La comunión invisible,
aun siendo por naturaleza un crecimiento, supone la vida de gracia, por medio
de la cual se nos hace «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1, 4), así
como la práctica de las virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad. En
efecto, sólo de este modo se obtiene verdadera comunión con el Padre, el Hijo y
el Espíritu Santo. No basta la fe, sino que es preciso perseverar en la gracia
santificante y en la caridad, permaneciendo en el seno de la Iglesia con el
«cuerpo» y con el «corazón»; (72) es decir, hace falta, por decirlo con
palabras de san Pablo, «la fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6).
La integridad de los
vínculos invisibles es un deber moral bien preciso del cristiano que quiera
participar plenamente en la Eucaristía comulgando el cuerpo y la sangre de
Cristo. El mismo Apóstol llama la atención sobre este deber con la advertencia:
«Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa» (1 Co 11,
28). San Juan Crisóstomo, con la fuerza de su elocuencia, exhortaba a los
fieles: «También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no
sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer
esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse comunión, por más que toquemos mil
veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor castigo».(73)
Precisamente en este
sentido, el Catecismo de la Iglesia Católica establece: «Quien tiene conciencia
de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes
de acercarse a comulgar».(74) Deseo, por tanto, reiterar que está vigente, y lo
estará siempre en la Iglesia, la norma con la cual el Concilio de Trento ha
concretado la severa exhortación del apóstol Pablo, al afirmar que, para
recibir dignamente la Eucaristía, «debe preceder la confesión de los pecados,
cuando uno es consciente de pecado mortal».(75)