Oh Jesús, amado
Redentor mío, yo sé y confieso que, al tiempo que tú estás presente delante de
mí en este adorable Sacramento del Altar tras los velos eucarísticos en pasmoso
silencio y humildad, juzgas el mundo entero con justicia, exactitud y minucia
no menos pasmosas, y sentencias a las almas que a cada instante van
presentándose ante tu tribunal. Mientras aquí en el Sagrario tu santidad
infinita me admite con mi alma fría, defectuosa y manchada de pecados, allí tu
misma santidad aparta de sí toda alma en la que percibe la menor sombra de culpa.
Mientras aquí tu justicia soporta con asombrosa paciencia irreverencias, ofensas
y sacrilegios, en aquel tribunal ella reclama todos sus derechos, y a cuantas almas
conservan la más pequeña deuda o exhiben la menor mancilla de culpa, las manda
a pagar en los acerbos tormentos del Purgatorio.
Oh buen Jesús, todo
estremecido por estos pensamientos ante tu majestad humillada en este
Sacramento de Amor, con lágrimas en los ojos te imploro piedad para con las
pobres ánimas del Purgatorio…
—Carísimo hijo, cada
vez que visitas a mi Persona sacramentada complaces mi Corazón; pero más lo
complaces hoy, dispuesto como te muestras a pasar una hora ante mí rogándome
por mis esposas amadas a quienes mi justicia mantiene lejos de mí en terribles
tormentos. ¡Ay, hijo mío!… ¡Si pudieras hacerte alguna noción de mi amor a
estas almas atormentadas de mi justicia!… ¡Si de algún modo conocieras la
magnitud y atrocidad de sus penas!… ¡Si pudieran llegar a tus oídos los
llantos, los suspiros, las súplicas que te dirigen desde aquella cárcel ígnea!…
¡Entonces seguro que
jamás vendrías ante mí sin acordarte de ellas!
—Jesús, ten piedad de
mi ignorancia, dame a entender de algún modo sus penas, de manera que interceda
con más fervor ante tu justicia por su socorro. En el Purgatorio se padece no
sólo por pecados veniales no detestados ni perdonados en vida —culpas
propiamente dichas—, sino también por pecados mortales o veniales cuya culpa ha
sido absuelta, pero cuya pena correspondiente, llamada reato, no se ha completado
en la tierra.
—Hijo mío, has dicho
bien: «Dame a entender de algún modo», ya que jamás podrías comprender todo el
importe de sus penas. ¡Ay, hijo mío, qué cosa tremenda es caer bajo mi
severísima justicia!… ¡Si supieras con cuánto rigor ella cobra en el Purgatorio
por pecados veniales, por faltas pequeñas, por defectos leves!… Veniales,
pequeñas, leves ante los ojos humanos, ¡pero no así ante mi infinita majestad!…
De los tormentos del
Purgatorio infiere lo que es la ofensa contra mí, aparentemente pequeña, pesada
en la balanza de mi justicia… Yo amo a las ánimas del Purgatorio, son almas
santas, esposas mías destinadas a gozarme eternamente en el Cielo; pero eso no
quita que las castigue el rigor de mi justicia.
—Jesús misericordioso,
si tanto las amas, ¿por qué las castigas con mucho rigor?
—Porque las amo y
porque quiero purificarlas de su culpa a fin de que puedan gozarme en el Cielo,
donde no se admite sombra de culpa. Tu pregunta acusa poca noción del pecado
venial que castigo en el Purgatorio. Si la tuvieras, también sabrías que ese
lugar es obra de mi misericordia.
—¿Y qué es el pecado
venial?
—Es uno de los
principales motivos de desazón para el alma detenida en el Purgatorio.
Justamente por no haber comprendido en el mundo la gravedad del pecado venial,
ella incurrió en demasiados con ojos abiertos, como lo haces tú, sin jamás
parar mientes en la malicia que allí se encierra. Acá en el mundo lo tomas por
una nonada o nimiedad, ¡pero qué pronto cambiarás de parecer ni bien comparezcas
ante mi juicio! Al quebrar mi Sagrada Ley, el pecado venial me agrede a mí,
infinito en majestad y santidad. Por lo tanto, ni tú ni la humanidad conjunta
con todas sus penas podrían pagar tanta culpa si no intercedieran mis méritos
de Redentor. ¡Tanta es la fealdad del alma desfigurada por este pecado, que le
hace insoportable estarse un instante ante mis ojos purísimos!
Hijo mío, por lo pronto
jamás habrá una razón para cometer un pecado venial.
Pero además él importa
tanta ofensa, que ni siquiera te sería permitido cometer uno con el cual
tuvieras la seguridad de salvar a todos los hombres y condenados del infierno.
Por mucho que así me glorifiques a mí y beneficies a millones de almas, siempre
sería más la ofensa que me habría inferido tu pecado venial.
—¡Ay, Jesús, cuánto te
ofende el pecado venial!… ¡Y yo lo cometo con total desaprensión!
—Hijo mío, para
formarte noción más exacta de este pecado, acompáñame ahora al Purgatorio,
donde, viendo como se está castigado de mi justicia, podrás concebir temor de
él y algo de lástima para con esos desdichados, lo cual debería hacerte su intercesor
asiduo que los libre de sus grandes tormentos. Pero antes mírate a ti mismo,
examina tu conciencia, y toma nota de lo mucho que me ofendes día a día con
pecados veniales, para que sepas cuánto mereces los castigos que voy a mostrarte
en el Purgatorio.
Hijo mío: ahora que has
examinado y visto en cuántos pecados veniales caes a diario y cuántas faltas y
defectos cometes con ojos abiertos, acompáñeme tu espíritu al Purgatorio, a
aquella cárcel de penas, a ver cuántos y cuáles tormentos sufre el alma por un
solo pecado de aquellos en los cuales sueles caer.
—¿A qué tormentos te
refieres, Jesús?
—Hijo, en cuanto el
alma humana se ve en el Purgatorio, no oye sino alaridos y sollozos, ni ve más
que fuegos, ni toca ni respira otra cosa… El fuego, hijo mío…
¡Ay!… ¡Qué tormento más
grande!… No puedes comprenderlo, porque tu experiencia se limita a la fuerza de
fuego del mundo, que creé en beneficio de los hombres: pero el fuego del
Purgatorio está creado de mí para castigar… Contiene todas las formas del
dolor… Y castiga juiciosamente, según las culpas que encuentra en el alma. Tan
horroroso fuego es, que no se le comparan cuantas penas tú y todos tus
congéneres juntos podáis ver, pensar y sentir… Hijo mío, ¡es el mismo fuego que
quema a los condenados!…
Séate manifiesto en
todo este espectáculo, hijo mío, el estrago que hace al alma el pecado, aun
venial: El alma separada del cuerpo, cuando no se halla en aquella pureza en la
que fue creada, viéndose con tal impedimento, que no puede quitarse sino por
medio del purgatorio, al punto se arroja en él, y con toda voluntad. Y si no encontrase
tal ordenación capaz de quitarle ese impedimento, en aquel instante se le
formaría un infierno peor de lo que es el purgatorio, viendo ella que no podía unirse,
por aquel impedimento, a Dios, su fin34… Por eso va de buena gana al Purgatorio
y da gracias a mi piedad por este remedio.
—Entonces, Jesús, ¿está
contenta el alma en el Purgatorio?
—Sí, hijo mío; pero eso
no le modera las penas del fuego. La contenta estar en el lugar preparatorio
para contemplar un día mi infinita santidad y gozarme. Está contenta porque vio
de algún modo lo que es Dios y lo que es su venturanza, y porque ve que el
Purgatorio está hecho para alcanzarla. ¡Pero cuánto tormento le depara en el
Purgatorio este gozo y esta dicha que percibió en mí! Es la pena de daño, hijo
mío, que nadie en el mundo puede comprender… La noticia del gozo que sólo yo
encierro y la conciencia de que el centro de su felicidad soy yo, arrancan al
ánima una atracción irresistible, un ansia de gozarme, pero —¡ay de ella!— al
mismo tiempo una violencia atroz la separa de mí, porque entre yo y ella está
su culpa!… Lo que más ansía es lo que menos alcanza: gozarme. No ama más que a
mí ni encuentra en qué pensar sino en el gozo que doy en la patria celestial, ¡y
la pobre está tan alejada de mí, y para años enteros, que a veces llegan a
muchos y también a siglos!… El amor que me tiene el ánima del Purgatorio le
depara, si gozo real, también dolor máximo, dolor ante el cual es poco el que
pueda infligirle el fuego o cualquier otro tormento…
¡Ay, hijo mío! Si
pudieras hacerte idea del suplicio de las ánimas viéndolas retenidas de mi
justicia divina lejos de mí, único Objeto de su amor, sin poder olvidarme ni
por un instante… y si pudieran llegar a tus oídos sus suspiros y llantos… y si
pudieras ver sus lágrimas rodar por sus mejillas… ¡qué pronto volarías a
socorrerlas!
—Oh Jesús, divino
Redentor mío, algo instruido que ya estoy sobre lo mal que se está en el
Purgatorio, te prometo de ahora en más procurar a las benditas ánimas cuanto
sufragio pueda. Pero enséñame tú mismo, oh Jesús, el mejor modo de socorrerlas…
—Sí, hijo mío; pero
primero escucha sobre las penas del Purgatorio más revelaciones que deberían
hacerte muy precavido.
—Oh Jesús, ¿sufren
entonces las ánimas del Purgatorio penas que se sumen a las que me has
descubierto?
—Sí, carísimo hijo mío,
las sufren, y te importa advertirlas para vivir mejor y disminuírtelas en lo
posible. Tú sabes que en el infierno el remordimiento de conciencia es suplicio
formidable: el alma condenada revuelve en su memoria lo fácil que le era
salvarse y lo necio que fue perderse… Tampoco para el ánima del Purgatorio es
llevadero el remordimiento. Ella se acuerda de lo fácil que le habría sido
evitar los pecados que la hundieron en tan horrible fosa… Cuánto tiempo dedicó
a trivialidades mientras podía cultivar grandes virtudes y pagar la deuda que tenía
con mi justicia… Cuántas palabras innecesarias y dañinas, cuánta murmuración
contra los superiores y contra las acciones ajenas… Qué de juicios, sospechas y
pensamientos ofensivos al prójimo… Cuánta demasía de egoísmo, cuánto exceso de
delicadeza en la comida y en el descanso35… Deslices y más deslices que pudo
evitar íntegra y fácilmente con un poco de vigilancia, y que ahora le acarrean
tormentos acerbos para tiempo larguísimo…
—Buena lección me has
dado, misericordísimo Jesús, para vigilar, vivir mejor, y evitar esos castigos.
—Hijo mío, por cierto
que ella te aprovecha; pero sigue escuchándome, que entre las penas del
Purgatorio el ánima también tendrá otros remordimientos no menos crueles. Se
acordará de cuánto bien pudo hacer a lo largo de la vida y lo descuidó, omitiéndolo.
Cuántas comuniones dejó por negligencia, para no vivir un poco más virtuosamente,
para no hacer caso al confesor y sojuzgarse un poquito… Cuántas visitas quedó
sin hacerme en el Santísimo Sacramento… Cuánto más pudo complacer mi Corazón… y
beneficiar a los demás… Cuántas más veces pudo oír
Misas, ganar
indulgencias, atesorar bienes de valor inmenso… ¡Y lo dejó todo de lado!…
—Ya sé, oh buen Jesús,
qué espantosos dolores, junto a terribles llamas, rodean y azotan a las pobres
ánimas atormentadas de no poder gozarte y remordidas por haber dicho sí a
tantos pecados evitables y no a tantas virtudes posibles… ¡Oh Jesús
piadosísimo, tenles piedad! Te aman, se derriten por gozarte… Son tus esposas,
¡líbralas de aquellos suplicios por la virtud de tan dolorosa muerte como sufriste
por ellas en la Cruz! Y por su amor te ruego, oh Jesús, que me enseñes cómo
pagar a tu justicia por ellas, para su mayor beneficio posible.
—Tal es mi deseo, hijo
mío: que uses los medios de que dispones, que a ti te significan esfuerzo pequeño,
y a ellas provecho grande.
Hijo mío, ¡cuán
desdichadas son las ánimas del Purgatorio! ¡Sufren penas cuya grandeza nadie en
el mundo comprende, y las sufren sin descanso alguno! Penan con paciencia,
adoran y aman a Dios, ¡pero sin mérito alguno, pues el tiempo de merecer ya ha
pasado para ellas! Les ha quedado atrás, mas no a ti, carísimo hijo; mi
misericordia te ha habilitado a socorrerlas, ¡y cuántos y cuán grandes recursos
tienes a tu alcance!…
—Oh Jesús, ¿qué
recursos tengo, pues, para socorrer a las ánimas del Purgatorio? mucho mayores
pecados posibles varias décadas después por tentaciones novedosas y mundiales
dirigidas a los sentidos, al intelecto, y a la Fe.
—No tienen número, hijo
mío, y te vienen de mi Iglesia. Tan innumerables son como tus pensamientos,
palabras, latidos del corazón y obras: todo puede aprovecharse para ayudarlas.
Sus penas menguan con miles de acciones pequeñas, ya sean pensamientos buenos,
palabras de caridad, mi nombre o el de mi Madre María repetido con reverencia,
un suspiro compasivo por sus penas, una mirada piadosa al crucifijo o miles de
otras prácticas similares hechas por su sufragio en Gracia de Dios. Las
pequeñeces que en todo día y momento hieren tu mente, tus afectos, tus deseos o
tu cuerpo; alguna palabra no muy suave, alguna humillación u ofensa, alguna
ingratitud inesperada, la pena del trabajo, el trato menos soportable de
alguien: todo eso puede servirte, hijo mío, para expiar pecados y socorrer a
las ánimas del Purgatorio.
—Oh Jesús, ¡qué bien
podré socorrerlas entonces con pequeñeces! ¡Qué misericordia la tuya, oh Jesús!
¡Que aceptes de nuestras manos esas cosillas para mitigar sus penas!…
—Sí, hijo mío, todo eso
puedes aplicar a su socorro, y más aún la conformidad con mi voluntad en
desdichas y cruces, en la indigencia y enfermedad. ¿Qué te cuesta, hijo mío,
ofrecerme por ellas un acto de paciencia, de caridad, de resignación, de fe, de
esperanza o de contrición?… ¿No me darías en nombre suyo las lágrimas que el
quebranto te arranca, las penas y desgracias que la vida te presenta?…
—Jesús, te prometo
poner en práctica todos esos consejos para mitigar en algo los tormentos de
esas pobres ánimas.
—Y a más de ello, hijo
mío: ¡cuántos otros medios eficacísimos tienes en las manos! Puedes hacer obras
de misericordia con tu prójimo, brindar asistencia a los enfermos y
agonizantes, dar limosnas a los huérfanos y pobres como también aliento a los
afligidos, esmerarte por disminuir algo de la desdicha, de las desazones y
lágrimas ajenas. Todas esas obras y otras similares están a tu alcance, y mucho
sufragan a las ánimas. Yo las acepto todas como hechas a mí, hijo mío; y, cuando
tras tu muerte estés en el Purgatorio, inspiraré a mis siervos a poner en obra la
misma caridad contigo, y te daré el céntuplo de cuanto hubieres practicado en este
mundo por los difuntos. Y acá mismo, donde vives, te daré muchos medios para
pagar tus pecados y así disminuir o saldar totalmente tu amarga deuda.
Hijo mío, yo soy justo
y bueno; no puedo dejar obra buena impaga, y en la paga siempre sobrepujo
grandemente cuanto me hayan dado.
—Jesús, esa indudable
verdad me despierta gran interés en tener devoción a aquellas ánimas
encarceladas en el dolor. Te ruego, pues, que me enseñes algunas otras obras
buenas para su mayor socorro.
—Para empezar, hijo
mío, el Santo Sacrificio de la Misa. ¡Si supieras lo que es en sí y lo que vale
para ti y para las ánimas del Purgatorio, seguramente no dejarías pasar día sin
oír al menos una Misa! En el Sagrado Sacrificio, yo, como Sacerdote Eterno, me
ofrezco como Víctima agradable a mi Padre en beneficio de vivos y difuntos.
¡Tan meritorio es este Sacrificio, que uno solo da más gloria a Dios que todos
los Mártires con todos sus suplicios!…
En Misa yo mismo ruego
y mi oración es atentida; encomiendo a mi Padre tus difuntos, ofreciéndole con
mis méritos tus plegarias. María, mi Madre, ruega conmigo; y cuando tú oyes
Misa, ruegas con nosotros. ¿Y podría tu oración quedar sin atender? Si mi Padre
atiende la oración hecha en mi nombre; la hecha conmigo, ¿cuánto más la
atenderá? Oye Misas con la reverencia que tendrías si presenciaras mi agonía y
muerte en el propio Calvario. Cuando puedas, encarga tú en persona Misas por
quienes debas o quieras socorrer en particular. No es poco el que cada Misa les
trae, porque en ese momento mi Sangre les mitiga sus tormentos, cuando no las
libra por completo. Hágate esto asiduo en procurar alegría especial a las ánimas
del Purgatorio con mi Sacrificio.
—Oh Jesús, procuraré
entonces, de serme posible, oír Misa diaria por las ánimas del Purgatorio. ¿Y
con qué más puedo socorrerlas?
—Después del Santo
Sacrificio de la Misa, la Comunión te da cómo socorrerlas harto. Ven, hijo mío,
ven a recibirme a menudo en este Sacramento; y, cuando yo esté en tu pecho como
en trono de gracias, ruégame por las pobres ánimas y aplica a sus necesidades
el mérito de tus comuniones. Así estarás ofreciéndoles la obra más santa y
meritoria que por ellas puedas hacer en esta tierra, obra que además se presta
para mucha reiteración.
—Desde ahora mismo,
buen Jesús, te ofrezco todas mis comuniones por las ánimas del Purgatorio y
especialmente por aquellas que más te amaron en este Sacramento.
—¿Ves entonces, hijo
mío, cuántos medios fáciles y grandes tienes en las manos para socorrer a las
pobres ánimas? Y todo eso aparte, ¿cuántas oraciones están enriquecidas en mi
Iglesia con indulgencias que puedes aplicar a las ánimas? Hijo mío: sé misericordioso,
para que yo también lo sea contigo.
Hijo mío, contempla mi
presencia real en el Sagrario, fortalece tu fe, y con gran compasión arranca de
tu corazón una oración abrasada de caridad por tus pobres hermanos de aquella
cárcel de penas. ¡Ah, si tuvieras algo de mi ansia de librar de sus tormentos a
aquellos desdichados, con qué premura me rogarías por ellos! ¡Con qué caridad
ofrecieras a mi Padre Celestial los méritos de mi Sangre divina para mitigar
las penas, abreviar el tiempo, pagar su justicia y librar a mis amados de aquella
cárcel de fuegos!…
—Oh Jesús, ahora mismo
ofrezco contigo al Eterno Padre todos tus méritos por las ánimas benditas del
Purgatorio:
—Acepta, oh Eterno
Padre, Dios, todos los méritos de la Pasión y Muerte del Cordero sin mancha,
nuestro Señor Jesús, presente ante mí en el Sagrario, y aplícalos a las pobres
ánimas del Purgatorio. Por ellas te ofrezco la oración, el estremecimiento, el
sudor de sangre y la agonía que avasalló su divino Corazón en el Huerto de
Olivos… Mira la atroz flagelación que sufrió en el pretorio de Pilato, mira los
ultrajes de la coronación de espinas y todos los insultos a los cuales lo sometieron
sus enemigos a lo largo de toda la Pasión… Contempla a esta divina Víctima a ti
ofrecida en el Calvario… y especialmente el desamparo que experimentó este
amado hijo tuyo durante su agonía en la Cruz; y por el mérito infinito que
obtuvo ante tu justicia, no abandones a las pobres ánimas en aquellos tormentos.
Apiádate de ellas, mitígales las penas, abréviales el tiempo, líbralas de su
cárcel y llévalas al Paraíso contigo, para que te gocen por la eternidad…
—Y tú, oh Jesús
Sacramentado, por la humillación tan extraordinaria que por toda la redondez de
la tierra sobrellevas en este Sacramento de tu Amor, y máxime por la virtud de
los Sacrificios del Altar en los que, Víctima pura, eres ofrecido por los sacerdotes
en el mundo entero a cada instante, ¡ah, ten piedad de las benditas ánimas del
Purgatorio! Libra de aquellas penas a las más desamparadas… a las más próximas
a gozarte… a las almas de los sacerdotes y religiosos, de mis parientes y
amigos, de los que me amaban y de los que me ofendieron… de aquellos a quienes
les he dado algún escándalo y están padeciendo por mi culpa…
Y, más que a nadie,
libra pronto a los que fueron tus devotos en este Sacramento.
—Hijo mío, yo escucho
tu oración por las pobres ánimas, recibo todo lo que por ellas me ofreces, y
enseguida se lo aplico con los Ángeles. Ellas, te agradecen con toda el alma.
Guardarán el recuerdo de tu favor y te lo pagarán, porque la ingratitud es
extraña a aquellas ánimas santas. Aquellos que socorras con ruegos, se harán
tus mayores amigos en el Purgatorio y nunca te olvidarán cuando posean su
premio postergado. Las almas que libres del Purgatorio te quedarán eternamente obligadas;
también sus Ángeles Custodios, mi Madre María y yo mismo. Si libras a un ánima
del Purgatorio, tendrás en el Cielo a alguien que ruegue por ti, que ame, alabe
y glorifique a Dios contigo y en tu lugar…
—Entonces, Jesús, ¿me
aprovecha también a mí ser devoto de las ánimas del
Purgatorio?
—¡Sí, y mucho! Mientras
las socorras, rogarán por ti con gran fervor: en tus tribulaciones te
consolarán; en los peligros te cuidarán; en toda necesidad te acompañarán, y
así harán con tus parientes y amigos. Dedícales entonces frecuentes ruegos y
ofréceles tus penas y obras de misericordia.
—Te prometo, oh buen
Jesús, que de hoy en adelante las recordaré cada día; nunca llegaré a tu
Persona sacramentada sin rogarte por ellas.
—Hijo mío, así me das
holgado gusto y placer, a ellas les prestas socorro y tú mismo te acaudalas
mérito ante mí.
Rezamos:
Dales, Señor, el
descanso eterno y brille para ellos la luz perpetua. El Cielo te debe, oh Dios,
un himno de alabanza, y en la celestial Jerusalén te será tributado un homenaje
en nuestro nombre; escucha mi oración, pues a ti ha de volver todo hombre)
—Jesús Sacramentado,
ten piedad y caridad con las ánimas del Purgatorio, disminuye sus penas, modera
su fuego, y llévalas al Paraíso contigo para que te gocen por la eternidad.
Amén.
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