10 de noviembre de 2015

Mes de María: visita al Santísimo Sacramento


Carísimo hijo: Jesús ha aceptado con placer de tus manos el primer amor de mi Corazón en reparación del desamor que le opusiste cuando tu edad te habría permitido ofrecerle afectos angelicales. Sigue escuchándome, para conocer un amor más ardiente y perfecto que podamos dar juntos a nuestro Jesús en este Sagrario de Amor.



Mi querido hijo, si el primer acto de caridad de mi Corazón fue un río de fuego, en adelante, según yo fuese conociendo siempre mejor a Dios, ese río se hizo mar de caridad… Porque el Espíritu Santo, Espíritu de caridad, descendió en mi alma, puso en mi Corazón su trono y me escogió para Esposa, dotándome de tan grandes regalos, dones y gracias, que mi alma terminó como perdida en un océano de amor. Tan límpida y pura quedé entonces, tan santificada, flamígera y refulgente, tan ligada y unida a Dios, que mi Corazón y mi alma con todos sus pensamientos y deseos no pudieron ser más jalados por Él…

Así el Espíritu Santo me preparó para aquel feliz momento cuando hubo de cumplir en mi purísimo seno la unión del Hijo de Dios con la naturaleza del hombre y hacerme su madre.

—María, Madre mía divina, ¿puedes dar a esta alma ignorante alguna idea del célico ardor que incendió tu Corazón cuando concebiste a Jesús, tu Redentor?…
¿Puedes decirme qué llamas de amor abrasaron tu Corazón cuando, al humanarse, el Hijo de Dios comenzó a habitar en ti? ¿Qué fue para ti que este mismo Jesús a quien estamos amando juntos en el Sagrario hiciera de ti su Tabernáculo Viviente?

¿Puedes decirme qué sentiste dentro de tu Corazón purísimo en el momento cuando el Espíritu Santo formó de tu sangre el Cuerpo de Jesús y tú recibiste el título de Madre divina suya?… ¿Puedes decírmelo, oh María?

—Sí, hijo mío… hasta donde puedas entenderme, voy a decírtelo… de manera que con este mismo ardor ames conmigo a Jesús en este Sacramento.

Hijo mío: ni ojo vio ni oído oyó ni la mente humana concibió ni corazón creado pudo sentir jamás tal gozo, tal júbilo, tal celeste encanto, cual sentí yo al concebir al divino Verbo… Mi cuerpo se convirtió en un sagrario viviente del Hijo de Dios… Yo fui la celda del Prisionero del Amor! ¡El Dador de mi vida comenzó a vivir de ella! Y, puesto que la vida tiene su núcleo en el corazón, la de Jesús lo tuvo en el mío… Aquí realmente mi Amado fue todo mío y también yo toda suya…
Ahora, hijo mío, puedes entender cuán acertada estuve cuando al elogio de mi prima Isabel respondí jubilosa Magníficat: «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu está transportado de gozo en el Dios Salvador mío», porque Jesús, el Hijo de Dios, la Dulzura y Gracia mismas, el mismo Amor y Venturanza, me escogió para Sagrario viviente suyo…



—¡Oh María, Madre divina de Jesús mi Redentor! ¡Oh Sagrario viviente aparejado por el Espíritu Santo con gracias y santidad para acoger al Hijo de Dios y darle nuestra naturaleza humana! Dame tu lengua y cantaré tu Magníficat, la alabanza que corresponde a Jesús por el maravilloso amor que te tuvo…

—Bien, hijo mío; para que te deshagas en sus loas conmigo, entremos, siguiendo la invitación del Profeta David, en el pabellón de Jesús. Allí rindámosle, con una sola voz, adoración, bendición y gracias por la gran merced que me hizo cuando le plugo mirar a mi pobreza, la de su esclava, y escogerme para sagrario viviente donde moraría al hacerme su Madre. Pero, entre tanto, hijo mío, no olvides la gracia que hizo tuya con tanta reiteración… ¿Cuántas veces, alma mía, desde este Sagrario de Amor Él te escogió también a ti para morada en la Santa Comunión?… Y si este Jesús se rebajó hasta ocultar toda su natura divina al escogerme para sagrario suyo humanándose en mi seno, más aún se rebaja al escogerte a ti para morada en la Comunión… No sólo oculta su naturaleza divina, mas también la humana… Al venir a mí humanándose, se rebajó y se hizo hombre; al llegar sacramentado a ti, rebajóse más y se hizo tu alimento bajo la especie del pan.

¡Ah, hijo mío, por tan maravillosa gracia bien puedes adorar, agradecer y enaltecer a Jesús!… Arrimémonos entonces a mi Hijo, que está como Hostia Viva en el Sagrario, y canta tú su alabanza como yo lo hice ante Isabel; porque el mismo que santificó a San Juan su Precursor al ser alabado por mí, al serlo por ti santificará tu alma con mi cooperación.

—Sí, Señora, con tu lengua agradezco y enaltezco a Jesús por el maravilloso amor que me ha mostrado en este Sacramento, especialmente en la Santa Comunión, cuando con tanta humillación se hace uno con mi alma:

«Mi alma te glorifica, oh Jesús Sacramentado, Señor mío, y mi espíritu está transportado de gozo en ti, Dios Salvador mío, porque amor mayor del que en este Sacramento me has mostrado, jamás pudiste mostrarme. Bajaste hasta la pobreza y miseria de mi alma, te hiciste tantas veces uno conmigo en este Sacramento y me hiciste bienaventurado, como me llama toda la milicia de los Ángeles, que no tienen mi ventura.

«Oh Jesús, tú verdaderamente has hecho en mí cosas grandes en este Sacramento de Amor: sea por ello santificado tu nombre… Y de siglo en siglo, de generación en generación, siempre amantísimo, igual misericordia mostrarás a cuantos te aman y te dan la reverencia y adoración que mereces como Dios verdadero.

«Oh Jesús, en este Sacramento hiciste alarde del poder de tu brazo omnipotente, porque en él reuniste las maravillas más grandes y con él nos has dado fortaleza formidable para no sucumbir y sí vencer al combatir a los soberbios enemigos de nuestra alma.

«Oh Jesús: humilde de corazón, derribaste de sus tronos del Cielo a aquellos enemigos nuestros cuya soberbia no toleraste; y aquí, manso de corazón en el Sagrario, ensalzas a cuantos se te acercan humildes; a ti los atraes, contra tu pecho los abrazas, y en ti les descubres su Paraíso.

«Desde aquí, oh Jesús, colmas de los bienes de tu Gracia a quienes como yo están en la pobreza y en la miseria; pero despides vacíos a cuantos se acercan a ti enceguecidos por la vanidad y riqueza del mundo.

«En este Sacramento, oh Redentor mío Jesús, cumpliste con creces lo que dijeras a Abrahán y a todos los que hubieron de brillar por su fe viva, porque, acordántote de tu misericordia, diste a tu Pueblo más que redención del cautiverio: lo recibiste en tus brazos, como una madre benignísima, para mantenerlo con tu Cuerpo y con tu Sangre.»

—Oh Jesús: uno esta alabanza a la de tu Madre María, a aquel Magníficat que cantó en casa de Zacarías delante de Santa Isabel. Quisiera también, oh amado Jesús, tener todas las lenguas humanas y angélicas para pasarme la vida entera enalteciéndote con la Virgen María por el amor de maravilla que me patentizas cada vez que desde este adorable Sacramento, humillándote tanto, vienes a mí y te haces uno con mi alma…

Que tú, oh Jesús, escogieses a la Virgen María para tu sagrario viviente al encarnarte, no es algo que me llene de asombro, pues su alma inmaculada te encantaba con su virtud, santidad, pureza y caridad; pero que fuese mi miserable alma, y varias veces, el sagrario que te escogieras, ¡harto me asombra!… ¿Dónde guarda mi alma la santidad, limpidez y pureza que te corresponden?… Y más me asombro, oh Jesús, viendo que, sobre prestarte hospedaje tan malo, mucho mayor humillación te cobro yo que María… En Ella te fue preciso velar tu naturaleza divina y parecer simple hombre. ¡Pero para venir a mí precisas velar con tu divinidad tu humanidad también!… ¡Cuántos nuevos incentivos de amor me ha enseñado con sus dulces palabras tu Madre María!…


—¡Oh María, ama tú a Jesús Sacramentado en mi lugar, que mi corazón no es capaz!…

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