4 de diciembre de 2009

Sacerdote y Eucaristía


«Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños (...) Nadie conoce quien es el Hijo sino el Padre; y quien es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc. 10,21-22).
Estas palabras del evangelio de san Lucas, introduciéndonos en la intimidad del misterio de Cristo, nos permiten acercarnos también al misterio de la Eucaristía. En ella el Hijo consustancial al Padre, Aquel que solo el Padre conoce, le ofrece el sacrificio de si mismo por la huma­nidad y por toda la creación. En la Eucaristía, Cristo devuelve al Padre todo lo que de El proviene. Se realiza así un profundo misterio de justicia de la criatura hacia el Creador. Es preciso que el hombre dé honor al Creador ofreciendo, en una acción de gracias y de alabanza, todo lo que de El ha recibido. El hombre no puede perder el sentido de esta deuda, que solamente él, entre todas las otras realidades terrestres, puede reconocer y saldar como cria­tura hecha a imagen y semejanza de Dios. Al mismo tiempo, teniendo en cuenta sus límites de criatura y el pecado que lo marca, el hombre no sería capaz de realizar este acto de justicia hacia el Creador si Cristo mismo, Hijo consustancial al Padre y verdadero hombre, no emprendiera esta iniciativa eucarística.
El sacerdocio, desde sus raíces, es el sacerdocio de Cristo. Es El quien ofrece a Dios Padre el sacrificio de si mismo, de su carne y de su sangre, y con su sacrificio justifica a los ojos del Padre a toda la humanidad e indirectamente a toda la creación. El sacerdote, celebrando cada día la Eucaristía, penetra en el corazón de este misterio. Por eso la celebración de la Eucaristía es, para él, el momento mas importante y sagrado de la jornada y el centro de su vida.


“Don y Misterio, en el quincuagésimo aniversario de mi sacerdocio”, Juan Pablo II

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