29 de septiembre de 2011

Benedicto XVI habló a 4000 seminaristas en la jornada mundial de la juventud Madrid 2011



“La Eucaristía, de cuya institución nos habla el Evangelio proclamado (cf. Lc 22,14-20), es la expresión real de la entrega incondicional de Jesús por todos, también por los que le traicionaban. Entrega de su cuerpo y de su sangre para la vida de los hombres y para el perdón de sus pecados. La sangre, signo de la vida, nos fue dada por Dios como alianza, a fin de que podamos poner la fuerza de su vida, allí donde reina la muerte a causa de nuestro pecado, y así destruirlo.

El cuerpo desgarrado y la sangre derramada de Cristo, es decir su libertad entregada, se han convertido - por los signos eucarísticos- en la nueva fuente de la libertad redimida de los hombres. En Él tenemos la promesa de una redención definitiva y la esperanza cierta de los bienes futuros.

Por Cristo sabemos que no somos caminantes hacia el abismo, hacia el silencio de la nada o de la muerte, sino viajeros hacia una tierra de promisión, hacia Él que es nuestra meta y también nuestro principio”.



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28 de septiembre de 2011

Gran Prodigio Eucarístico




El siguiente hecho ocurrió en la histórica ciudad de Huesca. Durante la noche del 29 al 30 de noviembre del año 1648, fue robado en la iglesia catedral un copón con las Sagradas Formas, sin que, por desgracia, se diera cuenta persona alguna del horrible sacrilegio. Al amanecer del día siguiente, subió el campanero, según era su costumbre, a tocar el Ángelus y a dar la señal para la Misa primera. Al terminar, un hecho extraño llamó poderosamente su atención. En un montón de estiércol que había en un campo cercano al seminario, vio un objeto que brillaba de una manera extraordinaria. Extrañado de aquel fenómeno, bajó a la iglesia a decirlo al sacristán, y ambos se dirigieron enseguida al lugar de donde salía tan fuerte resplandor. Cuál no fue su sorpresa al ver que la luz procedía del interior del montón, y que, al excavar por aquel punto, aparecía un copón resplandeciente, que contenía la Sagrada Eucaristía.



La noticia de este prodigio se divulgó por toda la ciudad con la velocidad del rayo. Con gran concurso de pueblo y piadosísima reverencia, el copón milagroso fue devuelto a la iglesia, y se pudo comprobar, sin ninguna clase de duda, que era el mismo que, el día anterior, estaba en el Sagrario y que unas manos impías se habían atrevido a robar.
En memoria de este prodigio, se tomó el acuerdo de que perpetuamente, el día 30 de noviembre, aniversario del robo sacrílego, se cantara un Te Deum en la catedral, después de Tercia, en acción de gracias, y que, por el mismo motivo, la Misa conventual y las Vísperas de aquel día se celebrarían con la exposición de Nuestro Señor. También, en el lugar de tan rico hallazgo, fue levantada una capilla, que la acción del tiempo ha arruinado totalmente.

El milagro de Faverney




Corría el año 1608, época calamitosa para la Iglesia de Francia, sometida a los ataques de los calvinistas que, en ocasiones, llegaban a profanar la persona misma del Señor, presente en la Eucaristía, misterio que odiaban especialmente los herejes seguidores de Calvino.


Esta situación había creado la natural inquietud entre los fieles, amantes fervorosos de la Eucaristía.
En Faverney, pequeña ciudad de la diócesis de Besanzón, había un monasterio benedictino cuyos monjes acostumbraban a preparar cada año, la víspera de Pentecostés, una capilla adornada con sabanillas y otros lienzos sobre cuya mesa se elevaba un Tabernáculo donde había dos Hostias consagradas, puestas dentro de un viril de plata. Y también aquel año 1608 fue expuesto el Santísimo Sacramento la vigilia de Pentecostés, que coincidió con el día 25 de mayo.
El pueblo fiel homenajeó a Jesús Eucaristia, desagraviándole de las ofensas de los protestantes calvinistas, y, llegada la noche, todo el mundo se recogió y se cerraron las puertas de la iglesia, quedando en el altar de la capilla dos velas encendidas. Y seguramente las chispas de ellas, cayendo sobre los adornos, prendieron el fuego.
Pronto se esparció por todo el templo una espesa humareda. Las llamas devoraron ornamentos, manteles, tarimas y Tabernáculos. Todo quedó reducido a cenizas y ascuas. Los religiosos lloraban de tristeza, cuando contemplaron una maravillosa realidad: sobre aquel montón de cenizas ardientes, vieron el viril milagrosamente suspendido en medio de la iglesia...
Al momento se propagó por la villa la noticia del prodigio, y acudieron al monasterio muchísimas personas de Faverney y de los lugares inmediatos, y, ante la inmensa multitud, el viril continuó suspendido en el aire durante treinta y tres horas, al cabo de las cuales se colocó sobre un corporal que habían puesto debajo.
De esta manera quiso la Providencia divina preservar a los católicos fieles de los errores calvinistas y corroborarlos más y más en la religión católica, mostrándoles, por medio de un asombroso prodigio, la verdad de todo cuanto la Iglesia nos enseña acerca de la presencia real de Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento.


27 de septiembre de 2011

El suceso de Tumaco



El siguiente suceso tuvo lugar el 31 de enero de 1906, en el pueblo de Tumaco, perteneciente a la República sudamericana de Colombia, y situado en una pequeñísima isla a la parte occidental de aquella República, bañada por el océano Pacífico. Hallábase allí de cura misionero, en dicho tiempo, el reverendo padre fray Gerardo Larrondo de San José, teniendo como auxiliar en la cura de almas al padre fray Julián Moreno de San Nicolás de Tolentino, ambos recoletos.


Eran casi las diez de la mañana, cuando comenzó a sentirse un espantoso temblor de tierra, siendo éste de tanta duración que, según cree el padre Larrondo, no debió bajar de diez minutos, y tan intenso, que dio con todas las imágenes de la iglesia en tierra. De más está decir el pánico que se apoderó de aquel pueblo, el cual todo en tropel se agolpó en la iglesia y alrededores, llorando y suplicando a los padres organizasen inmediatamente una procesión y fueran conducidas en ellas las imágenes, que en un momento fueron colocadas por la gente en sus respectivas andas.

Les parecía a los padres más prudente animar y consolar a sus feligreses, asegurándoles que no había motivo para tan horrible espanto como el que se había apoderado de todos, y en esto se ocupaban los dos fervorosos ministros del Señor cerca de la iglesia, cuando advirtieron que, como efecto de aquella continua conmoción de la tierra, iba el mar alejándose de la playa y dejando en seco quizá hasta kilómetro y medio de terreno de lo que antes cubrían las aguas, las cuales iban a la vez acumulándose mar adentro, formando como una montaña que, al descender de nivel, había de convertirse en formidable ola, quedando probablemente sepultado bajo ella o siendo tal vez barrido por completo el pueblo de Tumaco, cuyo suelo se halla precisamente a más bajo nivel que el del mar.

Aterrado entonces el padre Larrondo, se lanzó precipitadamente hacia la iglesia, y, llegándose al altar, sumió a toda prisa las Formas del sagrado copón, reservándose solamente la Hostia grande, y acto seguido, vuelto hacia el pueblo, llevando el copón en una mano y en otra a Jesucristo Sacramentado, exclamó: "Vamos, hijos míos, vamos todos hacia la playa y que Dios se apiade de nosotros."

Como electrizados a la presencia de Jesús, y ante la imponente actitud de su ministro, marcharon todos llorando y clamando a Su Divina Majestad, tuviera misericordia de ellos. El cuadro debió ser ciertamente de lo más tierno y conmovedor que puede pensarse, por ser Tumaco una población de muchos miles de habitantes, todos los cuales se hallaban allí, con todo el terror de una muerte trágica grabado ya de antemano en sus facciones. Acompañaban también al divino Salvador las imágenes de la iglesia traídas a hombros, sin que los padres lo hubieran dispuesto, sólo por irresistible impulso de la fe y la confianza de aquel pueblo fervorosarnente cristiano.
Poco tiempo había pasado, cuando ya el padre Larrondo se hallaba en la playa, y aquella montaña formada por las aguas comenzaba a moverse hacia el continente, y las aguas avanzaban como impetuoso aluvión, sin que poder alguno de la tierra fuera capaz de contrarrestar aquella arrolladora ola, que en un instante amenazaba destruir el pueblo de Tumaco.

No se intimidó, sin embargo, el fervoroso recoleto; antes bien, descendió intrépido a la arena y, colocándose dentro de la jurisdicción ordinaria de las aguas, en el instante mismo en que la ola estaba ya llegando y crecía hasta el último límite el terror y la ansiedad de la muchedumbre, levantó con mano firme y con el corazón lleno de fe la Sagrada hostia a la vista de todos, y trazó con ella en el espacio la señal de la Cruz. ¡Momento solemne! ¡Espectáculo horriblemente sublime! La ola avanza un paso más y, sin tocar el sagrado copón que permanece elevado, viene a estrellarse contra el ministro de Jesucristo, alcanzándole el agua solamente hasta la cintura. Apenas se ha dado cuenta el padre Larrondo de lo que acaba de sucederle, cuando oye primeramente al padre Julián, que se hallaba a su lado, y luego a todo el pueblo en masa, que exclamaban como enloquecidos por la emoción: ¡Milagro! ¡Milagro!

En efecto: como impelida por invisible poder superior a todo poder de la naturaleza, aquella ola se había contenido instantáneamente, y la enorme montaña de agua, que amenazaba borrar de la faz de la tierra el pueblo de Tumaco, iniciaba su movimiento de retroceso para desaparecer, mar adentro, volviendo a recobrar su ordinario nivel y natural equilibrio.
Ya comprende el lector cuánta debió ser la alegría y la santa algazara de aquel pueblo, a quien Jesús Sacramentado acababa de librar de una inevitable y horrorosa hecatombe.

A las lágrimas de terror sucediéronse las lágrimas del más íntimo alborozo; a los gritos de angustia y desaliento siguieron los gritos de agradecimiento y de alabanza, y por todas partes y de todos los pechos brotaban estentóreos vivas a Jesús Sacramentado.

Mandó entonces el padre Larrondo fuesen a traer de la iglesia la Custodia, y, colocando en ella la Sagrada Hostia, organizóse, acto seguido, una solemnísima procesión, que fue recorriendo calles y alrededores del pueblo, hasta ingresar Su Divina Majestad con toda pompa y esplendor en su santo templo, de donde tan pobre y precipitadamente había salido minutos antes.

Como el dicho estremecimiento no tuvo lugar sólo en Tumaco, sino en gran parte de la costa del Pacífico por los grandes daños y trastornos que aquella ola, rechazada en Tumaco, causó en otros puntos de la costa menos expuestos que éste a ser destruidos por el mar, se puede calcular la importancia del beneficio que Jesús dispensó a aquel cristiano pueblo, el cual, por estar, como hemos dicho, a nivel más bajo que el del mar, probablemente hubiera desaparecido con todos sus habitantes. He aquí lo que en carta, que tenemos a la vista, nos dice hablando de esto el misionero reverendo padre fray Bernardino García de la Concepción, que por entonces se hallaba en la ciudad de Panamá: "En Panamá estaba en la mayor bajamar, y de repente (lo vi yo) vino la pleamar y sobrepasó el puerto, entrando en el mercado y llevándose toda clase de cajas, las embarcaciones menores que estaban en seco fueron lanzadas a gran distancia, habiendo habido muchas desgracias".

El suceso de Tumaco tuvo grandísima resonancia en el mundo, y de varias naciones de Europa escribieron al padre Larrondo, suplicándole una relación de lo acontecido.


26 de septiembre de 2011

Eucaristía y Bien Común de la Iglesia


De la carta Dominicae Cenae de Juan Pablo II:
No podemos, ni siquiera por un instante, olvidar que la Eucaristía es un bien peculiar de toda la Iglesia. Es el don más grande que, en el orden de la gracia y del sacramento, el divino Esposo ha ofrecido y ofrece sin cesar a su Esposa. Y, precisamente porque se trata de tal don, todos debemos, con espíritu de fe profunda, dejarnos guiar por el sentido de una responsabilidad verdaderamente cristiana. Un don nos obliga tanto más profundamente porque nos habla, no con la fuerza de un rígido derecho, sino con la fuerza de la confianza personal, y así —sin obligaciones legales— exige correspondencia y gratitud. La Eucaristía es verdaderamente tal don, es tal bien. Debemos permanecer fieles en los pormenores a lo que ella expresa en sí y a lo que nos pide, o sea la acción de gracias.

La Eucaristía es un bien común de toda la Iglesia, como sacramento de su unidad. Y, por consiguiente, la Iglesia tiene el riguroso deber de precisar todo lo que concierne a la participación y celebración de la misma. Debemos, por lo tanto, actuar según los principios establecidos por el último Concilio que, en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, ha definido las autorizaciones y obligaciones, sea de los respectivos Obispos en sus diócesis, sea de las Conferencias Episcopales, dado que unos y otras actúan unidos colegialmente con la Sede Apostólica.
Además debemos seguir las instrucciones emanadas en este campo de los diversos Dicasterios: sea en materia litúrgica, en las normas establecidas por los libros litúrgicos, en lo concerniente al misterio eucarístico, y en las Instrucciones dedicadas al mismo misterio, sea en lo que tiene relación con la «communicatio in sacris», en las normas del «Directorium de re oecumenica» y en la «Instructio de peculiaribus casibus admittendi alios christianos ad communionem eucharisticam in Ecclesia catholica». Y aunque, en esta etapa de renovación, se ha admitido la posibilidad de una cierta autonomía «creativa», sin embargo ella misma debe respetar estrictamente las exigencias de la unidad substancial. Por el camino de este pluralismo (que brota ya entre otras cosas por la introducción de las distintas lenguas en la liturgia) podemos proseguir únicamente hasta allí donde no se hayan cancelado las características esenciales de la celebración de la Eucaristía y se hayan respetado las normas prescriptas por la reciente reforma litúrgica.
Hay que realizar en todas partes un esfuerzo indispensable, para que dentro del pluralismo del culto eucarístico, programado por el Concilio Vaticano II, se manifieste la unidad de la que la Eucaristía es signo y causa. Esta tarea sobre la cual, obligada por las circunstancias, debe vigilar la Sede Apostólica, debería ser asumida no sólo por cada una de las Conferencias Episcopales, sino también, por cada ministro de la Eucaristía, sin excepción. Cada uno debe además recordar que es responsable del bien común de la Iglesia entera. El sacerdote como ministro, como celebrante, como quien preside la asamblea eucarística de los fieles, debe poseer un particular sentido del bien común de la Iglesia, que él mismo representa mediante su ministerio, pero al que debe también subordinarse, según una recta disciplina de la fe. El no puede considerarse como «propietario», que libremente dispone del texto litúrgico y del sagrado rito como de un bien propio, de manera que pueda darle un estilo personal y arbitrario. Esto puede a veces parecer de mayor efecto, puede también corresponder mayormente a una piedad subjetiva; sin embargo, objetivamente, es siempre una traición a aquella unión que, de modo especial, debe encontrar la propia expresión en el sacramento de la unidad.
Todo sacerdote, cuando ofrece el Santo Sacrificio, debe recordar que, durante este Sacrificio, no es únicamente él con su comunidad quien ora, sino que ora la Iglesia entera, expresando así, también con el uso del texto litúrgico aprobado, su unidad espiritual en este sacramento. Si alguien quisiera tachar de «uniformidad» tal postura, esto comprobaría sólo la ignorancia de las exigencias objetivas de la auténtica unidad y sería un síntoma de dañoso individualismo.
Esta subordinación del ministro, del celebrante, al «Mysterium», que le ha sido confiado por la Iglesia para el bien de todo el Pueblo de Dios, debe encontrar también su expresión en la observancia de las exigencias litúrgicas relativas a la celebración del Santo Sacrificio. Estas exigencias se refieren, por ejemplo, al hábito y, particularmente, a los ornamentos que reviste el celebrante. Es obvio que hayan existido y existan circunstancias en las que las prescripciones no obligan. Hemos leído con conmoción, en libros escritos por sacerdotes ex-prisioneros en campos de exterminio, relatos de celebraciones eucarísticas sin observar las mencionadas normas, o sea sin altar y sin ornamentos. Pero si en tales circunstancias esto era prueba de heroísmo y debía suscitar profunda estima, sin embargo en condiciones normales, omitir las prescripciones litúrgicas puede ser interpretado como una falta de respeto hacia la Eucaristía, dictada tal vez por individualismo o por un defecto de sentido crítico sobre las opiniones corrientes, o bien por una cierta falta de espíritu de fe.
Sobre todos nosotros, que somos, por gracia de Dios, ministros de la Eucaristía, pesa de modo particular la responsabilidad por las ideas y actitudes de nuestros hermanos y hermanas, encomendados a nuestra cura pastoral. Nuestra vocación es la de suscitar, sobre todo con el ejemplo personal, toda sana manifestación de culto hacia Cristo presente y operante en el Sacramento del amor. Dios nos preserve de obrar diversamente, de debilitar aquel culto, desacostumbrándonos de varias manifestaciones y formas de culto eucarístico, en las que se expresa una tal vez tradicional pero sana piedad, y sobre todo aquel «sentido de la fe», que el Pueblo de Dios entero posee, como ha recordado el Concilio Vaticano II.
Llegando ya al término de mis reflexiones, quiero pedir perdón —en mi nombre y en el de todos vosotros, venerados y queridos Hermanos en el Episcopado— por todo lo que, por el motivo que sea y por cualquiera debilidad humana, impaciencia, negligencia, en virtud también de la aplicación a veces parcial, unilateral y errónea de las normas del Concilio Vaticano II, pueda haber causado escándalo y malestar acerca de la interpretación de la doctrina y la veneración debida a este gran Sacramento. Y pido al Señor Jesús para que en el futuro se evite, en nuestro modo de tratar este sagrado Misterio, lo que puede, de alguna manera, debilitar o desorientar el sentido de reverencia y amor en nuestros fieles.
Que el mismo Cristo nos ayude a continuar por el camino de la verdadera renovación hacia aquella plenitud de vida y culto eucarístico, a través del cual se construye la Iglesia en esa unidad que ella misma ya posee y que desea poder realizar aun más para gloria del Dios vivo y para la salvación de todos los hombres.


25 de septiembre de 2011

Las piedras y el pan


De la homilía del Papa Benedicto XVI en la Misa de Clausura del XXV Congreso Eucarístico Nacional de Italia:
“El hombre cae a menudo en la ilusión de poder “transformar las piedras en pan”. Tras haber dejado aparte a Dios, o haberlo tolerado como una elección privada que no debe interferir con la vida pública, ciertas ideologías han intentado organizar la sociedad con la fuerza del poder y de la economía. La historia nos demuestra, dramáticamente, que el objetivo de asegurar a todos el desarrollo, el bienestar material y la paz prescindiendo de Dios y de su revelación se ha resuelto en un dar a los hombres piedras en lugar de pan. El pan, queridos amigos y amigas, es “fruto del trabajo del hombre”, y en esta verdad está recogida toda la responsabilidad confiada a nuestras manos y a nuestro ingenio; pero el pan es también, incluso antes, "fruto de la tierra", que recibe de lo alto el sol y la lluvia: es un don que hay que pedir, que nos quita toda soberbia y nos hace invocar con la confianza de los humildes: "Padre (…), danos hoy nuestro pan de cada día" (Mt 6,11).

El hombre es incapaz de darse la vida a sí mismo, él se comprende solo a partir de Dios: es la relación con él la que da consistencia a nuestra humanidad y la que hace buena y justa nuestra vida. En el Padre nuestro pedimos que sea santificado Su nombre, que venga Su reino, que se haga Su voluntad. Lo que primero debemos recuperar en nuestro mundo y en nuestra vida es la primacía de Dios, porque esta primacía es la que nos permite volver a encontrar la verdad de lo que somos, y es en conocer y seguir la voluntad de Dios donde encontramos nuestro verdadero bien. Dar tiempo y espacio a Dios, para que sea el centro vital de nuestra existencia”.

24 de septiembre de 2011

La Eucaristía; Fuente para reafirmar la primacía de Dios



Del Papa Benedicto XVI en la Misa de Clausura del XXV Congreso Eucarístico Nacional de Italia:
“¿De dónde partir, como de la fuente, para recuperar y reafirmar la primacía de Dios? De la Eucaristía: aquí Dios se hace tan cercano que se hace nuestro alimento, aquí Dios se hace fuerza en el camino a menudo difícil, aquí se hace presencia amiga que trasforma. Ya la Ley dada por medio de Moisés era considerada como “pan del cielo", gracias al cual Israel se convirtió en el pueblo de Dios, pero en Jesús la palabra última y definitiva de Dios se hace carne, nos sale al encuentro como Persona. Él, Palabra eterna, es el verdadero maná, es el pan de la vida (cfr Jn 6,32-35) y realizar las obras de Dios es creer en Él (cfr Jn 6,28-29). En la Última Cena Jesús resume toda su existencia en un gesto que se inscribe en la gran bendición pascual a Dios, gesto que Él vive como Hijo como acción de gracias al Padre por su inmenso amor. Jesús parte el pan y lo comparte, pero con una profundidad nueva, porque Él se entrega a sí mismo. Toma el cáliz y lo comparte, para que todos podamos beber, pero con este gesto Él entrega la "nueva alianza en su sangre", se entrega a sí mismo. Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la voluntad del Padre: el sacrificio de la Cruz. La vida le será quitada en la Cruz, pero ya desde ahora Él la ofrece por sí mismo. Así la muerte de Cristo no se reduce a una ejecución violenta, sino que es transformada por Él en un acto libre de amor, de autodonación, que atraviesa victoriosamente la misma muerte y reafirma la bondad de la creación salida de las manos de Dios, humillada por el pecado y finalmente redimida. Este inmenso don es accesible a nosotros en el Sacramento de la Eucaristía: Dios se nos da, para abrir nuestra existencia a Él, para implicarla en el misterio de amor de la Cruz, para hacerla partícipe del misterio eterno del que procedemos y para anticipar la nueva condición de la vida plena en Dios, en espera de la cual vivimos”.

23 de septiembre de 2011

"Y ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?"


El Evangelio de hoy nos dice:
Un día en que Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él, les preguntó: "¿Quién dice la gente que soy yo?".
Ellos le respondieron: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los antiguos profetas que ha resucitado".
"Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy yo?". Pedro, tomando la palabra, respondió: "Tú eres el Mesías de Dios".
Y él les ordenó terminantemente que no lo dijeran a nadie.
"El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día". (Lc. 9,18-22)
Acá presentamos algunas respuestas de la Madre Teresa de Calcuta que nos pueden ayudar a reflexionar sobre la pregunta del Señor:


¿Quién es Jesús para mí?
Para mí, Jesús es
El Verbo hecho carne. (Jn 1,14).
El Pan de la vida. (Jn 6,35).
La víctima sacrificada en la cruz por nuestros pecados. (1Jn 4,19).
El Sacrificio ofrecido en la Santa Misa por los pecados del mundo y por los míos propios. (Jn 1,29).
La Palabra, para ser dicha. (Jn 14,6)
La Verdad, para ser proclamada.
El Camino, para ser recorrido. (Jn 14,6)
La luz, para ser encendida. (Jn 8,12)
La Vida, para ser vivida.
El Amor, para ser amado.
La Alegría, para ser compartida.
El sacrificio, para ser dados a otros.
El Pan de Vida, para que sea mi sustento.
El Hambriento, para ser alimentado. (Mt 25,35)
El Sediento, para ser saciado.
El Desnudo, para ser vestido.
El Desamparado, para ser recogido.
El Enfermo, para ser curado.
El Solitario, para ser amado.
El Indeseado, para ser querido.
El Leproso, para lavar sus heridas.
El Mendigo, para darle una sonrisa.
El Alcoholizado, para escucharlo.
El Deficiente Mental, para protegerlo.
El Pequeñín, para abrazarlo.
El Ciego, para guiarlo.
El Mudo, para hablar por él.
El Tullido, para caminar con él.
El Drogadicto, para ser comprendido en amistad.
La Prostituta, para alejarla del peligro y ser su amiga.
El Preso, para ser visitado.
El Anciano, para ser atendido.
Para mí, Jesús es mi Dios.
Jesús es mi Esposo.
Jesús es mi Vida.
Jesús es mi único amor.
Jesús es mi Todo.

Beata Teresa de Calcuta

20 de septiembre de 2011

Crece el interés por el próximo Congreso Eucarístico internacional


Ya hay representates de distintos países inscriptos para el próximo Congreso Eucarístico Internacional que se va a llevar a cabo el año que viene en Irlanda. Recemos por los frutos de dicho encuentro.

Para más información visita el siguiente sitio:

http://www.iec2012.ie/media/NationalDelegateslist-July20111.pdf

La Mesa del Pan del Señor



De la Carta Dominicae Cenae de Juan Pablo II:
La segunda mesa del misterio eucarístico, es decir, la mesa del Pan del Señor, exige también un adecuada reflexión desde el punto de vista de la renovación litúrgica actual. Es éste un problema de grandísima importancia, tratándose de un acto particular de fe viva, más aún, como se atestigua desde los primeros siglos,de una manifestación de culto a Cristo, que en la comunión eucarística se entrega a sí mismo a cada uno de nosotros, a nuestro corazón, a nuestra conciencia, a nuestros labios y a nuestra boca, en forma de alimento. Y por esto, en relación con ese problema, es particularmente necesaria la vigilancia de la que habla el Evangelio, tanto por parte de los Pastores responsables del culto eucarístico, como por parte del Pueblo de Dios, cuyo «sentido de la fe» debe ser precisamente en esto muy consciente y agudo.

Por esto, deseo confiar también este problema al corazón de cada uno de vosotros, venerados y queridos Hermanos en el Episcopado. Vosotros debéis sobre todo insertarlo en vuestra solicitud por todas las Iglesias, confiadas a vosotros. Os lo pido en nombre de la unidad que hemos recibido en herencia de los Apóstoles: la unidad colegial. Esta unidad ha nacido, en cierto sentido, en la mesa del Pan del Señor, el Jueves Santo. Con la ayuda de vuestros Hermanos en el sacerdocio, haced todo lo que podáis, para garantizar la dignidad sagrada del ministerio eucarístico y el profundo espíritu de la comunión eucarística, que es un bien peculiar de la Iglesia como Pueblo de Dios, y al mismo tiempo la herencia especial transmitida a nosotros por los Apóstoles, por diversas tradiciones litúrgicas y por tantas generaciones de fieles, a menudo testigos heroicos de Cristo, educados en la «escuela de la Cruz» (Redención) y de la Eucaristía.
Conviene pues recordar que la Eucaristía, como mesa del Pan del Señor, es una continua invitación, como se desprende de la alusión litúrgica del celebrante en el momento del «Este es el Cordero de Dios. Dichosos los llamados a la cena del Señor» y de la conocida parábola del Evangelio sobre los invitados al banquete de bodas. Recordemos que en esta parábola hay muchos que se excusan de aceptar la invitación por distintas circunstancias. Ciertamente también en nuestras comunidades católicas no faltan aquellos que podrían participar en la Comunión eucarística, y no participan, aun no teniendo en su conciencia impedimento de pecado grave. Esa actitud, que en algunos va unida a una exagerada severidad, se ha cambiado, a decir verdad, en nuestro tiempo, aunque en algunos sitios se nota aún. En realidad, más frecuente que el sentido de indignidad, se nota una cierta falta de disponibilidad interior —si puede llamarse así—, falta de «hambre» y de «sed» eucarística, detrás de la que se esconde también la falta de una adecuada sensibilidad y comprensión de la naturaleza del gran Sacramento del amor.
Sin embargo, en estos últimos años, asistimos también a otro fenómeno. Algunas veces, incluso en casos muy numerosos, todos los participantes en la asamblea eucarística se acercan a la comunión, pero entonces, como confirman pastores expertos, no ha habido la debida preocupación por acercarse al sacramento de la Penitencia para purificar la propia conciencia. Esto naturalmente puede significar que los que se acercan a la Mesa del Señor no encuentren, en su conciencia y según la ley objetiva de Dios, nada que impida aquel sublime y gozoso acto de su unión sacramental con Cristo. Pero puede también esconderse aquí, al menos alguna vez, otra convicción: es decir el considerar la Misa sólo como un banquete, en el que se participa recibiendo el Cuerpo de Cristo, para manifestar sobre todo la comunión fraterna. A estos motivos se pueden añadir fácilmente una cierta consideración humana y un simple «conformismo».
Este fenómeno exige, por parte nuestra, una vigilante atención y un análisis teológico y pastoral, guiado por el sentido de una máxima responsabilidad. No podemos permitir que en la vida de nuestras comunidades se disipe aquel bien que es la sensibilidad de la conciencia cristiana, guiada únicamente por el respeto a Cristo que, recibido en la Eucaristía, debe encontrar en el corazón de cada uno de nosotros una digna morada. Este problema está estrechamente relacionado no sólo con la práctica del Sacramento de la Penitencia, sino también con el recto sentido de responsabilidad de cara al depósito de toda la doctrina moral y de cara a la distinción precisa entre bien y mal, la cual viene a ser a continuación, para cada uno de los participantes en la Eucaristía, base de correcto juicio de sí mismos en la intimidad de la propia conciencia. Son bien conocidas las palabras de San Pablo: «Examínese, pues, el hombre a sí mismo»; ese juicio es condición indispensable para una decisión personal, a fin de acercarse a la comunión eucarística o bien abstenerse.
La celebración de la Eucaristía nos sitúa ante muchas otras exigencias, por lo que respecta al ministerio de la Mesa eucarística, que se refieren, en parte, tanto a los solos sacerdotes y diáconos, como a todos los que participan en la liturgia eucarística. A los sacerdotes y a los diáconos es necesario recordar que el servicio de la mesa del Pan del Señor les impone obligaciones especiales, que se refieren, en primer lugar, al mismo Cristo presente en la Eucaristía y luego a todos los actuales y posibles participantes en la Eucaristía. Respecto al primero, no será quizás superfluo recordar las palabras del Pontifical que, en el día de la ordenación, el Obispo dirige al nuevo sacerdote, mientras le entrega en la patena y en el cáliz el pan y el vino ofrecidos por los fieles y preparados por el diácono: «Accipe oblationem plebis sanctae Deo offerendam. Agnosce quod ages, imitare quod tractabis, et vitam tuam mysterio dominicae crucis conforma». Esta última amonestación hecha a él por el Obispo debe quedar como una de las normas más apreciadas en su ministerio eucarístico.
En ella debe inspirarse el sacerdote en su modo de tratar el Pan y el Vino, convertidos en Cuerpo y Sangre del Redentor. Conviene pues que todos nosotros, que somos ministros de la Eucaristía, examinemos con atención nuestras acciones ante el altar, en especial el modo con que tratamos aquel Alimento y aquella Bebida, que son el Cuerpo y la Sangre de nuestro Dios y Señor en nuestras manos; cómo distribuimos la Santa Comunión; cómo hacemos la purificación.
Todas estas acciones tienen su significado. Conviene naturalmente evitar la escrupulosidad, pero Dios nos guarde de un comportamiento sin respeto, de una prisa inoportuna, de una impaciencia escandalosa. Nuestro honor más grande consiste —además del empeño en la misión evangelizadora— en ejercer ese misterioso poder sobre el Cuerpo del Redentor, y en nosotros todo debe estar claramente ordenado a esto. Debemos, además, recordar siempre que hemos sido sacramentalmente consagrados para ese poder, que hemos sido escogidos entre los hombres y «en favor de los hombres». Debemos reflexionar sobre ello especialmente nosotros sacerdotes de la Iglesia Romana latina, cuyo rito de ordenación añade, en el curso de los siglos, el uso de ungir las manos del sacerdote.
En algunos Países se ha introducido el uso de la comunión en la mano. Esta práctica ha sido solicitada por algunas Conferencias Episcopales y ha obtenido la aprobación de la Sede Apostólica. Sin embargo, llegan voces sobre casos de faltas deplorables de respeto a las Especies eucarísticas, faltas que gravan no sólo sobre las personas culpables de tal comportamiento, sino también sobre los Pastores de la Iglesia, que hayan sido menos vigilantes sobre el comportamiento de los fieles hacia la Eucaristía. Sucede también que, a veces, no se tiene en cuenta la libre opción y voluntad de los que, incluso donde ha sido autorizada la distribución de la comunión en la mano, prefieren atenerse al uso de recibirla en la boca. Es difícil pues en el contexto de esta Carta, no aludir a los dolorosos fenómenos antes mencionados. Escribiendo esto no quiero de ninguna manera referirme a las personas que, recibiendo al Señor Jesús en la mano, lo hacen con espíritu de profunda reverencia y devoción, en los Países donde esta praxis ha sido autorizada.
Conviene sin embargo no olvidar el deber primordial de los sacerdotes, que han sido consagrados en su ordenación para representar a Cristo Sacerdote: por eso sus manos, como su palabra y su voluntad, se han hecho instrumento directo de Cristo. Por eso, es decir, como ministros de la sagrada Eucaristía, éstos tienen sobre las sagradas Especies una responsabilidad primaria, porque es total: ofrecen el pan y el vino, los consagran, y luego distribuyen las sagradas Especies a los participantes en la Asamblea. Los diáconos pueden solamente llevar al altar las ofrendas de los fieles y, una vez consagradas por el sacerdote, distribuirlas. Por eso cuán elocuente, aunque no sea primitivo, es en nuestra ordenación latina el rito de la unción de las manos, como si precisamente a estas manos fuera necesaria una especial gracia y fuerza del Espíritu Santo.
El tocar las sagradas Especies, su distribución con las propias manos es un privilegio de los ordenados, que indica una participación activa en el ministerio de la Eucaristía. Es obvio que la Iglesia puede conceder esa facultad a personas que no son ni sacerdotes ni diáconos, como son tanto los acólitos, en preparación para sus futuras ordenaciones, como otros laicos, que la han recibido por una justa necesidad, pero siempre después de una adecuada preparación.

18 de septiembre de 2011

SEPTIEMBRE: MES DE LA BIBLIA. La Eucaristía y la Mesa de la Palabra


De la Carta Dominicae Cenae de Juan Pablo II:
Sabemos bien que la celebración de la Eucaristía ha estado vinculada, desde tiempos muy antiguos, no sólo a la oración, sino también a la lectura de la Sagrada Escritura, y al canto de toda la asamblea. Gracias a esto ha sido posible, desde hace mucho tiempo, relacionar con la Misa el parangón hecho por los Padres con las dos mesas, sobre las cuales la Iglesia prepara para sus hijos la Palabra de Dios y la Eucaristía, es decir, el Pan del Señor. Debemos pues volver a la primera parte del Sagrado Misterio que, con frecuencia, en el presente se le llama Liturgia de la Palabra, y dedicarle un poco de atención.

La lectura de los fragmentos de la Sagrada Escritura, escogidos para cada día, ha sido sometida por el Concilio a criterios y exigencias nuevas. [54] Como consecuencia de tales normas conciliares se ha hecho una nueva selección de lecturas, en las que se ha aplicado, en cierta medida, el principio de la continuidad de los textos, y también el principio de hacer accesible el conjunto de los Libros Sagrados. La introducción de los salmos con los responsorios en la liturgia familiariza a los participantes con los más bellos recursos de la oración y de la poesía del Antiguo Testamento. Además el hecho de que los relativos textos sean leídos y cantados en la propia lengua, hace que todos puedan participar y comprenderlos más plenamente. No faltan, sin embargo, quienes, educados todavía según la antigua liturgia en latín, sienten la falta de esta «lengua única», que ha sido en todo el mundo una expresión de la unidad de la Iglesia y que con su dignidad ha suscitado un profundo sentido del Misterio Eucarístico. Hay que demostrar pues no solamente comprensión, sino también pleno respeto hacia estos sentimientos y deseos y, en cuanto sea posible, secundarlos, como está previsto además en las nuevas disposiciones. La Iglesia romana tiene especiales deberes, con el latín, espléndida lengua de la antigua Roma, y debe manifestarlo siempre que se presente ocasión.
De hecho las posibilidades creadas actualmente por la renovación posconciliar son a menudo utilizadas de manera que nos hacen testigos y partícipes de la auténtica celebración de la Palabra de Dios. Aumenta también el número de personas que toman parte activa en esta celebración. Surgen grupos de lectores y de cantores, más aún, de «scholae cantorum», masculinas o femeninas, que con gran celo se dedican a ello. La Palabra de Dios, la Sagrada Escritura, comienza a pulsar con nueva vida en muchas comunidades cristianas. Los fieles, reunidos para la liturgia, se preparan con el canto para escuchar el Evangelio, que es anunciado con la debida devoción y amor.
Constatando todo esto con gran estima y agradecimiento, no puede sin embargo olvidarse que una plena renovación tiene otras exigencias. Estas consisten en una nueva responsabilidad ante la Palabra de Dios transmitida mediante la liturgia, en diversas lenguas, y esto corresponde ciertamente al carácter universal y a las finalidades del Evangelio. La misma responsabilidad atañe también a la ejecución de las relativas acciones litúrgicas, la lectura o el canto, lo cual debe responder también a los principios del arte. Para preservar estas acciones de cualquier artificio, conviene expresar en ellas una capacidad, una sencillez y al mismo tiempo una dignidad tales, que haga resplandecer, desde el mismo modo de leer o de cantar, el carácter peculiar del texto sagrado.
Por tanto, estas exigencias, que brotan de la nueva responsabilidad ante la Palabra de Dios en la liturgia, llegan todavía más a lo hondo y afectan a la disposición interior con la que los ministros de la Palabra cumplen su función en la asamblea litúrgica. La misma responsabilidad se refiere finalmente a la selección de los textos. Esa selección ha sido ya hecha por la competente autoridad eclesiástica, que ha previsto incluso los casos, en que se pueden escoger lecturas más adecuadas a una situación especial. Además, conviene siempre recordar que en el conjunto de los textos de las Lecturas de la Misa puede entrar sólo la Palabra de Dios. La lectura de la Escritura no puede ser sustituida por la lectura de otros textos, aun cuando tuvieran indudables valores religiosos y morales. Tales textos en cambio podrán utilizarse, con gran provecho, en las homilías. Efectivamente, la homilía es especialmente idónea para la utilización de esos textos, con tal de que respondan a las requeridas condiciones de contenido, por cuanto es propio de la homilía, entre otras cosas, demostrar la convergencia entre la sabiduría divina revelada y el noble pensamiento humano, que por distintos caminos busca la verdad.

16 de septiembre de 2011

Eucaristía y Sacrificio


De la Carta Dominicae Cenae de Juan Pablo II:
La Eucaristía es por encima de todo un sacrificio: sacrificio de la Redención y al mismo tiempo sacrificio de la Nueva Alianza, como creemos y como claramente profesan las Iglesias Orientales: «el sacrificio actual —afirmó hace siglos la Iglesia griega— es como aquél que un día ofreció el Unigénito Verbo encarnado, es ofrecido (hoy como entonces) por El, siendo el mismo y único sacrificio». Por esto, y precisamente haciendo presente este sacrificio único de nuestra salvación, el hombre y el mundo son restituidos a Dios por medio de la novedad pascual de la Redención. Esta restitución no puede faltar: es fundamento de la «alianza nueva y eterna» de Dios con el hombre y del hombre con Dios. Si llegase a faltar, se debería poner en tela de juicio bien sea la excelencia del sacrificio de la Redención que fue perfecto y definitivo, bien sea el valor sacrificial de la Santa Misa. Por tanto la Eucaristía, siendo verdadero sacrificio, obra esa restitución a Dios.

Se sigue de ahí que el celebrante, en cuanto ministro del sacrificio, es el auténtico sacerdote, que lleva a cabo —en virtud del poder específico de la sagrada ordenación— el verdadero acto sacrificial que lleva de nuevo a los seres a Dios. En cambio todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como él, ofrecen con él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde el momento de su presentación en el altar. Efectivamente, este acto litúrgico solemnizado por casi todas las liturgias, «tiene su valor y su significado espiritual». El pan y el vino se convierten en cierto sentido en símbolo de todo lo que lleva la asamblea eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios y que ofrece en espíritu.
Es importante que este primer momento de la liturgia eucarística, en sentido estricto, encuentre su expresión en el comportamiento de los participantes. A esto corresponde la llamada procesión de las ofrendas, prevista por la reciente reforma litúrgica, y acompañada, según la antigua tradición, por un salmo o un cántico. Es necesario un cierto espacio de tiempo, a fin de que todos puedan tomar conciencia de este acto, expresado contemporáneamente por las palabras del celebrante.
La conciencia del acto de presentar las ofrendas, debería ser mantenida durante toda la Misa. Más aún, debe ser llevada a plenitud en el momento de la consagración y de la oblación anamnética, tal como lo exige el valor fundamental del momento del sacrificio. Para demostrar esto ayudan las palabras de la oración eucarística que el sacerdote pronuncia en alta voz. Parece útil repetir aquí algunas expresiones de la tercera oración eucarística, que manifiestan especialmente el carácter sacrificial de la Eucaristía y unen el ofrecimiento de nuestras personas al de Cristo: «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que fortalecidos con el Cuerpo y Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que Él nos transforme en ofrenda permanente».
Este valor sacrificial está ya expresado en cada celebración por las palabras con que el sacerdote concluye la presentación de los dones al pedir a los fieles que oren para que «este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso». Tales palabras tienen un valor de compromiso en cuanto expresan el carácter de toda la liturgia eucarística y la plenitud de su contenido tanto divino como eclesial.
Todos los que participan con fe en la Eucaristía se dan cuenta de que ella es «Sacrificium», es decir, una «Ofrenda consagrada». En efecto, el pan y el vino, presentados en el altar y acompañados por la devoción y por los sacrificios espirituales de los participantes, son finalmente consagrados, para que se conviertan verdadera, real y sustancialmente en el Cuerpo entregado y en la Sangre derramada de Cristo mismo. Así, en virtud de la consagración, las especies del pan y del vino, «re-presentan», de modo sacramental e incruento, el Sacrificio cruento propiciatorio ofrecido por El en la cruz al Padre para la salvación del mundo. El solo, en efecto, ofreciéndose como víctima propiciatoria en un acto de suprema entrega e inmolación, ha reconciliado a la humanidad con el Padre, únicamente mediante su sacrificio, «borrando el acta de los decretos que nos era contraria».
A este sacrificio, que es renovado de forma sacramental sobre el altar, las ofrendas del pan y del vino, unidas a la devoción de los fieles, dan además una contribución insustituible, ya que, mediante la consagración sacerdotal se convierten en las sagradas Especies. Esto se hace patente en el comportamiento del sacerdote durante la oración eucarística, sobre todo durante la consagración, y también cuando la celebración del Santo Sacrificio y la participación en él están acompañadas por la conciencia de que «el Maestro está ahí y te llama». Esta llamada del Señor, dirigida a nosotros mediante su Sacrificio, abre los corazones, a fin de que purificados en el Misterio de nuestra Redención se unan a El en la comunión eucarística, que da a la participación en la Misa un valor maduro, pleno, comprometedor para la existencia humana: «la Iglesia desea que los fieles no sólo ofrezcan la hostia inmaculada, sino que aprendan a ofrecerse a sí mismos, y que de día en día perfeccionen con la mediación de Cristo, la unión con Dios y entre sí, de modo que sea Dios todo en todos».
Es por tanto muy conveniente y necesario que continúe poniéndose en práctica una nueva e intensa educación, para descubrir todas las riquezas encerradas en la nueva Liturgia. En efecto, la renovación litúrgica realizada después del Concilio Vaticano II ha dado al sacrificio eucarístico una mayor visibilidad. Entre otras cosas, contribuyen a ello las palabras de la oración eucarística recitadas por el celebrante en voz alta y, en especial, las palabras de la consagración, la aclamación de la asamblea inmediatamente después de la elevación.
Si todo esto debe llenarnos de gozo, debemos también recordar que estos cambios exigen una nueva conciencia y madurez espiritual, tanto por parte del celebrante— sobre todo hoy que celebra «de cara al pueblo»— como por parte de los fieles. El culto eucarístico madura y crece cuando las palabras de la plegaria eucarística, y especialmente las de la consagración, son pronunciadas con gran humildad y sencillez, de manera comprensible, correcta y digna, como corresponde a su santidad; cuando este acto esencial de la liturgia eucarística es realizado sin prisas; cuando nos compromete a un recogimiento tal y a una devoción tal, que los participantes advierten la grandeza del misterio que se realiza y lo manifiestan con su comportamiento.

14 de septiembre de 2011

"Sí, Dios amó tanto al mundo" - Fiesta de la Exaltación de la Cruz



Por la cruz, cuya fiesta celebramos hoy, fueron expulsadas las tinieblas y devuelta la luz. Porque, sin la cruz, Cristo no hubiera sido crucificado. Sin la cruz, aquel que es la vida no hubiera sido clavado en el leño. Si no hubiese sido clavado, las fuentes de la inmortalidad no hubiesen manado de su costado la sangre y el agua que purifican el mundo, no hubiese sido rasgado el documento en que constaba la deuda contraída por nuestros pecados, no hubiéramos sido declarados libres, no disfrutaríamos del árbol de la vida, el paraíso continuaría cerrado. Sin la cruz, no hubiera sido derrotada la muerte, ni despojado el lugar de los muertos.
Por esto la cruz es cosa grande y preciosa. Grande, porque ella es el origen de innumerables bienes, tanto más numerosos, cuanto que los milagros y sufrimientos de Cristo juegan un papel decisivo en su obra de salvación. Preciosa, porque la cruz significa a la vez el sufrimiento y el trofeo del mismo Dios: el sufrimiento, porque en ella sufrió una muerte voluntaria; el trofeo, porque en ella quedó herido de muerte el demonio y, con él, fue vencida la muerte. En la cruz fueron demolidas las puertas de la región de los muertos, y la cruz se convirtió en salvación universal para todo el mundo.
Cristo nos enseña que la cruz es su exaltación, cuando dice: “Cuando sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí.”

Hoy, muchas congregaciones religiosas proponen que las hermanas renueven sus votos, sus promesas hechas a Jesús el día de su profesión. Por eso, proponemos un texto de Santa Teresa Benedicta de la Cruz escrito para un 14 de septiembre.

Meditemos desde los escritos de Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein)

AVE CRUX, SPES UNICA. “Te saludamos, Cruz santa, única esperanza nuestra”. La fiesta que toda la Iglesia celebra hoy, nos conduce hasta el pie de la Cruz donde el Crucificado nos contempla y nos pregunta si estamos todavía dispuestos a serle fieles en lo que le hemos prometido. Él tiene razón en preguntárnoslo, porque hoy, mas que nunca, se ha convertido la Cruz en un signo de contradicción. Por eso el Salvador nos contempla hoy, serio y examinante, y nos pregunta a cada uno de nosotros: ¿Quieres ser fiel al Crucificado? Piénsalo bien.
El Salvador cuelga en la Cruz, delante de ti, por haber sido obediente hasta la muerte y muerte Cruz. Él vino al mundo no para hacer su voluntad sino la voluntad del Padre.
Tu Salvador cuelga en la Cruz delante de ti, desnudo y abandonado, porque El ha elegido la pobreza y quien quiera seguirle habrá de renunciar a todos los bienes terrenos. Tu tienes que tomarlo también ahora muy en serio.
Tu Salvador cuelga delante de ti con el corazón traspasado. Él ha derramado la Sangre de su propio corazón para ganar el tuyo.
¿Te estremeces al pensar en responder a la grandeza de tanto amor? Pues no tienes por qué temer. Seguro que lo que tú prometiste esta por encima de tu debilidad, de tu humana fortaleza, pero no está por encima de la fuerza del Todopoderoso y ella será tuya si tú te confías a Él. Es el corazón amante de tu Salvador quien invita una vez mas a seguirle.
Los brazos del crucificado están extendidos para atraerte hacia su corazón. Él quiere tomar tu vida para ofrecerte la suya.
El mundo esta en llamas. El incendio puede hacer presa también en nuestra casa; pero en lo alto, por encima de todas las llamas, se elevará la Cruz. Ellas no pueden destruirla. Ella es el camino de la tierra al cielo y quien la abraza creyente, amante, esperanzado, se eleva hasta el seno mismo de la Trinidad.
Los ojos del Crucificado te contemplan interrogantes. ¿Quieres cerrar nuevamente tu alianza con el Crucificado? ¿Qué le responderás? “Señor, ¿a quién iremos? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna.” ¡Salve, Cruz, única esperanza!

Los jóvenes de todo el mundo,en torno a la Eucaristía y junto al Papa

13 de septiembre de 2011

Frutos y beneficios de la adoración perpetua


- Las comunidades se vuelven verdaderas escuelas de oración y de meditación y escucha.
- Todos, aún los más alejados de Dios, pueden encontrar la iglesia siempre abierta, día y noche, que simboliza los brazos siempre abiertos del Señor dispuesto a acoger a todo hombre.
- Las personas son llamadas individualmente pero para construir una fraternidad, una comunidad eucarística que se reúne en torno a Jesús Eucaristía. Por este motivo la Adoración Perpetua permite descubrir la unidad en torno al Señor porque nos hace conscientes de formar parte de una comunidad adorante, como eslabones de una cadena, perfecta imagen de la Vid y los sarmientos.
- La Adoración Perpetua conforma una comunidad eucarística que reza sin cesar rindiendo al Señor grandísimo honor y gloria a su Presencia y a su Santo Nombre, para propio beneficio y de todo el mundo.
En efecto, los adoradores rezan por sus propias necesidades e interceden por otros, alabando y dando gracias al Señor por todos sus beneficios; reparando por todos los ultrajes, sacrilegios, indiferencias hacia su Divina Majestad y hacia todo aquello que es santo, y ofrecen, con esta máxima expresión de devoción, gran testimonio de fe y de amor hacia el Señor.
- El simple testimonio silencioso de los adoradores presentes a toda hora del día y de la noche y, sobre todo, la presencia divina expuesta en el Santísimo Sacramento, atrae a personas alejadas de Dios haciéndolas acercarse a Dios y a su gracia. Por ello, muchas son las conversiones que vienen de una capilla de Adoración Perpetua.
- El hecho de tener la posibilidad de adorar cuanto y cuando se quiera, promueve el crecimiento espiritual de las personas y la profundización de su fe y de su conversión a Dios.
- Donde hay una capilla de Adoración Perpetua unánime es el testimonio: allí hay paz, allí se encuentra la paz. La capilla ofrece a todos la posibilidad de detenerse en el camino frenético de la vida para encontrar la paz que sólo Dios puede darnos. También esto es evangelización del tiempo, es decir dar un nuevo valor al tiempo de la vida.
- Los adoradores inscritos por una hora semanal son los que aseguran la Adoración Perpetua, de modo que el Señor nunca queda solo. El beneficio de ellos es también extendido a los demás porque permiten que muchos otros puedan allegarse. Por ello, saben que por su disponiblidad las puertas de la iglesia puedan estar siempre accesibles para que quienquiera que sea pueda encontrar a Dios en cualquier momento.
-Asombra ver cómo en una silenciosa capilla de Adoración Perpetua tantas personas anónimas pasan y transcurren tiempo considerable inmersas en su mundo interior. Son personas venidas a veces de lugares distantes, personas que algunas no son ni siquiera católicas, atraídas por el poder invisible e irresistible del Señor.
-La Adoración Perpetua también permite ofrecer un servicio de escucha, de guía espiritual y confesiones además de orientación vocacional.
- Donde hay Adoración Perpetua hay testimonios de frutos de todo tipo: vocaciones a la vida religiosa y sacerdotal, a formar familias santas, conversiones, sanaciones.

12 de septiembre de 2011

La sacralidad de la Eucaristía



De la carta Dominicae Cenae de Juan Pablo II:
La celebración de la Eucaristía, comenzando por el cenáculo y por el Jueves Santo, tiene una larga historia propia, larga cuanto la historia de la Iglesia. En el curso de esta historia los elementos secundarios han sufrido ciertos cambios; no obstante, ha permanecido inmutada la esencia del «Mysterium», instituido por el Redentor del mundo, durante la última cena. También el Concilio Vaticano II ha aportado algunas modificaciones, en virtud de las cuales la liturgia actual de la Misa se diferencia en cierto sentido de la conocida antes del Concilio. No pensamos hablar de estas diferencias; por ahora conviene que nos detengamos en lo que es esencial e inmutable en la liturgia eucarística.
Y con este elemento está estrechamente vinculado el carácter de «sacrum» de la Eucaristía, esto es, de acción santa y sagrada. Santa y sagrada, porque en ella está continuamente presente y actúa Cristo, «el Santo» de Dios,«ungido por el Espíritu Santo», «consagrado por el Padre», para dar libremente y recobrar su vida, «Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza». Es El, en efecto, quien, representado por el celebrante, hace su ingreso en el santuario y anuncia su evangelio. Es El «el oferente y el ofrecido, el consagrante y el consagrado». Acción santa y sagrada, porque es constitutiva de las especies sagradas, del «Sancta sanctis», es decir, de las «cosas santas —Cristo el Santo— dadas a los santos», como cantan todas las liturgias de Oriente en el momento en que se alza el pan eucarístico para invitar a los fieles a la Cena del Señor.
El «Sacrum» de la Misa no es por tanto una «sacralización», es decir, una añadidura del hombre a la acción de Cristo en el cenáculo, ya que la Cena del Jueves Santo fue un rito sagrado, liturgia primaria y constitutiva, con la que Cristo, comprometiéndose a dar la vida por nosotros, celebró sacramentalmente, El mismo, el misterio de su Pasión y Resurrección, corazón de toda Misa. Derivando de esta liturgia, nuestras Misas revisten de por sí una forma litúrgica completa, que, no obstante esté diversificada según las familias rituales, permanece sustancialmente idéntica. El «Sacrum» de la Misa es una sacralidad instituida por Cristo. Las palabras y la acción de todo sacerdote, a las que corresponde la participación consciente y activa de toda la asamblea eucarística, hacen eco a las del Jueves Santo.
El sacerdote ofrece el Santo Sacrificio «in persona Christi», lo cual quiere decir más que «en nombre», o también «en vez» de Cristo. «In persona»: es decir, en la identificación específica, sacramental con el «Sumo y Eterno Sacerdote», que es el Autor y el Sujeto principal de este su propio Sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie. Solamente El, solamente Cristo, podía y puede ser siempre verdadera y efectiva «propitiatio pro peccatis nostris ... sed etiam totius mundi». Solamente su sacrificio, y ningún otro, podía y puede tener «fuerza propiciatoria» ante Dios, ante la Trinidad, ante su trascendental santidad. La toma de conciencia de esta realidad arroja una cierta luz sobre el carácter y sobre el significado del sacerdote-celebrante que, llevando a efecto el Santo Sacrificio y obrando «in persona Christi», es introducido e insertado, de modo sacramental (y al mismo tiempo inefable), en este estrictísimo «Sacrum», en el que a su vez asocia espiritualmente a todos los participantes en la asamblea eucarística.
Ese «Sacrum», actuado en formas litúrgicas diversas, puede prescindir de algún elemento secundario, pero no puede ser privado de ningún modo de su sacralidad y sacramentalidad esenciales, porque fueron queridas por Cristo y transmitidas y controladas por la Iglesia. Ese «Sacrum» no puede tampoco ser instrumentalizado para otros fines. El misterio eucarístico, desgajado de su propia naturaleza sacrificial y sacramental, deja simplemente de ser tal. No admite ninguna imitación «profana», que se convertiría muy fácilmente (si no incluso como norma) en una profanación. Esto hay que recordarlo siempre, y quizá sobre todo en nuestro tiempo en el que observamos una tendencia a borrar la distinción entre «sacrum» y «profanum», dada la difundida tendencia general (al menos en algunos lugares) a la desacralización de todo.
En tal realidad la Iglesia tiene el deber particular de asegurar y corroborar el «sacrum» de la Eucaristía. En nuestra sociedad pluralista, y a veces también deliberadamente secularizada, la fe viva de la comunidad cristiana —fe consciente incluso de los propios derechos con respecto a todos aquellos que no comparten la misma fe— garantiza a este «sacrum» el derecho de ciudadanía. El deber de respetar la fe de cada uno es al mismo tiempo correlativa al derecho natural y civil de la libertad de conciencia y de religión.
La sacralidad de la Eucaristía ha encontrado y encuentra siempre expresión en la terminología teológica y litúrgica. Este sentido de la sacralidad objetiva del Misterio eucarístico es tan constitutivo de la fe del Pueblo de Dios que con ella se ha enriquecido y robustecido. Los ministros de la Eucaristía deben por tanto, sobre todo en nuestros días, ser iluminados por la plenitud de esta fe viva, y a la luz de ella deben comprender y cumplir todo lo que forma parte de su ministerio sacerdotal, por voluntad de Cristo y de su Iglesia.

9 de septiembre de 2011

HORA SANTA SEPTIEMBRE



“¡Quedate con nosotros, Señor!”

Lectura del Santo Evangelio según san Lucas (Lc. 24,13-35)
Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. Él les dijo: « ¿Qué comentaban por el camino?». Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les había aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron».
Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No será necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando en todas las Escrituras lo que se refería a él.
Cuando llegaron cerca del pueblo adónde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

Leemos en silencio...
El sol ya se escondía en el horizonte, después de un día de mucho caminar desde Jerusalén. Ya estábamos llegando cerca de Emaús, el pueblo adonde íbamos. Aquel hombre que se había unido a nuestro caminar unos kilómetros atrás hizo ademán de seguir adelante. Pero Cleofás y yo le ofrecimos que se quedara en el pueblo a pasar la noche. Él no pareció muy convencido. Entonces fue cuando me di cuenta de que no podíamos dejarlo ir. Lo miré a Cleofás y supe que a él le pasaba lo mismo, pero el forastero ya se alejaba por el camino. Entonces, casi como si se escapara de mi boca, le grité: “Quedate con nosotros” y para que no se notara mi desesperación, agregué titubeando: “porque ya es tarde y el día se acaba”. Con el corazón detenido, esperaba su respuesta. Él se dio vuelta y nos miró. Y qué alivio sentí cuando comenzó a acercarse; la sonrisa se me escapaba de los labios.
El Hombre entró y se quedó con nosotros en la pequeña y oscura casa que conseguimos para pasar la noche. No habíamos comido mucho durante el día para poder caminar mejor y ya teníamos hambre. Por eso decidimos compartir un pedazo de pan que Cleofás traía en su alforja. Estando los tres sentados a la mesa, tomó el pan que íbamos a comer y pronunció la bendición; luego lo partió y nos lo dio. Entonces, como un resplandor, vi todo claro: ¡el Maestro! Claro, si nuestro corazón ardía en el camino de la misma manera que durante los viajes que hacíamos por Galilea. Era Él, ¡era Jesús! Y lo reconocimos justamente cuando se hizo Eucaristía.

Recibimos a Jesús Eucaristía cantando

Continuamos leyendo en silencio...
El mismo Jesús que un día nos había llamado, Aquel por el que habíamos decidido dejar todos nuestros sueños y proyectos personales, Aquel ante el cual nos habíamos admirado por los milagros que hacía y por la profundidad de sus enseñanzas, ese mismo Jesús, estaba ahí, con nosotros; nos había venido a buscar, saliendo a nuestro encuentro justamente cuando nos alejábamos de su Iglesia, decepcionados por la cruz. Ese mismo Jesús está hoy ahí para cada uno de ustedes, chicos. No hay diferencias. Cuando nosotros le pedimos que se quedara con nosotros, no sabíamos que se lo iba a tomar tan en serio como para quedarse para siempre y todos los días. Pero, por ese misterio que es la Eucaristía, ustedes tienen al mismo Jesús que cautivó mi corazón y el de los apóstoles.
Por eso hoy los invito a que no se les pase de largo esta oportunidad única que tienen de estar como grupo con el Señor; los invito a que frenen un ratito y se detengan a mirar su Corazón. Jesús está haciendo maravillas, ¿se dan cuenta? Sus corazones están ardiendo porque están con el Señor de la Vida, con el que creó esos corazones. Sus corazones arden; sea que se den cuenta, como el Apóstol san Juan, o sea que no se den cuenta, como Cleofás y yo. Sus corazones arden.
Y, ¿por qué arden? Arden ante tanto amor derramado por nuestro Dios que es Ternura; arden al ver el cuidado de nuestro Buen Pastor que está realmente vivo en la Eucaristía. Si nos cuesta ver que arden, los invito a que intenten abrir sus ojos ante tanto amor de Dios. A que vayan recorriendo sus vidas, sus historias, y vayan anotando en esos papelitos lo que les surja del corazón. Se van a ir dando cuenta de que sus corazones también arden. Porque Jesús está enamorado de nosotros. No logramos darnos cuenta de cuánto nos ama Dios, no nos alcanza la cabeza.

Silencio y tiempo para escribir

Ahora vamos a ir poniendo a los pies del Señor, en el turíbulo con incienso y carbones encendidos, nuestros papelitos, que son nuestra alabanza al Señor al descubrir que Él está vivo en cada una de nuestras vidas, que Él cuida de nosotros y que por eso, por su Presencia, nuestros corazones arden. Demos gracias al Señor porque es mucho lo que nos regaló y nos regala.

Cantamos juntos…

Y hay otra cosa que también les quiero compartir. Esa noche, cuando el Señor ya nos había abierto los ojos y lo habíamos reconocido al partir el Pan, realmente creí en su Resurrección. La verdad es que antes no podía creerlo. Ese viernes había pasado todo tan rápido. El arresto del Maestro, la flagelación que vi con mis propios ojos, el camino al Gólgota con la cruz. Ya ahí decidí alejarme. El final era evidente: la muerte. En ese momento pensé que era mejor que fuera sólo la de Él y no también la nuestra. Y después ese sábado y domingo interminables, tan vacíos. A pesar de lo que las mujeres que estaban con nosotros habían dicho, yo no podía creerlo. Yo lo había visto morir.
Por eso me fui de Jerusalén y Cleofás se sumó a mi peregrinar. Por supuesto que íbamos hablando de lo que había pasado, y lo hacíamos con una tristeza tan profunda, con la decepción que inundaba nuestros corazones que vivían un enorme sinsentido. Pero el consuelo llegó cuando Jesús se acercó y siguió caminando con nosotros. Realmente nos calentó el corazón que ya teníamos desentendidamente frío. Y se quedó con nosotros ese día. Qué alegría y qué pleno se sentían nuestros corazones. Nos mirábamos con Cleofás y no podíamos creerlo: ¡El Maestro está Vivo! ¡Hay que decírselo a Pedro y a los demás! Pero ya era de noche. Nos había llevado todo el día caminar hasta aquí desde Jerusalén, y ahora teníamos que volver si queríamos compartir esta maravillosa alegría.
Y, ¿por qué les cuento esto? Porque quizás a ustedes les pase un poco lo mismo: ya tuvieron y tienen experiencia del encuentro con el Señor resucitado. Ahora llega la parte de salir a contárselo a otros; algunos por primera vez, otros necesitando renovar el fervor. Lo cierto es que es ahí justamente donde empiezan los “peros”: “pero ya es de noche y es peligroso volver a Jerusalén”; “pero si yo ya tengo esta alegría y estoy feliz así”; “pero”, “pero”… y más “peros” que ustedes podrán ponerles nombre.
Hoy yo les quiero proponer que cambien el “pero” por el “porque”. Salir a anunciar que Jesús a los demás porque sin Él la vida es un desperdicio.
Salir a decirle a todos que Jesús está vivo porque es evidente que los apóstoles no inventaron su resurrección; si la hubieran inventado, no hubieran dado su vida por eso y nadie muere por un invento; no puede no ser verdad todo esto, porque uno puede inventar algo para tener fama, poder, pero nadie da la vida por una fábula.
Salir porque Jesús nos dijo: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha. ¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos” (Lc. 10,2). Porque Jesús “subió a un monte y llamó a los que quiso, vinieron a Él y designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar” (Mc. 3,13). Porque “hemos recibido la sublime misión de esparcir por todas partes la fragancia de Cristo” (cfr. 2Cor. 2,14).
Y sobre todo salgamos porque en nuestro corazón resuena como un eco la voz del Maestro: “Yo sé bien a quienes he elegido”(Jn. 13,18).
Porque no es humildad creer que no somos dignos, sino reconocer que Cristo nos ha elegido. Nos ha elegido para que seamos santos, no porque seamos mejores que los demás, sino que nos ha elegido por su Misericordia, su Amor y su compasión por la humanidad. Y es por esa Misericordia y Amor que el Señor quiere que lo hagamos presente.

Cantamos juntos…

Rezamos juntos...
Jesús, que dijiste: “Pidan y recibirán, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá”; que enseñaste que si dos o más se reúnen en la tierra para pedir algo, el Padre del Cielo lo concederá; que dijiste que todo lo que se pida con fe en la oración será concedido; que todo el que pida el Espíritu Santo a Dios Padre le será dado porque es un Padre bueno; Vos, que enseñaste que el Padre Dios sabe cuáles son nuestras necesidades; que dijiste que hemos de orar en toda ocasión sin desanimarnos; que enseñaste a tus discípulos a orar dándoles la oración del Padre nuestro; Vos que rezaste durante tu vida terrena intimando con Dios, que oraste ante los grandes misterios de tu misión redentora, que te entregaste a la voluntad del Padre en la pasión y en la muerte y que en tu oración intercediste por tus discípulos para que fuesen fieles. Jesús, Vos que sos el Sumo y Eterno Sacerdote, escuchá esta oración que hoy te hacemos ante tu Presencia Real en la Eucaristía. Porque queremos vivir como los apóstoles después de Pentecostés en el “no podemos callar lo que vemos y oímos” (cfr.Hch.4, 20). Pero necesitamos tu unción y tu bendición.

Pongamos nuestra vida y el futuro de este grupo en manos de la Virgen. Ella que supo cuidar de Jesús y de la Iglesia en sus comienzos, sabrá cuidar de nosotros. Por eso le cantamos con fe…

8 de septiembre de 2011

Jornada de oración por la vida consagrada: "La Eucaristía y María, dos columnas de nuestra fe y espiritualidad"


Del Sr. Nuncio apostólico a hermanas carmelitas:

“Entonces Jesús, viendo a su madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, dijo a su Madre: ‘Mujer, aquí tienes a tu hijo’. Luego dijo al discípulo: ‘Aquí tienes a tu madre’. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa” (Jn. 19, 26-27).

Reverendas Hermanas:

Es con gran alegría que hoy vuelvo a encontrarme entre ustedes para celebrar esta Eucaristía en el día de la fiesta de Nuestra Señora del Carmen. Siempre es hermoso y significativo unir estas dos columnas de nuestra fe y espiritualidad: ¡la Eucaristía y María!

El trozo del Evangelio que acabamos de leer nos presenta a María como la “Madre de los Creyentes” o “Madre nuestra”: ¡el último regalo de Jesús a la humanidad! Cuando Jesús ya no tenía más nada para darnos, ¡nos entrega a su misma Madre!
Se trata indudablemente de una maternidad espiritual, la que análogamente a la física se realiza a través de dos momentos: ¡concepción y dar a luz!

- María nos ha concebido, es decir nos ha acogido en sí, en el mismo momento de la Anunciación y ciertamente a medida que Jesús avanzaba en su misión. Progresivamente ha ido descubriendo que su Hijo no era un hijo como los otros, sino un “primogénito entre muchos hermanos” (Rm. 8,29), que a su alrededor iban formando una comunidad.
Queriendo hacer una analogía, el pensamiento vuela espontáneamente hacia algunas grandes madres de sacerdotes fundadores de obras religiosas –como por ejemplo la madre de Don Bosco- que en cierto momento vio cómo su propio hijo llevaba a su casa escuadras de “pequeños amigos” y en silencio, sin necesidad de muchas explicaciones, comenzaron a organizarse de acuerdo a las nuevas exigencias, preparando también para ellos la comida y el lugar para dormir, como si todos fueran sus hijos.
Pero en el caso de María había algo más profundo. Cuando en aquellos años María escuchaba o llegaba a enterarse lo que el Hijo andaba diciendo: “...Venid a Mí, todos los que estáis cansados y oprimidos...” (Mt. 11,28), comprendió que ella no podía echarse atrás, rechazando el acoger como hijos suyos a los invitados por su Hijo, sin dejar, espiritualmente, de ser su madre.

- Cuanto hemos descrito corresponde al tiempo de la concepción, del “sí” del corazón. Ahora, bajo la cruz, es el momento penoso del parto.
Jesús se dirige, en este momento, a la Madre, llamándola “mujer”. No pudiéndolo afirmar con certeza, pero conociendo la costumbre de Juan de hablar también por alusiones y símbolos, esta palabra hace pensar en aquello que Jesús había dicho: “La mujer cuando está por dar a luz, se siente angustiada porque ha llegado su hora” (Jn. 16,21).
No sólo, sino que también hace pensar en lo que se lee en el Apocalipsis de la “Mujer encinta que gritaba por los dolores del parto” (Ap. 12, 1 ss.). Si bien esta Mujer es, en primer lugar, la Iglesia, la comunidad de la Nueva Alianza que da a luz al hombre nuevo y al mundo nuevo, María está comprometida igualmente en primera persona, como la iniciadora y representante de aquella comunidad creyente.
Esta aproximación entre María y la figura de la Mujer ha sido percibida rápidamente por la Iglesia (ya con San Ireneo) cuando ella vio en María a la nueva Eva, la nueva “madre de todos los vivientes”.

María encuentra así una nueva fecundidad. Si bien exteriormente su cuerpo no indica nada, Ella “siente” lo que ha sucedido no solamente en el espíritu , sino casi físicamente, en todo su ser. A más de treinta años de distancia, vuelve a ser Madre. Madre de la Iglesia. Madre de todos los creyentes en el Hijo, Made de todos los bautizados, Madre de todos nosotros.
Madre con una doble maternidad: Madre de Jesús y Madre de la Iglesia.
María desciende del Calvario un oco encorvada, el paso ligeramente pesado. No puede tener más aquél ligero, rápido, con que se había dirigido muchos años antes de Nazareth a Ain-Karim, hasta la casa de su prima Isabel, con motivo del nacimiento del Bautista. Y se dispone a la plena realización de esta segunda maternidad que tendrá lugar plenamente en el Cenáculo, unos cincuenta días después con el descendimiento del Espíritu Santo.
He aquí a María, Madre de la Iglesia, Madre de una multitud innumerable de Hijos a lo largo de los siglos. He aquí de qué es capaz la virginidad!

Volviendo ahora al texto de Juan podemos observar que las palabras de Jesús a María “Mujer he ahí a tu Hijo” y a Juan “He ahí a tu Madre” tienen ciertamente un significado inmediato y concreto: Jesús confía María a Juan y Juan a María.

Sin embargo cuanto hemos dicho no agota el significado completo de la escena, es decir personal y ligado solamente a Juan. En efecto, si se lee, el trozo del Evangelio no únicamente en clave común, como si fueran las últimas disposiciones testamentarias, el significado que entiende darle Juan es más bien universal.
Para Juan el momento de la muerte es el momento de la glorificación de Jesús, del cumplimiento definitivo de las Escrituras y de todas las cosas.
En efecto, inmediatamente antes de las palabras referentes a María:
- se habla del título “Rey de los Judíos” con clara alusión al significado profético y pleno;
- se habla de la túnica sin costura (Jn. 19, 23), que parece referirse a la túnica del sumo sacerdote, que debía también ella ser tejida entera (Ez. 28, 31);
- inmediatamente después de aquellas palabras se dice que Jesús “entrega el espíritu”, es decir que murió, pero también que esparce el Espíritu Santo;
- como indica también el episodio que sigue sobre el agua y la sangre del costado, leído a la luz de lo que Juan escribe en su primera carta: “tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre (1 Jn. 5, 7-8);
- el costado abierto alude a la profecía de Ezequiel sobre el nuevo templo, de cuyo costado brota el río de agua viva (cfr. Ez. 47,1);
- Jesús mismo define su cuerpo destruido y reedificado como el nuevo templo (cfr. Jn. 2, 19).
Dado todo este contexto, no se puede no ver un significado más universal y eclesial, ligado de alguna manera a la “mujer” del Apocalipsis 12. Y este significado más universal y eclesial es que el discípulo no representa aquí sólo a Juan, es decir al discípulo predilecto, sino a todos los discípulos. Ellos son dados a María por Jesús moribundo, como sus hijos, del mismo modo que María es dada a ellos como Madre.

Todos nosotros, en cuanto bautizados y hermanos de Jesús, somos dados a María como hijos y tenemos a María como Madre.
He aquí una de las magníficas realidades de nuestra fe: María, nuestra Madre.
A cada uno de nosotros queda el compromiso de mostrarnos sus hijos... María no dejará de ser nuestra Madre.

Eucaristía y vida



De la carta Dominicae Cenae de Juan Pablo II:
Siendo pues fuente de caridad, la Eucaristía ha ocupado siempre el centro de la vida de los discípulos de Cristo. Tiene el aspecto de pan y de vino, es decir, de comida y de bebida; por lo mismo es tan familiar al hombre, y está tan estrechamente vinculada a su vida, como lo están efectivamente la comida y la bebida. La veneración a Dios que es Amor nace del culto eucarístico de esa especie de intimidad en la que el mismo, análogamente a la comida y a la bebida, llena nuestro ser espiritual, asegurándole, al igual que ellos, la vida. Tal veneración «eucarística» de Dios corresponde pues estrictamente a sus planes salvíficos. El mismo, el Padre, quiere que los «verdaderos adoradores» lo adoren precisamente así, y Cristo es intérprete de este querer con sus palabras a la vez que con este sacramento, en el cual nos hace posible la adoración al Padre, de la manera más conforme a su voluntad.
De tal concepción del culto eucarístico brota todo el estilo sacramental de la vida del cristiano. En efecto, conducir una vida basada en los sacramentos, animada por el sacerdocio común, significa ante todo por parte del cristiano, desear que Dios actúe en él para hacerle llegar en el Espíritu «a la plena madurez de Cristo». Dios, por su parte, no lo toca solamente a través de los acontecimientos y con su gracia interna, sino que actúa en él, con mayor certeza y fuerza, a través de los sacramentos. Ellos dan a su vida un estilo sacramental.
Ahora bien, entre todos los sacramentos, es el de la Santísima Eucaristía el que conduce a plenitud su iniciación de cristiano y confiere al ejercicio del sacerdocio común esta forma sacramental y eclesial que lo pone en conexión —como hemos insinuado anteriormente— con el ejercicio del sacerdocio ministerial. De este modo el culto eucarístico es centro y fin de toda la vida sacramental. Resuenan continuamente en él, como un eco profundo, los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo y Confirmación. ¿Dónde está mejor expresada la verdad de que además de ser «llamados hijos de Dios», lo «somos realmente», en virtud del Sacramento del Bautismo, sino precisamente en el hecho de que en la Eucaristía nos hacemos partícipes del Cuerpo y de la Sangre del unigénito Hijo de Dios? Y ¿qué es lo que nos predispone mayormente a «ser verdaderos testimonios de Cristo», frente al mundo, como resultado del Sacramento de la Confirmación, sino la comunión eucarística, en la que Cristo nos da testimonio a nosotros y nosotros a Él?
Es imposible analizar aquí en sus pormenores los lazos existentes entre la Eucaristía y los demás Sacramentos, particularmente con el Sacramento de la vida familiar y el Sacramento de los enfermos. Acerca de la estrecha vinculación, existente entre el Sacramento de la Penitencia y el de la Eucaristía llamé ya la atención en la Encíclica «Redemptor hominis». No es solamente la Penitencia la que conduce a la Eucaristía, sino que también la Eucaristía lleva a la Penitencia. En efecto, cuando nos damos cuenta de Quien es el que recibimos en la Comunión eucarística, nace en nosotros casi espontáneamente un sentido de indignidad, junto con el dolor de nuestros pecados y con la necesidad interior de purificación.
No obstante debemos vigilar siempre, para que este gran encuentro con Cristo en la Eucaristía no se convierta para nosotros en un acto rutinario y a fin de que no lo recibamos indignamente, es decir, en estado de pecado mortal. La práctica de la virtud de la penitencia y el sacramento de la Penitencia son indispensables a fin de sostener en nosotros y profundizar continuamente el espíritu de veneración, que el hombre debe a Dios mismo y a su Amor tan admirablemente revelado.
Estas palabras quisieran presentar algunas reflexiones generales sobre el culto del Misterio eucarístico, que podrían ser desarrolladas más larga y ampliamente. Concretamente, se podría enlazar cuanto se dijo acerca de los efectos de la Eucaristía sobre el amor por el hombre con lo que hemos puesto de relieve ahora sobre los compromisos contraídos para con el hombre y la Iglesia en la comunión eucarística, y consiguientemente delinear la imagen de la «tierra nueva»[34] que nace de la Eucaristía a través de todo «hombre nuevo».
Efectivamente en este Sacramento del pan y del vino, de la comida y de la bebida, todo lo que es humano sufre una singular transformación y elevación. El culto eucarístico no es tanto culto de la trascendencia inaccesible, cuanto de la divina condescendencia y es a su vez transformación misericordiosa y redentora del mundo en el corazón del hombre.
Recordando todo esto, sólo brevemente, deseo, no obstante la concisión, crear un contexto más amplio para las cuestiones que deberé tratar enseguida: ellas están estrechamente vinculadas a la celebración del Santo Sacrificio. En efecto, en esta celebración se expresa de manera más directa el culto de la Eucaristía. Este emana del corazón como preciosísimo homenaje inspirado por la fe, la esperanza y la caridad, infundidas en nosotros en el Bautismo. Es precisamente de ella, venerados y queridos Hermanos en el Episcopado, sacerdotes y diáconos, de lo que quiero escribiros en esta Carta, a la que la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino hará seguir indicaciones más concretas.

6 de septiembre de 2011

La Madre Teresa y la Eucaristía



La Madre Teresa es una santa profundamente eucarística. La Eucaristía era el corazón de su vida, de su espiritualidad. Decía a las religiosas: «Jesús en la Eucaristía y Jesús en los pobres, bajo las especies del pan y bajo las especies del pobre, eso es lo que hace de nosotras contemplativas en el corazón del mundo». En la base de la espiritualidad de la Madre Teresa estaba el sagrario. Y no es por casualidad que se llama «sagrarios» a las comunidades abiertas en todo el mundo por las misioneras de la Caridad, porque son las casas de Jesús, decía la Madre Teresa. Las religiosas comulgan todos los días y todos los días hacen una hora de adoración eucarística, que ocupa un lugar muy importante en la vida espiritual de las misioneras de la Caridad.
Ella misma relata: “Recién en 1973, cuando empezamos nuestra Hora Santa diaria, fue que nuestra comunidad comenzó a crecer y florecer . . . En nuestra congregación solíamos tener adoración una vez a la semana durante una hora; luego en 1973 decidimos dedicar una hora diaria a la adoración. El trabajo que nos espera es enorme. Los hogares que tenemos para los indigentes enfermos y moribundos están totalmente llenos en todas partes. Pero desde el momento que empezamos a tener una hora de adoración cada día, el amor a Jesús se hizo más íntimo en nuestro corazón, el cariño entre nosotras fue más comprensivo y el amor a los pobres se nos llenó de compasión, y así se nos ha duplicado el número de vocaciones. La hora que dedicamos ante Jesús en la Eucaristía es la parte más valiosa de todo el día, es lo que cambia nuestros corazones.
Nuestras vidas deben estar entrelazadas con la Eucaristía. El Cristo que se nos ofrece bajo las apariencias de pan, y el Cristo que se oculta bajo las semblanzas doloridas del pobre es el mismo Jesús. Por eso, nosotras no somos simples asistentes sociales. Un cristiano, si cree que está alimentando a Cristo hambriento, que está vistiendo a Cristo desnudo, es un contemplativo desde el corazón mismo de su hogar, de su vida, del mundo mismo. Por eso yo defino a nuestras Hermanas y Hermanos Misioneros de la Caridad como contemplativos insertos en el mismo corazón del mundo durante las veinticuatro horas del día. ¡Dar! Ofrecer a quienes viven en nuestro entorno el amor que hemos recibido. Dar hasta sentir daño, porque el amor auténtico hiere. Es por lo que tenemos que amar hasta sentir dolor: a través de nuestro tiempo, de nuestras manos, de nuestros corazones. Tenemos que compartir todo lo que tenemos. Hace tiempo, en Calcuta, teníamos dificultades para conseguir azúcar. Un día un niño pequeño, de nada más que cuatro años, un niño indio, vino con sus padres y me trajo un tarro de azúcar. Me dijo: "Estaré tres días sin comer azúcar. Dé esto a sus niños". Aquel niño pequeño amaba hasta el sacrificio.
La Eucaristía y el pobre no son más que un mismo amor. Para ser capaces de ver, para ser capaces de amar, tenemos necesidad de una profunda unidad con Cristo, de una oración intensa. Por eso las Hermanas empiezan su jornada con la misa, la Santa Comunión, la meditación. Y la cerramos con una hora de adoración al Santísimo. Esta unión eucarística constituye nuestra fuerza, nuestra alegría y nuestro amor. Hay un pequeño detalle: tenemos que unir la oración con el trabajo. Se lo tratamos de inculcar a nuestra Hermanas invitándolas a "convertir el trabajo en oración". ¿Cómo es posible convertir el trabajo en oración? El trabajo no puede sustituir a la oración. De la misma manera, la oración no puede sustituir al trabajo. Sin embargo, tenemos que aprender a convertir el trabajo en oración. ¿Cómo podemos hacer esto? Haciéndolo con Jesús, haciéndolo por Jesús, haciéndolo para Jesús. Ésa es la forma de convertir en oración nuestro trabajo. Es posible que yo pueda seguir con toda la atención. Pero Dios tampoco exige de mí que le dedique toda la atención. En cambio, la intención sí puede ser plena.”

De la homilía de Juan Pablo II con ocasión de la beatificación de la Madre Teresa de Calcuta:
"El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate de todos" (Mc 10, 45). La madre Teresa compartió la pasión del Crucificado, de modo especial durante largos años de "oscuridad interior". Fue una prueba a veces desgarradora, aceptada como un "don y privilegio" singular.
En las horas más oscuras se aferraba con más tenacidad a la oración ante el santísimo Sacramento. Esa dura prueba espiritual la llevó a identificarse cada vez más con aquellos a quienes servía cada día, experimentando su pena y, a veces, incluso su rechazo. Solía repetir que la mayor pobreza era la de ser indeseados, la de no tener a nadie que te cuide.
"Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti". Cuántas veces, como el salmista, también madre Teresa, en los momentos de desolación interior, repitió a su Señor: "En ti, en ti espero, Dios mío".
Veneremos a esta pequeña mujer enamorada de Dios, humilde mensajera del Evangelio e infatigable bienhechora de la humanidad. Honremos en ella a una de las personalidades más relevantes de nuestra época. Acojamos su mensaje y sigamos su ejemplo.
Virgen María, Reina de todos los santos, ayúdanos a ser mansos y humildes de corazón como esta intrépida mensajera del amor. Ayúdanos a servir, con la alegría y la sonrisa, a toda persona que encontremos. Ayúdanos a ser misioneros de Cristo, nuestra paz y nuestra esperanza. Amén.”