Carísimo hijo: Jesús ha
aceptado con placer de tus manos el primer amor de mi Corazón en reparación del
desamor que le opusiste cuando tu edad te habría permitido ofrecerle afectos
angelicales. Sigue escuchándome, para conocer un amor más ardiente y perfecto
que podamos dar juntos a nuestro Jesús en este Sagrario de Amor.
Mi querido hijo, si el
primer acto de caridad de mi Corazón fue un río de fuego, en adelante, según yo
fuese conociendo siempre mejor a Dios, ese río se hizo mar de caridad… Porque
el Espíritu Santo, Espíritu de caridad, descendió en mi alma, puso en mi
Corazón su trono y me escogió para Esposa, dotándome de tan grandes regalos,
dones y gracias, que mi alma terminó como perdida en un océano de amor. Tan
límpida y pura quedé entonces, tan santificada, flamígera y refulgente, tan ligada
y unida a Dios, que mi Corazón y mi alma con todos sus pensamientos y deseos no
pudieron ser más jalados por Él…
Así el Espíritu Santo
me preparó para aquel feliz momento cuando hubo de cumplir en mi purísimo seno
la unión del Hijo de Dios con la naturaleza del hombre y hacerme su madre.
—María, Madre mía
divina, ¿puedes dar a esta alma ignorante alguna idea del célico ardor que
incendió tu Corazón cuando concebiste a Jesús, tu Redentor?…
¿Puedes decirme qué
llamas de amor abrasaron tu Corazón cuando, al humanarse, el Hijo de Dios
comenzó a habitar en ti? ¿Qué fue para ti que este mismo Jesús a quien estamos
amando juntos en el Sagrario hiciera de ti su Tabernáculo Viviente?
¿Puedes decirme qué
sentiste dentro de tu Corazón purísimo en el momento cuando el Espíritu Santo
formó de tu sangre el Cuerpo de Jesús y tú recibiste el título de Madre divina
suya?… ¿Puedes decírmelo, oh María?
—Sí, hijo mío… hasta
donde puedas entenderme, voy a decírtelo… de manera que con este mismo ardor
ames conmigo a Jesús en este Sacramento.
Hijo mío: ni ojo vio ni
oído oyó ni la mente humana concibió ni corazón creado pudo sentir jamás tal
gozo, tal júbilo, tal celeste encanto, cual sentí yo al concebir al divino
Verbo… Mi cuerpo se convirtió en un sagrario viviente del Hijo de Dios… Yo fui
la celda del Prisionero del Amor! ¡El Dador de mi vida comenzó a vivir de ella!
Y, puesto que la vida tiene su núcleo en el corazón, la de Jesús lo tuvo en el
mío… Aquí realmente mi Amado fue todo mío y también yo toda suya…
Ahora, hijo mío, puedes
entender cuán acertada estuve cuando al elogio de mi prima Isabel respondí
jubilosa Magníficat: «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu está
transportado de gozo en el Dios Salvador mío», porque Jesús, el Hijo de Dios,
la Dulzura y Gracia mismas, el mismo Amor y Venturanza, me escogió para
Sagrario viviente suyo…
—¡Oh María, Madre
divina de Jesús mi Redentor! ¡Oh Sagrario viviente aparejado por el Espíritu
Santo con gracias y santidad para acoger al Hijo de Dios y darle nuestra
naturaleza humana! Dame tu lengua y cantaré tu Magníficat, la alabanza que
corresponde a Jesús por el maravilloso amor que te tuvo…
—Bien, hijo mío; para
que te deshagas en sus loas conmigo, entremos, siguiendo la invitación del
Profeta David, en el pabellón de Jesús. Allí rindámosle, con una sola voz,
adoración, bendición y gracias por la gran merced que me hizo cuando le plugo
mirar a mi pobreza, la de su esclava, y escogerme para sagrario viviente donde
moraría al hacerme su Madre. Pero, entre tanto, hijo mío, no olvides la gracia
que hizo tuya con tanta reiteración… ¿Cuántas veces, alma mía, desde este
Sagrario de Amor Él te escogió también a ti para morada en la Santa Comunión?… Y
si este Jesús se rebajó hasta ocultar toda su natura divina al escogerme para sagrario
suyo humanándose en mi seno, más aún se rebaja al escogerte a ti para morada en
la Comunión… No sólo oculta su naturaleza divina, mas también la humana… Al
venir a mí humanándose, se rebajó y se hizo hombre; al llegar sacramentado a
ti, rebajóse más y se hizo tu alimento bajo la especie del pan.
¡Ah, hijo mío, por tan
maravillosa gracia bien puedes adorar, agradecer y enaltecer a Jesús!…
Arrimémonos entonces a mi Hijo, que está como Hostia Viva en el Sagrario, y
canta tú su alabanza como yo lo hice ante Isabel; porque el mismo que santificó
a San Juan su Precursor al ser alabado por mí, al serlo por ti santificará tu
alma con mi cooperación.
—Sí, Señora, con tu
lengua agradezco y enaltezco a Jesús por el maravilloso amor que me ha mostrado
en este Sacramento, especialmente en la Santa Comunión, cuando con tanta
humillación se hace uno con mi alma:
«Mi alma te glorifica,
oh Jesús Sacramentado, Señor mío, y mi espíritu está transportado de gozo en
ti, Dios Salvador mío, porque amor mayor del que en este Sacramento me has
mostrado, jamás pudiste mostrarme. Bajaste hasta la pobreza y miseria de mi
alma, te hiciste tantas veces uno conmigo en este Sacramento y me hiciste
bienaventurado, como me llama toda la milicia de los Ángeles, que no tienen mi
ventura.
«Oh Jesús, tú
verdaderamente has hecho en mí cosas grandes en este Sacramento de Amor: sea
por ello santificado tu nombre… Y de siglo en siglo, de generación en
generación, siempre amantísimo, igual misericordia mostrarás a cuantos te aman
y te dan la reverencia y adoración que mereces como Dios verdadero.
«Oh Jesús, en este
Sacramento hiciste alarde del poder de tu brazo omnipotente, porque en él
reuniste las maravillas más grandes y con él nos has dado fortaleza formidable
para no sucumbir y sí vencer al combatir a los soberbios enemigos de nuestra
alma.
«Oh Jesús: humilde de
corazón, derribaste de sus tronos del Cielo a aquellos enemigos nuestros cuya
soberbia no toleraste; y aquí, manso de corazón en el Sagrario, ensalzas a
cuantos se te acercan humildes; a ti los atraes, contra tu pecho los abrazas, y
en ti les descubres su Paraíso.
«Desde aquí, oh Jesús,
colmas de los bienes de tu Gracia a quienes como yo están en la pobreza y en la
miseria; pero despides vacíos a cuantos se acercan a ti enceguecidos por la
vanidad y riqueza del mundo.
«En este Sacramento, oh
Redentor mío Jesús, cumpliste con creces lo que dijeras a Abrahán y a todos los
que hubieron de brillar por su fe viva, porque, acordántote de tu misericordia,
diste a tu Pueblo más que redención del cautiverio: lo recibiste en tus brazos,
como una madre benignísima, para mantenerlo con tu Cuerpo y con tu Sangre.»
—Oh Jesús: uno esta
alabanza a la de tu Madre María, a aquel Magníficat que cantó en casa de Zacarías
delante de Santa Isabel. Quisiera también, oh amado Jesús, tener todas las
lenguas humanas y angélicas para pasarme la vida entera enalteciéndote con la
Virgen María por el amor de maravilla que me patentizas cada vez que desde este
adorable Sacramento, humillándote tanto, vienes a mí y te haces uno con mi
alma…
Que tú, oh Jesús,
escogieses a la Virgen María para tu sagrario viviente al encarnarte, no es
algo que me llene de asombro, pues su alma inmaculada te encantaba con su
virtud, santidad, pureza y caridad; pero que fuese mi miserable alma, y varias
veces, el sagrario que te escogieras, ¡harto me asombra!… ¿Dónde guarda mi alma
la santidad, limpidez y pureza que te corresponden?… Y más me asombro, oh
Jesús, viendo que, sobre prestarte hospedaje tan malo, mucho mayor humillación
te cobro yo que María… En Ella te fue preciso velar tu naturaleza divina y
parecer simple hombre. ¡Pero para venir a mí precisas velar con tu divinidad tu
humanidad también!… ¡Cuántos nuevos incentivos de amor me ha enseñado con sus
dulces palabras tu Madre María!…
—¡Oh María, ama tú a
Jesús Sacramentado en mi lugar, que mi corazón no es capaz!…
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