Señor Jesús, estás aquí...
Y vosotros, hermanos, hermanas, amigos míos, estáis aquí, conmigo, ante Él.
Señor, hace dos mil años, aceptaste subir a una Cruz de infamia para resucitar después y permanecer siempre con nosotros, tus hermanos, tus hermanas. Y vosotros, hermanos, hermanas, amigos míos, habéis aceptado dejaros atraer por Él.
Lo contemplamos... Lo adoramos... Lo amamos... Buscamos amarlo todavía más...
Contemplamos a Aquel que, durante la cena pascual, ha entregado su Cuerpo y su Sangre a sus discípulos, para estar con ellos “todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Adoramos a Aquel que está al inicio y al final de nuestra fe, sin el que no estaríamos aquí esta tarde, sin el que no seríamos nada, sin el que no existiría nada, nada, absolutamente nada.
Aquel, por medio de quien “se hizo todo” (Jn 1,3); por quien hemos sido creados, para la eternidad; el que nos ha dado su propio Cuerpo y su propia Sangre, Él está aquí, esta tarde, ante nosotros, ofreciéndose a nuestras miradas.
Amamos, y buscamos amar todavía más, a Quien está aquí, ante nosotros, abierto a nuestras miradas, tal vez a nuestras preguntas, a nuestro amor.
Sea que caminemos, o estemos clavados en el lecho del dolor —que caminemos con gozo o estemos en el desierto del alma (cf. Num 21,5) —, Señor, acógenos a todos en tu Amor: en el amor infinito, que es eternamente el del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, el del Padre y del Hijo al Espíritu, y el del Espíritu al Padre y al Hijo.
La Hostia Santa expuesta ante nuestros ojos proclama este poder infinito del Amor manifestado en la Cruz gloriosa.
La Hostia Santa proclama el increíble anonadamiento de Quien se hizo pobre para darnos su riqueza, de Quien aceptó perder todo para ganarnos para su Padre.
La Hostia Santa es el Sacramento vivo y eficaz de la presencia eterna del Salvador de los hombres en su Iglesia.
Hermanos, hermanas, amigos míos, aceptemos, aceptad, ofreceros a Quien nos lo ha dado todo, que vino no para juzgar al mundo, sino para salvarlo (cf. Jn 3,17), aceptad reconocer en vuestras vidas la presencia activa de Quien está aquí presente, ante nuestras miradas. Aceptad ofrecerle vuestras propias vidas.
María, la Virgen Santa, María, la Inmaculada Concepción, aceptó, hace dos mil años, entregarle todo, ofrecer su cuerpo para acoger el Cuerpo del Creador. Todo ha venido de Cristo, incluso María; todo ha venido por María, incluso Cristo. María, la Santísima Virgen, está con nosotros esta tarde, ante el Cuerpo de su Hijo, ciento cincuenta años después de revelarse a la pequeña Bernadette.