5 de diciembre de 2009

Concorpóreos y consaguíneos con Cristo

El alimento de los testigos
Cuando en 1975 me metieron en la cárcel, se abrió ca­mino dentro de mí una pregunta angustiosa: «¿Podré se­guir celebrando la Eucaristía?». Fue la misma pregunta que mas tarde me hicieron los fieles. En cuento me vieron, me preguntaron: «¿Ha podido celebrar la santa misa?».
En el momento en que vino a faltar todo, la Eucaristía estuvo en la cumbre de nuestros pensamientos: el pan de vida. «Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo» (Jn. 6, 51).
¡Cuantas veces me acorde de la frase de los mártires de Abitene (s. IV), que decían: Sine Dominico non possum. – «¡No podemos vivir sin la celebración de la Eucaristía!».
En todo tiempo, y especialmente en época de persecución, la Eucaristía ha sido el secreto de la vida de los cristianos: la comida de los testigos, el pan de la es­peranza.
Eusebio de Cesarea recuerda que los cristianos no de­jaban de celebrar la Eucaristía ni siquiera en medio de las persecuciones: «Cada lugar donde se sufría era para noso­tros un sitio para celebrar..., ya fuese un campo, un desier­to, un barco, una posada, una prisión...». El Martirologio del siglo XX esta lleno de narraciones conmovedoras de ce­lebraciones clandestinas de la Eucaristía en campos de concentración. ¡Porque sin la Eucaristía no podemos vivir la vida de Dios!

En memoria mía
En la Última cena, Jesús vive el momento culminante de su experiencia terrena: la máxima entrega en el amor al Padre y a nosotros expresada en su sacrificio, que anticipa en el cuerpo entregado y en la sangre derramada.
Él nos deja el memorial de este momento culminante, no de otro, aunque sea esplendido y estelar, como la transfiguración o uno de sus milagros. Es decir, deja en la Igle­sia el memorial-presencia de ese momento supremo del amor y del dolor en la cruz, que el Padre hace perenne y glorioso con la resurrección. Para vivir de Él, para vivir y morir como Él.
Jesús quiere que la Iglesia haga memoria de Él y viva sus sentimientos y sus consecuencias a través de su presencia viva. «Haced esto en memoria mía» (cf. 1 Co 11, 25).
Vuelvo a mi experiencia. Cuando me arrestaron, tuve que marcharme enseguida, con las manos vacías. Al día si­guiente me permitieron escribir a los míos para pedir lo mas necesario: ropa, pasta de dientes... Les puse: «Por fa­vor, enviadme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago». Los fieles comprendieron enseguida.
Me enviaron una botellita de vino de misa, con la eti­queta: «medicina contra el dolor de estómago», y hostias escondidas en una antorcha contra la humedad.
La policía me preguntó:
-¿Le duele el estómago?
-Sí.
-Aquí tiene una medicina para usted.
Nunca podré expresar mi gran alegría: diariamente, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la misa. ¡Este era mi altar y esta era mi catedral! Era la verdadera medicina del alma y del cuer­po: «Medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo», como dice Ignacio de Antioquía.
A cada paso tenía ocasión de extender los Brazos y cla­varme en la cruz con Jesús, de beber con Él el cáliz mas amargo. Cada día, al recitar las palabras de la consagración, confirmaba con todo el corazón y con toda el alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, me­diante su sangre mezclada con la mía. ¡Han sido las misas mas hermosas de mi vida!

Quien come de mi vivirá por mi
Así me alimente durante años con el pan de la vida y el cáliz de la salvación.
Sabemos que el aspecto sacramental de la comida que alimenta y de la bebida que fortalece sugiere la vida que Cristo nos da y la transformación que el realiza: «El efecto propio de la Eucaristía es la transformación del hombre en Cristo», afirman los Padres. Dice León Magno: «La participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no hace otra cosa que transformarnos en lo que tomamos». Agustín da voz a Jesús con esta frase: «Tú no me cambiaras en ti, como la comida de tu carne, sino que serás transformado en mi». Mediante la Eucaristía nos hacemos –como dice Cirilo de Jerusalén «concorpóreos y consanguíneos con Cristo». Jesús vive en no­sotros y nosotros en El, en una especie de «simbiosis» y de mutua inmanencia: Él vive en mí, permanece en mí, actúa a través de mí.

La Eucaristía en el campo de reeducación
Así, en la prisión, sentía latir en mi corazón el corazón de Cristo. Sentía que mi vida era su vida, y la suya era la mía.
La Eucaristía se convirtió para mí y para los demás cristianos en una presencia escondida y alentadora en me­dio de todas las dificultades. Jesús en la Eucaristía fue adorado clandestinamente por los cristianos que vivían conmigo, como tantas veces ha sucedido en los campos de concentración del siglo XX.
En el campo de reeducación estábamos divididos en grupos de 50 personas; dormíamos en un lecho común; cada uno tenía derecho a 50 cm. Nos arreglamos para que hubiera cinco católicos conmigo. A las 21.30 había que apagar la luz y todos tenían que irse a dormir. En aquel momento me encogía en la cama para celebrar la misa, de memoria, y repartía la comunión pasando la mano por debajo de la mosquitera. Incluso fabricamos bolsitas con el papel de los paquetes de cigarrillos para conservar el Santísimo Sacramento y llevarlo a los de­más. Jesús Eucaristía estaba siempre conmigo en el bol­sillo de la camisa.
Una vez por semana había una sesión de adoctrina­miento en la que tenía que participar todo el campo. En el momento de la pausa, mis compañeros católicos y yo apro­vechábamos para pasar un saquito a cada uno de los otros cuatro grupos de prisioneros: todos sabían que Jesús esta­ba en medio de ellos. Por la noche, los prisioneros se alternaban en turnos de adoración. Jesús eucarístico ayuda­ba de un modo inimaginable con su presencia silenciosa: muchos cristianos volvían al fervor de la fe. Su testimonio de servicio y de amor producía un impacto cada vez mayor en los demás prisioneros. Budistas y otros no cristianos al­canzaban la fe. La fuerza del amor de Jesús era irresistible.
Así la oscuridad de la cárcel se hizo luz pascual, y la se­milla germinó bajo tierra, durante la tempestad. La pri­sión se transformó en escuela de catecismo. Los católicos bautizaron a sus compañeros; eran sus padrinos.
En conjunto fueron apresados cerca de 300 sacerdo­tes. Su presencia en varios campos fue providencial, no sólo para los católicos, sino que fue la ocasión para un prolongado diálogo interreligioso que creó comprensión y amistad con todos.
Así Jesús se convirtió –como decía santa Teresa de Jesús en el verdadero «compañero nuestro en el Santísimo Sacramento.

Un solo pan, un solo cuerpo
Y Jesús nos ha hecho ser Iglesia.
«Porque uno solo es el pan, aun siendo muchos, un so­lo cuerpo somos, pues todos participamos del mismo pan» (1 Co 10, 17). He ahí la Eucaristía que hace a la Igle­sia: el cuerpo eucarístico que nos hace Cuerpo de Cristo. O con la imagen joánica: todos nosotros somos una mis­ma vid, con la savia vital del Espíritu que circula en cada uno y Sí, la Eucaristía nos hace uno en Cristo. Cirilo de Ale­jandría recuerda: «Para fundirnos en unidad con Dios y entre nosotros, y para amalgamamos unos con otros, el Hijo unigénito... inventó un medio maravilloso: por me­dio de un solo cuerpo, su propio cuerpo, él santifica a los fieles en la mística comunión, haciéndolos concorpóreos con él y entre ellos».
Somos una sola cosa: ese «uno» que se realiza en la participación en la Eucaristía». El Resucitado nos hace «uno» con Él y con el Padre en el Espíritu. En la unidad realizada por la Eucaristía y vivida en el amor recíproco, Cristo puede tomar en sus manos el destino de los hom­bres y llevarlos a su verdadera finalidad: un solo Padre y todos hermanos.


“Testigos de esperanza”, Mons. F.X. Nguyen van Thuan

1 comentario:

Anónimo dijo...

Dios Mio!!! Cuanto amor hacia el hombre que lo elevas para que pueda vivir tu misma vida!!! Gloria a Dios!!!