29 de noviembre de 2012

La adoración eucarística hoy, un soplo del Espíritu



En el 50° aniversario de la Federación Mundial de las Obras eucarísticas de la Iglesia Valencia, viernes 24 de noviembre de 2012 Monseñor Juan Miguel Ferrer, subsecretario de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos

El Concilio Vaticano II y la ulterior “reforma litúrgica” significaron para muchos el descubrimiento de la “participación activa” en la Misa, la comprensión de la lengua en lecturas y, especialmente en las oraciones, que facilitaba hacer de ellas alimento y guía para la propia vida cristiana.

En tantos lugares se realizó una intensa catequesis litúrgica encaminada a fomentar la participación mediante las posturas y gestos corporales, con los silencios receptivos y mediante la palabra, con respuestas orantes, aclamaciones y cánticos entonados por toda la comunidad. Y especialmente se insistió en la recepción frecuente de la comunión eucarística, como cima de la participación sacramental.

Todo esto fue acompañado por un verdadero intento de renovación de la teología eucarística que ayudase a relanzar pastoralmente, sea la dimensión “subjetiva” de esta participación, es decir, su repercusión en la vida del creyente, sus frutos, sea, particularmente, la proyección misionera, apostólica y social de la misma.

De este modo, todos los que hemos vivido estos últimos 50 años de la historia de la Iglesia hemos podido constatar muchos frutos positivos de todo esto, pero no podemos callar tampoco algunas sombras.
En el campo teológico las acentuaciones sobre los frutos y sobre el fruto social, en particular, derivaron en diversos autores y lugares en un auténtico desgajamiento respecto a la dimensión objetiva del Sacramento (la presencia real y permanente por medio de la transustanciación del pan y del vino), como se verificó en las teorías de la transignificación o de la transocialización. Papa Pablo VI con su encíclica “Mysterium fidei” (3 septiembre 1965) y con el “Credo del pueblo de Dios” (30 junio 1968) y el beato papa Juan Pablo II con su carta “Dominicae cenae” (14 febrero 1980) vinieron a poner en claro la perenne verdad católica sobre la Eucaristía. Del mismo modo los aspectos positivos de las nuevas corrientes teológicas, conciliables con la verdad cristiana han sido asumidos en documentos del magisterio del beato Juan Pablo II: carta apostólica “Vicesimus quintus annus” (4 diciembre 1988), Catecismo de la Iglesia Católica (1992-97), encíclica “Ecclesia de Eucaristía” (17 abril 2003), carta apostólica “Spiritus et Sponsa” (4 diciembre 2003), y carta apostólica “Mane nobiscum Domine” (7 octubre 2004), entre otros documentos, y de Benedicto XVI, singularmente su exhortación “Sacramentum caritatis” (22 febrero 2007).

En lo más estrictamente litúrgico y pastoral se verificó una “coagulación” litúrgica en la Misa. Toda la vida de piedad se centró en la celebración eucarística. Desaparecen en tantos lugares las adoraciones eucarísticas, las novenas y sermones autónomos. Todo pasó a celebrarse con la Misa. Y se produjo, en muchas comunidades cristianas, casi un olvido de otras formas de culto eucarístico. Es cierto que en 1973 (21 junio) se publicó el ritual de la Comunión y el Culto eucarístico fuera de la Misa, con interesantes aportaciones sobre la adoración eucarística fuera de la Misa y sobre la organización de los congresos eucarísticos.

Pero también es cierto que en estos años de controversia doctrinal en torno al Augusto Sacramento, con tantas clarificaciones doctrinales de los Papas, tanto el nuevo Misal (1970) como este Ritual eliminan diversos gestos y signos de adoración presentes en la liturgia desde las controversias eucarísticas medievales:

1º se reduce mucho en la Misa la posición de los fieles de “estar de rodillas” (y en algunas comunidades llega, arbitrariamente, a suprimirse del todo),
2º se suprime ante la custodia la genuflexión doble
3° y en la Misa se reducen también mucho las genuflexiones del sacerdote y de los ministros del altar (llegando en algunos casos a desaparecer, contra norma, todas las genuflexiones remplazadas, en el mejor de los casos, por inclinaciones profundas, o no tan profundas); y en el momento de comulgar se comienza por tolerar la comunión “de pie”, (hasta eliminar casi universalmente los comulgatorios), para pasar luego a eliminar la comunión “de rodillas”, sustituida por un signo de veneración poco explicado, genuflexión o inclinación previas, (que terminan por ser prácticamente ignoradas), y, finalmente se pasa a autorizar la comunión “en la mano”, con una forma antigua, respetuosa y cuidada, pero que se va imponiendo hasta obligar a los fieles a comulgar de este modo, en algunos momentos (por ej: los decretos ilegítimos de varias Conferencias Episcopales con ocasión de la misteriosa epidemia de “gripe A”, no hace tanto tiempo), y descuidando en muchos casos el modo, que se convierte muchas veces en rutinario y poco reverente, (esto sin tocar el tema de los abusos de una Eucaristía no distribuida, sino “tomada” –autoservicio- que se han dado y aun se dan en ciertas comunidades).

Todo esto, lo “normal” y lo “abusivo”, no deja de ser extraño y ajeno al común actuar de la Iglesia, que siempre venía reforzando en la liturgia las oraciones y gestos que podían defender la fe frente a los errores doctrinales que amenazaban al pueblo cristiano, aquí, en este caso, fue todo lo contrario.

Si tratamos de ofrecer una visión de conjunto de estos 50 años, a escala mundial, tendremos que reconocer que en muchos lugares las aguas se ha ido encauzando gracias al Magisterio de los Papas, al que hemos aludido, y a la acción tenaz de algunos Obispos en sus diócesis. Pero tampoco podemos silenciar que en otros muchos lugares se ha producido una real perdida de la fe eucarística del pueblo cristiano, un grave deterioro de los valores religiosos y de la fe en general, debidos a causas muy variadas de orden cultural (estamos viviendo una “revolución cultural” a escala mundial que quiere hacer desaparecer de la vida social la cuestión religiosa), pero que además han sorprendido a los católicos, en muchos casos, con las “defensas” muy bajas. A lo que ha contribuido y sigue contribuyendo, por desgracia, en muchos lugares del orbe católico, una mala formación teológica y litúrgico-sacramental en particular en Facultades, Seminarios y Casas religiosas de formación.

En medio de este panorama, no positivo, el Espíritu Santo ha soplado con su fuerza en el hogar de la Iglesia. Desde hace más de veinte años en los ambientes carismáticos, entre las nuevas realidades eclesiales, sea de Vida Consagrada o seglar, se ha desarrollado un potentísimo movimiento de espiritualidad Eucarística, singularmente de adoración, dentro y fuera de la Misa.

Este movimiento, que en gran medida surge fuera de la programación pastoral oficial, ha de reconocerse como un grito de Dios que revindica su lugar, su tiempo, su presencia en la vida de los hombres y en la misma vida social. Ya en el siglo XIX, ante el imperio del laicismo liberal, la piedad eucarística y los primeros Congresos Eucarísticos se presentaron como un dique que quería proteger los derechos de Dios en la sociedad y el sacrosanto derecho de sus fieles a darle culto público y a manifestar externamente su fe. Pero ahora, en el inicio del tercer milenio, esta “ola eucarística”, que es la acción eclesial que hoy agrupa a más fieles de la Iglesia católica en el mundo entero, “primavera eucarística” la llamó el papa Benedicto XVI en su catequesis del miércoles 17 de noviembre del 2010, dedicada a santa Juliana de Cornillon, toma tintes nuevos: más urgentes, fruto de la sequía espiritual de nuestro mundo contemporáneo, de nuestra cultura dominante.

Algunos Pastores miran con recelo este reclamo de adoración, recuerdan que este no es el fin primario de la Eucaristía (que es instituida “para que la comamos” –centralidad de la Comunión-); temen que el auge de esta devoción reste fuerza a la celebración, que favorezca unas espiritualidades demasiado sensibles, individualistas o descuidadas en lo apostólico. En algunos casos estas espontáneas explosiones populares de piedad eucarística pueden tener manifestaciones que suscitan recelo, parecen tener algo de supersticioso. Pero la práctica católica de la adoración eucarística, ya dentro de la Misa, ya más allá de la celebración entorno al tabernáculo o a la custodia, requieren la vigilancia y el acompañamiento de los Pastores, pero no merecen ser objeto de su recelo.

Hay algo de Dios en este contradictorio movimiento mundial de adoración eucarística. Como ocurrió con la vida de santidad del padre Pío de Pietralcina, un “bofetón” al racionalismo y al escepticismo del siglo XX. Aquí, ahora, cuando se dice que la cuestión de Dios no interesa, cuando se quiere mandar a Dios al “lugar escondido” de las casas particulares, son millones de personas las que sienten la necesidad más radical de la expresión de la fe en Dios: la adoración. Y adoran al Dios verdadero proclamando su presencia real y sustancial en las especies eucarísticas, la realidad más “escandalosa”, pues reclama la fe más radical, del cristianismo.

No se trata de una “locura” de unos aislados grupos de “devotos” o de “nostálgicos”, es una de las expresiones de las contradicciones internas del hombre posmoderno, en esa su “agonía” entre escepticismo y fe, entre positivismo y trascendencia:

1) Cae con el materialismo consumista y la “sociedad del bienestar” la práctica religiosa en nuestras iglesias, pero surgen las modas del orientalismo, la etérea espiritualidad de la “nueva era” y una efervescencia de supersticiones y morbosas aproximaciones al esoterismo.

2) Parece que la fe cristiana tiene que liberarse del ropaje religioso en una sociedad secularizada y se redescubre el valor de los símbolos y del mundo onírico; y los jóvenes creyentes son muchas veces incomprendidos y censurados porque, contra toda lógica de sus mayores, gustan el sentido religioso del cristianismo y abrazan con mucho más gusto que las generaciones inmediatamente pasadas el “sentido del misterio” en la liturgia (se admiran las liturgias orientales -no reformadas-, se acude a las celebraciones en la “forma extraordinaria” del rito romano -aunque se haya nacido mucho después de 1970- y el canto gregoriano ejerce una atracción que llega a hacer de él ocasionalmente moda en la “disco”).

3) Se descuida la vida litúrgico-parroquial pero los santuarios reciben cada vez más visitas y las manifestaciones de piedad popular se consolidan con creciente número de participantes

.Todas estas paradojas nos hablan de que algo está cambiando radicalmente en el mundo con respecto a los años 60/70 del siglo pasado, algo que reclama la atención solícita de la Iglesia y su acompañamiento pastoral. ¡Ojalá seamos capaces de, entre otras cosas, provocar una mayor atención por parte de los Pastores de la Iglesia a este campo de la adoración eucarística y sus asociaciones! Así lo hizo ya la Santa Sede impulsando la Federación Mundial de la Obras Eucarísticas de la Iglesia, regulada como asociación de fieles laicos por el Pontificio Consejo de los Laicos y, en lo que se refiere a su actividad, reconocida por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.

Las asociaciones eucarísticas y, más aun la acción eclesial de la adoración eucarística, a la que estas sirven, es ya una realidad emergente en la vida de la Iglesia y está llamada a ser un punto fundamental de la vida y acción de la misma en el nuevo milenio, en la base de su tarea esencial de evangelizar, hoy tan apremiante. Entre la Pastoral litúrgica y el asociacionismo seglar tendría que existir, en cada diócesis, un servicio destinado específicamente a cuidar y promover la adoración eucarística y coordinar la acción de las diversas asociaciones eucarísticas.

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