31 de octubre de 2015

Hora santa para el día de la conmemoración de los fieles difuntos



Oh Jesús, amado Redentor mío, yo sé y confieso que, al tiempo que tú estás presente delante de mí en este adorable Sacramento del Altar tras los velos eucarísticos en pasmoso silencio y humildad, juzgas el mundo entero con justicia, exactitud y minucia no menos pasmosas, y sentencias a las almas que a cada instante van presentándose ante tu tribunal. Mientras aquí en el Sagrario tu santidad infinita me admite con mi alma fría, defectuosa y manchada de pecados, allí tu misma santidad aparta de sí toda alma en la que percibe la menor sombra de culpa. Mientras aquí tu justicia soporta con asombrosa paciencia irreverencias, ofensas y sacrilegios, en aquel tribunal ella reclama todos sus derechos, y a cuantas almas conservan la más pequeña deuda o exhiben la menor mancilla de culpa, las manda a pagar en los acerbos tormentos del Purgatorio.

Oh buen Jesús, todo estremecido por estos pensamientos ante tu majestad humillada en este Sacramento de Amor, con lágrimas en los ojos te imploro piedad para con las pobres ánimas del Purgatorio…



—Carísimo hijo, cada vez que visitas a mi Persona sacramentada complaces mi Corazón; pero más lo complaces hoy, dispuesto como te muestras a pasar una hora ante mí rogándome por mis esposas amadas a quienes mi justicia mantiene lejos de mí en terribles tormentos. ¡Ay, hijo mío!… ¡Si pudieras hacerte alguna noción de mi amor a estas almas atormentadas de mi justicia!… ¡Si de algún modo conocieras la magnitud y atrocidad de sus penas!… ¡Si pudieran llegar a tus oídos los llantos, los suspiros, las súplicas que te dirigen desde aquella cárcel ígnea!…
¡Entonces seguro que jamás vendrías ante mí sin acordarte de ellas!

—Jesús, ten piedad de mi ignorancia, dame a entender de algún modo sus penas, de manera que interceda con más fervor ante tu justicia por su socorro. En el Purgatorio se padece no sólo por pecados veniales no detestados ni perdonados en vida —culpas propiamente dichas—, sino también por pecados mortales o veniales cuya culpa ha sido absuelta, pero cuya pena correspondiente, llamada reato, no se ha completado en la tierra.

—Hijo mío, has dicho bien: «Dame a entender de algún modo», ya que jamás podrías comprender todo el importe de sus penas. ¡Ay, hijo mío, qué cosa tremenda es caer bajo mi severísima justicia!… ¡Si supieras con cuánto rigor ella cobra en el Purgatorio por pecados veniales, por faltas pequeñas, por defectos leves!… Veniales, pequeñas, leves ante los ojos humanos, ¡pero no así ante mi infinita majestad!…
De los tormentos del Purgatorio infiere lo que es la ofensa contra mí, aparentemente pequeña, pesada en la balanza de mi justicia… Yo amo a las ánimas del Purgatorio, son almas santas, esposas mías destinadas a gozarme eternamente en el Cielo; pero eso no quita que las castigue el rigor de mi justicia.

—Jesús misericordioso, si tanto las amas, ¿por qué las castigas con mucho rigor?

—Porque las amo y porque quiero purificarlas de su culpa a fin de que puedan gozarme en el Cielo, donde no se admite sombra de culpa. Tu pregunta acusa poca noción del pecado venial que castigo en el Purgatorio. Si la tuvieras, también sabrías que ese lugar es obra de mi misericordia.

—¿Y qué es el pecado venial?

—Es uno de los principales motivos de desazón para el alma detenida en el Purgatorio. Justamente por no haber comprendido en el mundo la gravedad del pecado venial, ella incurrió en demasiados con ojos abiertos, como lo haces tú, sin jamás parar mientes en la malicia que allí se encierra. Acá en el mundo lo tomas por una nonada o nimiedad, ¡pero qué pronto cambiarás de parecer ni bien comparezcas ante mi juicio! Al quebrar mi Sagrada Ley, el pecado venial me agrede a mí, infinito en majestad y santidad. Por lo tanto, ni tú ni la humanidad conjunta con todas sus penas podrían pagar tanta culpa si no intercedieran mis méritos de Redentor. ¡Tanta es la fealdad del alma desfigurada por este pecado, que le hace insoportable estarse un instante ante mis ojos purísimos!
Hijo mío, por lo pronto jamás habrá una razón para cometer un pecado venial.
Pero además él importa tanta ofensa, que ni siquiera te sería permitido cometer uno con el cual tuvieras la seguridad de salvar a todos los hombres y condenados del infierno. Por mucho que así me glorifiques a mí y beneficies a millones de almas, siempre sería más la ofensa que me habría inferido tu pecado venial.

—¡Ay, Jesús, cuánto te ofende el pecado venial!… ¡Y yo lo cometo con total desaprensión!

—Hijo mío, para formarte noción más exacta de este pecado, acompáñame ahora al Purgatorio, donde, viendo como se está castigado de mi justicia, podrás concebir temor de él y algo de lástima para con esos desdichados, lo cual debería hacerte su intercesor asiduo que los libre de sus grandes tormentos. Pero antes mírate a ti mismo, examina tu conciencia, y toma nota de lo mucho que me ofendes día a día con pecados veniales, para que sepas cuánto mereces los castigos que voy a mostrarte en el Purgatorio.


Hijo mío: ahora que has examinado y visto en cuántos pecados veniales caes a diario y cuántas faltas y defectos cometes con ojos abiertos, acompáñeme tu espíritu al Purgatorio, a aquella cárcel de penas, a ver cuántos y cuáles tormentos sufre el alma por un solo pecado de aquellos en los cuales sueles caer.

—¿A qué tormentos te refieres, Jesús?

—Hijo, en cuanto el alma humana se ve en el Purgatorio, no oye sino alaridos y sollozos, ni ve más que fuegos, ni toca ni respira otra cosa… El fuego, hijo mío…
¡Ay!… ¡Qué tormento más grande!… No puedes comprenderlo, porque tu experiencia se limita a la fuerza de fuego del mundo, que creé en beneficio de los hombres: pero el fuego del Purgatorio está creado de mí para castigar… Contiene todas las formas del dolor… Y castiga juiciosamente, según las culpas que encuentra en el alma. Tan horroroso fuego es, que no se le comparan cuantas penas tú y todos tus congéneres juntos podáis ver, pensar y sentir… Hijo mío, ¡es el mismo fuego que quema a los condenados!…
Séate manifiesto en todo este espectáculo, hijo mío, el estrago que hace al alma el pecado, aun venial: El alma separada del cuerpo, cuando no se halla en aquella pureza en la que fue creada, viéndose con tal impedimento, que no puede quitarse sino por medio del purgatorio, al punto se arroja en él, y con toda voluntad. Y si no encontrase tal ordenación capaz de quitarle ese impedimento, en aquel instante se le formaría un infierno peor de lo que es el purgatorio, viendo ella que no podía unirse, por aquel impedimento, a Dios, su fin34… Por eso va de buena gana al Purgatorio y da gracias a mi piedad por este remedio.

—Entonces, Jesús, ¿está contenta el alma en el Purgatorio?

—Sí, hijo mío; pero eso no le modera las penas del fuego. La contenta estar en el lugar preparatorio para contemplar un día mi infinita santidad y gozarme. Está contenta porque vio de algún modo lo que es Dios y lo que es su venturanza, y porque ve que el Purgatorio está hecho para alcanzarla. ¡Pero cuánto tormento le depara en el Purgatorio este gozo y esta dicha que percibió en mí! Es la pena de daño, hijo mío, que nadie en el mundo puede comprender… La noticia del gozo que sólo yo encierro y la conciencia de que el centro de su felicidad soy yo, arrancan al ánima una atracción irresistible, un ansia de gozarme, pero —¡ay de ella!— al mismo tiempo una violencia atroz la separa de mí, porque entre yo y ella está su culpa!… Lo que más ansía es lo que menos alcanza: gozarme. No ama más que a mí ni encuentra en qué pensar sino en el gozo que doy en la patria celestial, ¡y la pobre está tan alejada de mí, y para años enteros, que a veces llegan a muchos y también a siglos!… El amor que me tiene el ánima del Purgatorio le depara, si gozo real, también dolor máximo, dolor ante el cual es poco el que pueda infligirle el fuego o cualquier otro tormento…
¡Ay, hijo mío! Si pudieras hacerte idea del suplicio de las ánimas viéndolas retenidas de mi justicia divina lejos de mí, único Objeto de su amor, sin poder olvidarme ni por un instante… y si pudieran llegar a tus oídos sus suspiros y llantos… y si pudieras ver sus lágrimas rodar por sus mejillas… ¡qué pronto volarías a socorrerlas!

—Oh Jesús, divino Redentor mío, algo instruido que ya estoy sobre lo mal que se está en el Purgatorio, te prometo de ahora en más procurar a las benditas ánimas cuanto sufragio pueda. Pero enséñame tú mismo, oh Jesús, el mejor modo de socorrerlas…

—Sí, hijo mío; pero primero escucha sobre las penas del Purgatorio más revelaciones que deberían hacerte muy precavido.

—Oh Jesús, ¿sufren entonces las ánimas del Purgatorio penas que se sumen a las que me has descubierto?

—Sí, carísimo hijo mío, las sufren, y te importa advertirlas para vivir mejor y disminuírtelas en lo posible. Tú sabes que en el infierno el remordimiento de conciencia es suplicio formidable: el alma condenada revuelve en su memoria lo fácil que le era salvarse y lo necio que fue perderse… Tampoco para el ánima del Purgatorio es llevadero el remordimiento. Ella se acuerda de lo fácil que le habría sido evitar los pecados que la hundieron en tan horrible fosa… Cuánto tiempo dedicó a trivialidades mientras podía cultivar grandes virtudes y pagar la deuda que tenía con mi justicia… Cuántas palabras innecesarias y dañinas, cuánta murmuración contra los superiores y contra las acciones ajenas… Qué de juicios, sospechas y pensamientos ofensivos al prójimo… Cuánta demasía de egoísmo, cuánto exceso de delicadeza en la comida y en el descanso35… Deslices y más deslices que pudo evitar íntegra y fácilmente con un poco de vigilancia, y que ahora le acarrean tormentos acerbos para tiempo larguísimo…

—Buena lección me has dado, misericordísimo Jesús, para vigilar, vivir mejor, y evitar esos castigos.

—Hijo mío, por cierto que ella te aprovecha; pero sigue escuchándome, que entre las penas del Purgatorio el ánima también tendrá otros remordimientos no menos crueles. Se acordará de cuánto bien pudo hacer a lo largo de la vida y lo descuidó, omitiéndolo. Cuántas comuniones dejó por negligencia, para no vivir un poco más virtuosamente, para no hacer caso al confesor y sojuzgarse un poquito… Cuántas visitas quedó sin hacerme en el Santísimo Sacramento… Cuánto más pudo complacer mi Corazón… y beneficiar a los demás… Cuántas más veces pudo oír
Misas, ganar indulgencias, atesorar bienes de valor inmenso… ¡Y lo dejó todo de lado!…

—Ya sé, oh buen Jesús, qué espantosos dolores, junto a terribles llamas, rodean y azotan a las pobres ánimas atormentadas de no poder gozarte y remordidas por haber dicho sí a tantos pecados evitables y no a tantas virtudes posibles… ¡Oh Jesús piadosísimo, tenles piedad! Te aman, se derriten por gozarte… Son tus esposas, ¡líbralas de aquellos suplicios por la virtud de tan dolorosa muerte como sufriste por ellas en la Cruz! Y por su amor te ruego, oh Jesús, que me enseñes cómo pagar a tu justicia por ellas, para su mayor beneficio posible.

—Tal es mi deseo, hijo mío: que uses los medios de que dispones, que a ti te significan esfuerzo pequeño, y a ellas provecho grande.

Hijo mío, ¡cuán desdichadas son las ánimas del Purgatorio! ¡Sufren penas cuya grandeza nadie en el mundo comprende, y las sufren sin descanso alguno! Penan con paciencia, adoran y aman a Dios, ¡pero sin mérito alguno, pues el tiempo de merecer ya ha pasado para ellas! Les ha quedado atrás, mas no a ti, carísimo hijo; mi misericordia te ha habilitado a socorrerlas, ¡y cuántos y cuán grandes recursos tienes a tu alcance!…

—Oh Jesús, ¿qué recursos tengo, pues, para socorrer a las ánimas del Purgatorio? mucho mayores pecados posibles varias décadas después por tentaciones novedosas y mundiales dirigidas a los sentidos, al intelecto, y a la Fe.

—No tienen número, hijo mío, y te vienen de mi Iglesia. Tan innumerables son como tus pensamientos, palabras, latidos del corazón y obras: todo puede aprovecharse para ayudarlas. Sus penas menguan con miles de acciones pequeñas, ya sean pensamientos buenos, palabras de caridad, mi nombre o el de mi Madre María repetido con reverencia, un suspiro compasivo por sus penas, una mirada piadosa al crucifijo o miles de otras prácticas similares hechas por su sufragio en Gracia de Dios. Las pequeñeces que en todo día y momento hieren tu mente, tus afectos, tus deseos o tu cuerpo; alguna palabra no muy suave, alguna humillación u ofensa, alguna ingratitud inesperada, la pena del trabajo, el trato menos soportable de alguien: todo eso puede servirte, hijo mío, para expiar pecados y socorrer a las ánimas del Purgatorio.

—Oh Jesús, ¡qué bien podré socorrerlas entonces con pequeñeces! ¡Qué misericordia la tuya, oh Jesús! ¡Que aceptes de nuestras manos esas cosillas para mitigar sus penas!…

—Sí, hijo mío, todo eso puedes aplicar a su socorro, y más aún la conformidad con mi voluntad en desdichas y cruces, en la indigencia y enfermedad. ¿Qué te cuesta, hijo mío, ofrecerme por ellas un acto de paciencia, de caridad, de resignación, de fe, de esperanza o de contrición?… ¿No me darías en nombre suyo las lágrimas que el quebranto te arranca, las penas y desgracias que la vida te presenta?…

—Jesús, te prometo poner en práctica todos esos consejos para mitigar en algo los tormentos de esas pobres ánimas.

—Y a más de ello, hijo mío: ¡cuántos otros medios eficacísimos tienes en las manos! Puedes hacer obras de misericordia con tu prójimo, brindar asistencia a los enfermos y agonizantes, dar limosnas a los huérfanos y pobres como también aliento a los afligidos, esmerarte por disminuir algo de la desdicha, de las desazones y lágrimas ajenas. Todas esas obras y otras similares están a tu alcance, y mucho sufragan a las ánimas. Yo las acepto todas como hechas a mí, hijo mío; y, cuando tras tu muerte estés en el Purgatorio, inspiraré a mis siervos a poner en obra la misma caridad contigo, y te daré el céntuplo de cuanto hubieres practicado en este mundo por los difuntos. Y acá mismo, donde vives, te daré muchos medios para pagar tus pecados y así disminuir o saldar totalmente tu amarga deuda.

Hijo mío, yo soy justo y bueno; no puedo dejar obra buena impaga, y en la paga siempre sobrepujo grandemente cuanto me hayan dado.

—Jesús, esa indudable verdad me despierta gran interés en tener devoción a aquellas ánimas encarceladas en el dolor. Te ruego, pues, que me enseñes algunas otras obras buenas para su mayor socorro.


—Para empezar, hijo mío, el Santo Sacrificio de la Misa. ¡Si supieras lo que es en sí y lo que vale para ti y para las ánimas del Purgatorio, seguramente no dejarías pasar día sin oír al menos una Misa! En el Sagrado Sacrificio, yo, como Sacerdote Eterno, me ofrezco como Víctima agradable a mi Padre en beneficio de vivos y difuntos. ¡Tan meritorio es este Sacrificio, que uno solo da más gloria a Dios que todos los Mártires con todos sus suplicios!…
En Misa yo mismo ruego y mi oración es atentida; encomiendo a mi Padre tus difuntos, ofreciéndole con mis méritos tus plegarias. María, mi Madre, ruega conmigo; y cuando tú oyes Misa, ruegas con nosotros. ¿Y podría tu oración quedar sin atender? Si mi Padre atiende la oración hecha en mi nombre; la hecha conmigo, ¿cuánto más la atenderá? Oye Misas con la reverencia que tendrías si presenciaras mi agonía y muerte en el propio Calvario. Cuando puedas, encarga tú en persona Misas por quienes debas o quieras socorrer en particular. No es poco el que cada Misa les trae, porque en ese momento mi Sangre les mitiga sus tormentos, cuando no las libra por completo. Hágate esto asiduo en procurar alegría especial a las ánimas del Purgatorio con mi Sacrificio.

—Oh Jesús, procuraré entonces, de serme posible, oír Misa diaria por las ánimas del Purgatorio. ¿Y con qué más puedo socorrerlas?

—Después del Santo Sacrificio de la Misa, la Comunión te da cómo socorrerlas harto. Ven, hijo mío, ven a recibirme a menudo en este Sacramento; y, cuando yo esté en tu pecho como en trono de gracias, ruégame por las pobres ánimas y aplica a sus necesidades el mérito de tus comuniones. Así estarás ofreciéndoles la obra más santa y meritoria que por ellas puedas hacer en esta tierra, obra que además se presta para mucha reiteración.

—Desde ahora mismo, buen Jesús, te ofrezco todas mis comuniones por las ánimas del Purgatorio y especialmente por aquellas que más te amaron en este Sacramento.

—¿Ves entonces, hijo mío, cuántos medios fáciles y grandes tienes en las manos para socorrer a las pobres ánimas? Y todo eso aparte, ¿cuántas oraciones están enriquecidas en mi Iglesia con indulgencias que puedes aplicar a las ánimas? Hijo mío: sé misericordioso, para que yo también lo sea contigo.

Hijo mío, contempla mi presencia real en el Sagrario, fortalece tu fe, y con gran compasión arranca de tu corazón una oración abrasada de caridad por tus pobres hermanos de aquella cárcel de penas. ¡Ah, si tuvieras algo de mi ansia de librar de sus tormentos a aquellos desdichados, con qué premura me rogarías por ellos! ¡Con qué caridad ofrecieras a mi Padre Celestial los méritos de mi Sangre divina para mitigar las penas, abreviar el tiempo, pagar su justicia y librar a mis amados de aquella cárcel de fuegos!…

—Oh Jesús, ahora mismo ofrezco contigo al Eterno Padre todos tus méritos por las ánimas benditas del Purgatorio:

—Acepta, oh Eterno Padre, Dios, todos los méritos de la Pasión y Muerte del Cordero sin mancha, nuestro Señor Jesús, presente ante mí en el Sagrario, y aplícalos a las pobres ánimas del Purgatorio. Por ellas te ofrezco la oración, el estremecimiento, el sudor de sangre y la agonía que avasalló su divino Corazón en el Huerto de Olivos… Mira la atroz flagelación que sufrió en el pretorio de Pilato, mira los ultrajes de la coronación de espinas y todos los insultos a los cuales lo sometieron sus enemigos a lo largo de toda la Pasión… Contempla a esta divina Víctima a ti ofrecida en el Calvario… y especialmente el desamparo que experimentó este amado hijo tuyo durante su agonía en la Cruz; y por el mérito infinito que obtuvo ante tu justicia, no abandones a las pobres ánimas en aquellos tormentos. Apiádate de ellas, mitígales las penas, abréviales el tiempo, líbralas de su cárcel y llévalas al Paraíso contigo, para que te gocen por la eternidad…

—Y tú, oh Jesús Sacramentado, por la humillación tan extraordinaria que por toda la redondez de la tierra sobrellevas en este Sacramento de tu Amor, y máxime por la virtud de los Sacrificios del Altar en los que, Víctima pura, eres ofrecido por los sacerdotes en el mundo entero a cada instante, ¡ah, ten piedad de las benditas ánimas del Purgatorio! Libra de aquellas penas a las más desamparadas… a las más próximas a gozarte… a las almas de los sacerdotes y religiosos, de mis parientes y amigos, de los que me amaban y de los que me ofendieron… de aquellos a quienes les he dado algún escándalo y están padeciendo por mi culpa…
Y, más que a nadie, libra pronto a los que fueron tus devotos en este Sacramento.

—Hijo mío, yo escucho tu oración por las pobres ánimas, recibo todo lo que por ellas me ofreces, y enseguida se lo aplico con los Ángeles. Ellas, te agradecen con toda el alma. Guardarán el recuerdo de tu favor y te lo pagarán, porque la ingratitud es extraña a aquellas ánimas santas. Aquellos que socorras con ruegos, se harán tus mayores amigos en el Purgatorio y nunca te olvidarán cuando posean su premio postergado. Las almas que libres del Purgatorio te quedarán eternamente obligadas; también sus Ángeles Custodios, mi Madre María y yo mismo. Si libras a un ánima del Purgatorio, tendrás en el Cielo a alguien que ruegue por ti, que ame, alabe y glorifique a Dios contigo y en tu lugar…

—Entonces, Jesús, ¿me aprovecha también a mí ser devoto de las ánimas del
Purgatorio?

—¡Sí, y mucho! Mientras las socorras, rogarán por ti con gran fervor: en tus tribulaciones te consolarán; en los peligros te cuidarán; en toda necesidad te acompañarán, y así harán con tus parientes y amigos. Dedícales entonces frecuentes ruegos y ofréceles tus penas y obras de misericordia.

—Te prometo, oh buen Jesús, que de hoy en adelante las recordaré cada día; nunca llegaré a tu Persona sacramentada sin rogarte por ellas.
—Hijo mío, así me das holgado gusto y placer, a ellas les prestas socorro y tú mismo te acaudalas mérito ante mí.


Rezamos:

Dales, Señor, el descanso eterno y brille para ellos la luz perpetua. El Cielo te debe, oh Dios, un himno de alabanza, y en la celestial Jerusalén te será tributado un homenaje en nuestro nombre; escucha mi oración, pues a ti ha de volver todo hombre)


—Jesús Sacramentado, ten piedad y caridad con las ánimas del Purgatorio, disminuye sus penas, modera su fuego, y llévalas al Paraíso contigo para que te gocen por la eternidad. Amén.

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