » de la pasión.
¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: « Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros » (Lc 22,19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz.
-« Haced esto -en recuerdo mío »-(Lc 22, 19). En el-« memorial »-del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado acabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: « !He aquí a tu hijo¡ ». Igualmente dice también a todos nosotros: « ¡He aquí a, tu madre! » (cf. Jn 19, 26.27).
Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros—a ejemplo de Juan— a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente.
En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magníficat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama « mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador », lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre « por » Jesús, pero también lo alaba « en » Jesús y « con » Jesús. Esto es precisamente la verdadera « actitud eucarística ».
Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres {cf. Lc 1, 551 anunciando -la que supera a todas ellas, -la encarnación redentora. En el Magníficat, en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la « pobreza » de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se « derriba del trono a los poderosos » y se « enaltece a los humildes » (cf_ Lc 1, 52). María canta el « cielo nuevo » y la « tierra nueva » que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su 'diseño' programático. Puesto que el Magníficat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat!
« Ave, verum corpus natura de Maria Virgine! ». Hace pocos años he celebrado el cincuentenario de mi sacerdocio. Hoy experimento la gracia de ofrecer a la Iglesia esta Encíclica sobre la Eucaristía, en el Jueves Santo de mi vigésimo quinto año de ministerio petrino. Lo hago con el corazón henchido de gratitud. Desde hace más de medio siglo, cada día, a partir de aquel 2 de noviembre de 1946 en que celebré mi primera Misa en la cripta de San Leonardo de la catedral del Wawel en Cracovia, Mis ojos se han fijado en la hostia y el cáliz en los que; en cierto modo, el tiempo y el espacio se han « concentrado » y se ha representado de manera viviente el drama del Gólgota, desvelando su misteriosa « contemporaneidad ». Cada día, mi fe ha podido reconocer en el pan y en el vino consagrados al divino Caminante que un día se puso al lado de los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y el corazón a la esperanza (cf. Le 24, 3.35).
Dejadme, mis queridos hermanos y hermanas que, con íntima emoción, en vuestra compañía y para confortar vuestra fe, osdé testimonio de fe en la Santísima Eucaristía. « Ave, verum corpus natum de Maria Virgine, / vere passum, immolatum, in cruce pro homine! ». Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira. Misterio grande, que ciertamente nos supera y pone a dura prueba la capacidad de nuestra mente de ir más allá de las apariencias. Aquí fallan nuestros sentidos —« visus, tactus, gustus in te fallitur », se dice en el himno Adoro te devote—, pero nos basta sólo la fe, enraizada en las palabras de 'Cristo y que los Apóstoles nos han transmitido. Dejadme que, como Pedro al final del discurso eucarístico en el Evangelio de Juan, yo le repita a Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en nombre de todos vosotros: « Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna » (Jn 6, 68).
En el alba de este tercer milenio todos nosotros, hijos de la Iglesia, estamos llamados a caminar en la vida cristiana con un renovado impulso. -Como he escrito en la-Carta apostólica Novo -millennio ineunte, no se trata de-« inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste ». La realización de este programa de un nuevo vigor de la vida cristiana pasa por la Eucaristía.
Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen. En la Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el amor al Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia?
El Misterio eucarístico —sacrificio, presencia, banquete —no consiente reducciones ni instrumentalizaciones; debe ser vivido en su -integridad, sea durante la celebración, sea en el íntimo coloquio con Jesús apenas recibido en la comunión, sea durante la adoración eucarística fuera de la Misa. Entonces es cuando se construye firmemente la Iglesia y se expresa realmente lo que es: una, santa, católica y apostólica; pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo; sacramento universal de salvación y comunión jerárquicamente estructurada.
La vía que la Iglesia recorre en estos primeros años del tercer milenio es también la de un renovado compromiso ecuménico. Los últimos decenios del segundo milenio, culminados en el Gran Jubileo, nos han llevado en esa dirección, llamando a todos los bautizados a corresponder a la oración de Jesús « ut unum sint » (Jn 17, 11). Es un camino largo, plagado de obstáculos que superan la capacidad humana; pero tenemos la Eucaristía y, ante ella, podemos sentir en lo profundo del corazón, como dirigidas a nosotros, las mismas palabras que oyó el profeta Elías: « Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti » 1 Re19, 7). El tesoro eucarístico que el Señor ha puesto a nuestra disposición nos alienta hacia la meta de compartirlo plenamente con todos -los hermanos con quienes nos une el mismo Bautismo. -Sin embargo, para no desperdiciar dicho tesoro se han de respetar las exigencias que se derivan de ser Sacramento de comunión en la fe y en la sucesión apostólica.
Al dar a la Eucaristía todo el relieve que merece, y poniendo todo esmera en no infravalorar ninguna de sus dimensiones o _exigencias, somos realmente conscientes de la magnitud de este don. A ello nos invita una tradición incesante que, desde los primeros siglos, ha sido testigo de una comunidad cristiana celosa en custodiar este « tesoro ». Impulsada por el amor, la Iglesia se preocupa de transmitir a las siguientes generaciones cristianas, sin perder ni un solo detalle, la fe y la doctrina sobre el Misterio eucarístico. No hay peligro de exagerar en la consideración de este Misterio, porque « en este Sacramento se resume todo el misterio de nuestra salvación ».
Sigamos, queridos hermanos y hermanas, la enseñanza de los Santos, grandes- intérpretes de la verdadera piedad eucarística. Con ellos la teología de la Eucaristía adquiere todo el esplendor de la experiencia vivida, nos « contagia » y, por así decir, nos « enciende ».Pongámonos, sobre todo, a la escucha de María Santísima, en quien el Misterio eucarístico se muestra, más que en ningún otro, como misterio de luz. Mirándola a ella conocemos la fuerza trasformadora que tiene la Eucaristía. En ella vemos el mundo renovado por el amor. Al contemplarla asunta al cielo en alma y cuerpo vemos un resquicio del « cielo nuevo » y de la « tierra nueva » que se abrirán ante nuestros ojos con la segunda venida de Cristo. La Eucaristía es ya aquí, en la tierra, su prenda y, en cierto modo, su anticipación: « Veni, Domine lesu! » (Ap. 22, 20).

Ecclesia de Eucharistia, 17 de abril de 2003, Juan Pablo II

Concorpóreos y consaguíneos con Cristo

El alimento de los testigos
Cuando en 1975 me metieron en la cárcel, se abrió ca­mino dentro de mí una pregunta angustiosa: «¿Podré se­guir celebrando la Eucaristía?». Fue la misma pregunta que mas tarde me hicieron los fieles. En cuento me vieron, me preguntaron: «¿Ha podido celebrar la santa misa?».
En el momento en que vino a faltar todo, la Eucaristía estuvo en la cumbre de nuestros pensamientos: el pan de vida. «Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo» (Jn. 6, 51).
¡Cuantas veces me acorde de la frase de los mártires de Abitene (s. IV), que decían: Sine Dominico non possum. – «¡No podemos vivir sin la celebración de la Eucaristía!».
En todo tiempo, y especialmente en época de persecución, la Eucaristía ha sido el secreto de la vida de los cristianos: la comida de los testigos, el pan de la es­peranza.
Eusebio de Cesarea recuerda que los cristianos no de­jaban de celebrar la Eucaristía ni siquiera en medio de las persecuciones: «Cada lugar donde se sufría era para noso­tros un sitio para celebrar..., ya fuese un campo, un desier­to, un barco, una posada, una prisión...». El Martirologio del siglo XX esta lleno de narraciones conmovedoras de ce­lebraciones clandestinas de la Eucaristía en campos de concentración. ¡Porque sin la Eucaristía no podemos vivir la vida de Dios!

En memoria mía
En la Última cena, Jesús vive el momento culminante de su experiencia terrena: la máxima entrega en el amor al Padre y a nosotros expresada en su sacrificio, que anticipa en el cuerpo entregado y en la sangre derramada.
Él nos deja el memorial de este momento culminante, no de otro, aunque sea esplendido y estelar, como la transfiguración o uno de sus milagros. Es decir, deja en la Igle­sia el memorial-presencia de ese momento supremo del amor y del dolor en la cruz, que el Padre hace perenne y glorioso con la resurrección. Para vivir de Él, para vivir y morir como Él.
Jesús quiere que la Iglesia haga memoria de Él y viva sus sentimientos y sus consecuencias a través de su presencia viva. «Haced esto en memoria mía» (cf. 1 Co 11, 25).
Vuelvo a mi experiencia. Cuando me arrestaron, tuve que marcharme enseguida, con las manos vacías. Al día si­guiente me permitieron escribir a los míos para pedir lo mas necesario: ropa, pasta de dientes... Les puse: «Por fa­vor, enviadme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago». Los fieles comprendieron enseguida.
Me enviaron una botellita de vino de misa, con la eti­queta: «medicina contra el dolor de estómago», y hostias escondidas en una antorcha contra la humedad.
La policía me preguntó:
-¿Le duele el estómago?
-Sí.
-Aquí tiene una medicina para usted.
Nunca podré expresar mi gran alegría: diariamente, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la misa. ¡Este era mi altar y esta era mi catedral! Era la verdadera medicina del alma y del cuer­po: «Medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo», como dice Ignacio de Antioquía.
A cada paso tenía ocasión de extender los Brazos y cla­varme en la cruz con Jesús, de beber con Él el cáliz mas amargo. Cada día, al recitar las palabras de la consagración, confirmaba con todo el corazón y con toda el alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, me­diante su sangre mezclada con la mía. ¡Han sido las misas mas hermosas de mi vida!

Quien come de mi vivirá por mi
Así me alimente durante años con el pan de la vida y el cáliz de la salvación.
Sabemos que el aspecto sacramental de la comida que alimenta y de la bebida que fortalece sugiere la vida que Cristo nos da y la transformación que el realiza: «El efecto propio de la Eucaristía es la transformación del hombre en Cristo», afirman los Padres. Dice León Magno: «La participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no hace otra cosa que transformarnos en lo que tomamos». Agustín da voz a Jesús con esta frase: «Tú no me cambiaras en ti, como la comida de tu carne, sino que serás transformado en mi». Mediante la Eucaristía nos hacemos –como dice Cirilo de Jerusalén «concorpóreos y consanguíneos con Cristo». Jesús vive en no­sotros y nosotros en El, en una especie de «simbiosis» y de mutua inmanencia: Él vive en mí, permanece en mí, actúa a través de mí.

La Eucaristía en el campo de reeducación
Así, en la prisión, sentía latir en mi corazón el corazón de Cristo. Sentía que mi vida era su vida, y la suya era la mía.
La Eucaristía se convirtió para mí y para los demás cristianos en una presencia escondida y alentadora en me­dio de todas las dificultades. Jesús en la Eucaristía fue adorado clandestinamente por los cristianos que vivían conmigo, como tantas veces ha sucedido en los campos de concentración del siglo XX.
En el campo de reeducación estábamos divididos en grupos de 50 personas; dormíamos en un lecho común; cada uno tenía derecho a 50 cm. Nos arreglamos para que hubiera cinco católicos conmigo. A las 21.30 había que apagar la luz y todos tenían que irse a dormir. En aquel momento me encogía en la cama para celebrar la misa, de memoria, y repartía la comunión pasando la mano por debajo de la mosquitera. Incluso fabricamos bolsitas con el papel de los paquetes de cigarrillos para conservar el Santísimo Sacramento y llevarlo a los de­más. Jesús Eucaristía estaba siempre conmigo en el bol­sillo de la camisa.
Una vez por semana había una sesión de adoctrina­miento en la que tenía que participar todo el campo. En el momento de la pausa, mis compañeros católicos y yo apro­vechábamos para pasar un saquito a cada uno de los otros cuatro grupos de prisioneros: todos sabían que Jesús esta­ba en medio de ellos. Por la noche, los prisioneros se alternaban en turnos de adoración. Jesús eucarístico ayuda­ba de un modo inimaginable con su presencia silenciosa: muchos cristianos volvían al fervor de la fe. Su testimonio de servicio y de amor producía un impacto cada vez mayor en los demás prisioneros. Budistas y otros no cristianos al­canzaban la fe. La fuerza del amor de Jesús era irresistible.
Así la oscuridad de la cárcel se hizo luz pascual, y la se­milla germinó bajo tierra, durante la tempestad. La pri­sión se transformó en escuela de catecismo. Los católicos bautizaron a sus compañeros; eran sus padrinos.
En conjunto fueron apresados cerca de 300 sacerdo­tes. Su presencia en varios campos fue providencial, no sólo para los católicos, sino que fue la ocasión para un prolongado diálogo interreligioso que creó comprensión y amistad con todos.
Así Jesús se convirtió –como decía santa Teresa de Jesús en el verdadero «compañero nuestro en el Santísimo Sacramento.

Un solo pan, un solo cuerpo
Y Jesús nos ha hecho ser Iglesia.
«Porque uno solo es el pan, aun siendo muchos, un so­lo cuerpo somos, pues todos participamos del mismo pan» (1 Co 10, 17). He ahí la Eucaristía que hace a la Igle­sia: el cuerpo eucarístico que nos hace Cuerpo de Cristo. O con la imagen joánica: todos nosotros somos una mis­ma vid, con la savia vital del Espíritu que circula en cada uno y Sí, la Eucaristía nos hace uno en Cristo. Cirilo de Ale­jandría recuerda: «Para fundirnos en unidad con Dios y entre nosotros, y para amalgamamos unos con otros, el Hijo unigénito... inventó un medio maravilloso: por me­dio de un solo cuerpo, su propio cuerpo, él santifica a los fieles en la mística comunión, haciéndolos concorpóreos con él y entre ellos».
Somos una sola cosa: ese «uno» que se realiza en la participación en la Eucaristía». El Resucitado nos hace «uno» con Él y con el Padre en el Espíritu. En la unidad realizada por la Eucaristía y vivida en el amor recíproco, Cristo puede tomar en sus manos el destino de los hom­bres y llevarlos a su verdadera finalidad: un solo Padre y todos hermanos.


“Testigos de esperanza”, Mons. F.X. Nguyen van Thuan