San Juan de la Cruz
siguió las huellas del Maestro, que se retiraba a orar en parajes solitarios.
Amó la soledad sonora donde se escucha la música callada, el rumor de la fuente
que mana y corre aunque es de noche. Lo hizo en largas vigilias de oración al
pie de la Eucaristía, ese “vivo pan” que da la vida, y que lleva hasta el
manantial primero del amor trinitario.
No se pueden olvidar
las inmensas soledades de Duruelo, la oscuridad y desnudez de la cárcel de
Toledo, los paisajes andaluces de la Peñuela, del Calvario, de los Mártires, en
Granada. Hermosa y sonora soledad segoviana la de la ermita-cueva, en las peñas
grajeras de este convento fundado por el Santo. Aquí se han consumado diálogos
de amor y de fe; hasta ese último, conmovedor, que el Santo confiaba con estas
palabras dichas al Señor que le ofrecía el premio de sus trabajos: “Señor, lo
que quiero que me deis es trabajos que padecer por vos, y que sea yo
menospreciado y tenido en poco”. Así hasta la consumación de su identificación
con Cristo Crucificado y su pascua gozosa en Úbeda, cuando anunció que iba a
cantar maitines al cielo.
San Juan Pablo II (4 de Noviembre de 1982)
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