20 de julio de 2011
"El sembrador salió a sembrar"
Comentario del santo Cura de Ars al Evangelio de hoy:
"Si me preguntáis ahora lo que quiere decir Jesucristo por este sembrador, que salió de madrugada para ir a sembrar la simiente en el campo, hermanos míos, el sembrador es Dios mismo, que empezó a trabajar en nuestra salvación desde el comienzo del mundo, enviándonos a sus profetas antes de la venida del Mesías, para que aprendamos lo que se necesitaba para salvarse; no se ha contentado con enviarnos a sus servidores, vino él mismo, y nos ha trazado el camino que debemos seguir, ha venido a anunciarnos la santa palabra.
¿Sabéis lo que supone que una persona no se alimente de esta palabra santa o abuse? Es similar a un enfermo sin médico, a un viajero perdido y sin guía, a un pobre sin recursos; digamos mejor, hermanos míos, que es imposible amar a Dios y complacerle sin ser alimentado por esta palabra divina. ¿Qué es lo que nos mueve a acercarnos a él, si no porque lo conocemos? Y ¿quién nos lo hace conocer con todas sus perfecciones, bondades y su amor para con nosotros, si no la Palabra de Dios, que nos enseña todo lo que ha hecho por nosotros y los bienes que nos prepara en la otra vida, si queremos complacerle?"
Vayamos entonces a adorar a la Palabra Viva en la Eucaristía
15 de julio de 2011
Adoradores en Espíritu y en Verdad
Presentamos a continuación un texto que nos puede ayudar a en la Lectio Divina del Evangelio según san Juan donde se relata el encuentro de Jesús con la mujer de Samaría. Para muchos, este pasaje es el texto cumbre sobre la adoración.
Juan 4:
v. 19 «La mujer le dice: “Señor, veo que eres un profeta”»: La Samaritana abre su corazón a Jesús, al comprobar que es un profeta. Este hombre ha tenido la capacidad de conocer su vida por dentro, y eso es señal de que es un hombre de Dios. Pues bien, ante los hombres de Dios, se suele abrir el corazón, planteando las dudas y cuestiones determinantes de la existencia.
v. 20 «Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén»: La Samaritana le propone al “profeta” la vieja controversia entre samaritanos y judíos acerca del verdadero lugar de adoración a Dios. Desde la fuente de Jacob se contempla el monte Garizim, por lo que la pregunta estaba servida: ¿Era en Garizim o en Jerusalén donde se había de dar culto a Dios?
v. 21 «Jesús le dice: “Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre”»: Jesús responde a la Samaritana con unas palabras de revelación que remiten al futuro: “Se acerca la hora” en que ambos santuarios perderán su significado. Este giro de San Juan (“se acerca la hora”), lo podemos encontrar también en otros pasajes de su Evangelio (Jn 5, 25.28), y tiene un matiz escatológico: la luz alborea con la persona misma de Jesús; en Él se anuncia la nueva forma de adoración a Dios, para la cual es irrelevante el lugar del culto.
Llegado ese momento, también los samaritanos adorarán al Padre. He aquí una velada promesa de que todos –judíos, samaritanos, paganos- están llamados al conocimiento y a la adoración del Dios verdadero. En la cumbre de la revelación, no será la pertenencia a un pueblo determinado el factor que distinga a los verdaderos adoradores de los falsos, sino la disposición personal a acoger la luz de la revelación que se dirige a todos los pueblos.
v. 22 «Vosotros adoráis a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos»: Ahora bien, Jesús hace constar que la salvación ha tenido un camino histórico establecido por Dios, a través del pueblo judío. El culto de los samaritanos tuvo su origen en ambiciones y enfrentamientos políticos. Por ello, el Mesías esperado viene de los judíos.
El papel de Israel ha sido importantísimo en la Historia de la Salvación, pero ha llegado ya a su final (v. 17 «Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo»). Llegado ahora Cristo, los samaritanos y todos los demás pueblos estarán en igualdad de condiciones para acoger la plenitud de la revelación.
v. 23 «Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le adoren así»: Con una concisión y densidad insuperables, Jesús formula la siguiente expresión: “Los verdaderos adoradores del Padre, le adorarán en espíritu y en verdad”. Algunos han interpretado esta doble adoración de forma equivocada o insuficiente:
+ Por la “adoración en espíritu” se entendería la actitud moral interior, en contraste con el mero culto exterior ritualista del Antiguo Testamento que era reprochado por los profetas.
+ Y la “adoración en verdad” se interpretaría en referencia a la novedad de Cristo, en contraste con las “sombras” del Antiguo Testamento. Por ejemplo, los sacrificios de animales eran sombra del sacrificio de Cristo, la circuncisión era sombra del bautismo (cfr. Col 2, 11-12), etc.
Pero no parecen aceptables dichas interpretaciones… El término “pneuma” (espíritu) no puede entenderse en el sentido moral o antropológico; sino más bien en el sentido de “espíritu divino”, como por norma general es utilizado en San Juan. Además, en esta ocasión no hay duda alguna, puesto que en el versículo siguiente (v. 24) especificará: “Dios es pneuma”.
Por lo tanto, en el caso presente Jesucristo no estaba contraponiendo el culto meramente ritualista al culto espiritual, sino que va mucho más allá: “espíritu” y “verdad” se refieren al “Espíritu Santo” y al “Verbo”. Es decir, los auténticos adoradores adorarán al Padre, en el Espíritu Santo y en Jesucristo. La segunda y la tercera persona de la Santísima Trinidad, nos introducen en su escuela de adoración… Adoramos por Ellos, con Ellos y en Ellos.
En el diálogo de Jesús con Nicodemo (Jn 3, 3-8), queda claro que el hombre necesita nacer de nuevo, nacer del Espíritu (Jn 3, 3-8) para acoger el don de Dios. El hombre terreno no tiene por sí mismo acceso a Dios, sino que esa intimidad con Dios le es regalada gratuitamente. Dios capacita al hombre para poder relacionarse con Él. El encuentro del hombre con Dios es un regalo de este último, que le eleva gratuitamente a la condición de “hijo”. Somos “hijos” en el Hijo, por el Espíritu Santo. La adoración en “espíritu” tiene lugar en el único templo agradable al Padre, el Cuerpo de Cristo resucitado (Jn 2, 19-22).
v. 24 «Dios es espíritu, y los que le adoran deben hacerlo en espíritu y verdad»: Jesús da como razón profunda de esta adoración, precisamente el ser o la naturaleza de Dios: “Dios es espíritu”, lo cual trae a la memoria que Dios es inaccesible para los que somos seres carnales y materiales. Para encontrarse con Dios se requiere una elevación del hombre, a la condición de “hombre espiritual”. Por ello, lo decisivo no es el lugar donde se realice la adoración externa (en Jerusalén o en Garizim), sino nuestro acceso a la divinización, en Cristo, por el Espíritu Santo.
Este episodio de la samaritana deja claras las distancias entre la soteriología cristiana y la soteriología gnóstica: frente a la concepción de que el ser divino no es accesible más que para los sabios o los puros (cfr. Escritos de Nag-Hammadi), el Evangelio de San Juan se centra en la clave de la Revelación misericordiosa de Dios a todas las naciones, manifestada en el mediador entre Dios y los hombres –el Salvador del mundo- que es Jesucristo.
v. 25 «La mujer le dice: “Sé que ha de venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo”»: La Samaritana no entiende las palabras de Cristo, y mira al futuro esperando al Mesías, que lo anunciará todo. Jesús le quiere hacer entender que el futuro ha llegado: ¡es el presente!
v. 26 «Jesús le dice: “Soy yo, el que habla contigo”»: Jesús se da a conocer a la mujer como el Mesías esperado, mediante la fórmula de revelación “Ego Eimí”. Resuena aquí, de forma evidente, la expresión joánea que refiere a Cristo el “Yo Soy” (Yahvé) del Antiguo Testamento.
Se alcanza aquí el punto culminante del diálogo entre Jesús y la Samaritana: Él es el dador del agua viva, así como el “lugar” del nuevo culto a Dios. Los samaritanos, imagen de cada uno de nosotros, llegan por fin a la fe en Jesucristo, el Salvador del mundo.
La conclusión de este pasaje evangélico de San Juan, auténtica cumbre de la pedagogía con la que la Sagrada Escritura nos introduce en la escuela de la adoración, es la siguiente: La adoración no es otra cosa que la expresión de la espiritualidad bautismal; la consecuencia lógica de haber sido introducidos en el seno de la Trinidad. Somos hijos en el Hijo, y en Él, por el Espíritu Santo, somos adoradores del Padre.
Ésta es -en la vida presente- y será -por toda la eternidad- nuestra vocación: ser adoradores del Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo. Llegados a este punto, ¿cómo no traer a colación aquellas palabras de mi querido paisano y santo patrón, Ignacio de Loyola: «El hombre ha sido creado para dar Gloria a Dios». San Pablo lo refleja en un bello himno de la Carta a los Efesios: «Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya» (Ef 1, 3-6).
4 de julio de 2011
Eucaristía y Caridad
A veces se afirma equivocadamente que la adoración eucarística subraya unilateralmente la dimensión vertical de la espiritualidad católica, en detrimento de la dimensión horizontal, social o caritativa. ¡Nada más lejos de la realidad! Bastaría citar tantas experiencias de sanación de los “pobres de Yahvé”, que están teniendo lugar en torno a las capillas de Adoración Perpetua.
El reconocimiento de que Dios se hace uno de nosotros, poniéndose en nuestras manos, dándose como alimento para la vida del mundo; fundamenta el modelo cristiano de la solidaridad y de la caridad. En la noche de la institución de la Eucaristía, Jesús se ciñó la toalla a la cintura y se arrodilló ante nosotros, realizando el gesto del lavatorio de los pies. La adoración eucarística alimenta en nosotros los mismos sentimientos del Corazón de Cristo; «el cual no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango, pasando por uno de tantos» (Flp 2, 6-7).
Para que el prójimo, y de forma especial los pobres, ocupen el lugar central que deben ocupar en nuestra vida, es indispensable que nuestro “yo” sea destronado. Y para que nuestro “yo” sea destronado, es necesario que la adoración ponga a Cristo en el centro de nuestra existencia. Cuando Cristo ocupa el lugar debido, el resto de las preocupaciones y ocupaciones (muy especialmente nuestra relación con el prójimo), como consecuencia se ven ordenadas.
Imaginemos una chaqueta caída en el suelo… Si alguien recogiese esa prenda de vestir sujetándola desde el extremo de una de sus mangas, o desde uno de sus bolsillos, el resultado sería un notable desbarajuste. Hay que coger la chaqueta desde los hombros, para colgarla adecuadamente en su percha.
Con la adoración ocurre algo similar: adorar es coger la vida “por los hombros”, y no “por la manga”. Quien pone a Dios en la cumbre de los valores de su existencia, observa que “todo lo demás” pasa a ocupar el lugar que le corresponde. Adorando a Dios se aprende a relativizar todas las cosas que, aún siendo importantes, no deben ocupar el lugar central, que no les corresponde. La educación en la adoración es totalmente necesaria para el vencimiento de las tentaciones de idolatría, en todas sus versiones y facetas: «Al Señor tu Dios adorarás y solo a Él darás culto» (Mt 4, 10).
En la escuela de Jesús -el verdadero adorador del Padre-, aprendemos que la adoración no se reduce a un momento puntual realizado en la capilla, sino que es una dimensión esencial de la vida del creyente. Se trata de una actitud de vida, la actitud de adoración, tal y como lo expresa San Pablo: «Así que, hermanos, os ruego por la misericordia de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios. Éste es vuestro culto espiritual (“latreia”, del verbo latreo –adorar-)» (Rm 12, 1).
En resumen, la Sagrada Escritura no sólo nos invita a “hacer” oración de adoración, sino a “ser” adoradores en espíritu y en verdad; viviendo nuestra existencia como una ocasión providencial de testimoniar la gloria de Dios. He aquí una buena definición del adorador: “el testigo de la gloria de Dios”.
En la Bula del Jubileo del año 2000, el Beato Juan Pablo II pronunciaba estas hermosas palabras: «Desde hace dos mil años, la Iglesia es la cuna en la que María coloca a Jesús y lo entrega a la adoración y contemplación de todos los pueblos». Concluyamos invocando a la Santísima Virgen María, como aquella que nos entregó y nos sigue entregando el Cuerpo y la Sangre de su Hijo para la adoración.
¡¡De la mano de María, adoremos a Jesucristo!!
Extracto del discurso de monseñor José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de san Sebastián, en la Conferencia Internacional de Adoración Eucarística, celebrada en Roma del 20 al 24 de junio de 2011
El reconocimiento de que Dios se hace uno de nosotros, poniéndose en nuestras manos, dándose como alimento para la vida del mundo; fundamenta el modelo cristiano de la solidaridad y de la caridad. En la noche de la institución de la Eucaristía, Jesús se ciñó la toalla a la cintura y se arrodilló ante nosotros, realizando el gesto del lavatorio de los pies. La adoración eucarística alimenta en nosotros los mismos sentimientos del Corazón de Cristo; «el cual no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango, pasando por uno de tantos» (Flp 2, 6-7).
Para que el prójimo, y de forma especial los pobres, ocupen el lugar central que deben ocupar en nuestra vida, es indispensable que nuestro “yo” sea destronado. Y para que nuestro “yo” sea destronado, es necesario que la adoración ponga a Cristo en el centro de nuestra existencia. Cuando Cristo ocupa el lugar debido, el resto de las preocupaciones y ocupaciones (muy especialmente nuestra relación con el prójimo), como consecuencia se ven ordenadas.
Imaginemos una chaqueta caída en el suelo… Si alguien recogiese esa prenda de vestir sujetándola desde el extremo de una de sus mangas, o desde uno de sus bolsillos, el resultado sería un notable desbarajuste. Hay que coger la chaqueta desde los hombros, para colgarla adecuadamente en su percha.
Con la adoración ocurre algo similar: adorar es coger la vida “por los hombros”, y no “por la manga”. Quien pone a Dios en la cumbre de los valores de su existencia, observa que “todo lo demás” pasa a ocupar el lugar que le corresponde. Adorando a Dios se aprende a relativizar todas las cosas que, aún siendo importantes, no deben ocupar el lugar central, que no les corresponde. La educación en la adoración es totalmente necesaria para el vencimiento de las tentaciones de idolatría, en todas sus versiones y facetas: «Al Señor tu Dios adorarás y solo a Él darás culto» (Mt 4, 10).
En la escuela de Jesús -el verdadero adorador del Padre-, aprendemos que la adoración no se reduce a un momento puntual realizado en la capilla, sino que es una dimensión esencial de la vida del creyente. Se trata de una actitud de vida, la actitud de adoración, tal y como lo expresa San Pablo: «Así que, hermanos, os ruego por la misericordia de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios. Éste es vuestro culto espiritual (“latreia”, del verbo latreo –adorar-)» (Rm 12, 1).
En resumen, la Sagrada Escritura no sólo nos invita a “hacer” oración de adoración, sino a “ser” adoradores en espíritu y en verdad; viviendo nuestra existencia como una ocasión providencial de testimoniar la gloria de Dios. He aquí una buena definición del adorador: “el testigo de la gloria de Dios”.
En la Bula del Jubileo del año 2000, el Beato Juan Pablo II pronunciaba estas hermosas palabras: «Desde hace dos mil años, la Iglesia es la cuna en la que María coloca a Jesús y lo entrega a la adoración y contemplación de todos los pueblos». Concluyamos invocando a la Santísima Virgen María, como aquella que nos entregó y nos sigue entregando el Cuerpo y la Sangre de su Hijo para la adoración.
¡¡De la mano de María, adoremos a Jesucristo!!
Extracto del discurso de monseñor José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de san Sebastián, en la Conferencia Internacional de Adoración Eucarística, celebrada en Roma del 20 al 24 de junio de 2011
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