9 de junio de 2012

Corpus Christi: meditación sobre el Adorote Devote IV


Ambo tamen credens atque confitens, peto quod petivit latro pœnitens

Al ritmo de la contrición

Volvamos a la escena del Calvario, para escuchar la petición del buen ladrón, que tanto removía a San Josemaría cuando meditaba el Adoro te devote. «He repetido muchas veces aquel verso del himno eucarístico: "Peto quod petivit latro pœnitens", y siempre me conmuevo: ¡pedir como el ladrón arrepentido!

»Reconoció que él sí merecía aquel castigo atroz... Y con una palabra robó el corazón a Cristo y se "abrió" las puertas del Cielo» .

Especialmente en los últimos años, ante las dificultades de la Iglesia, nuestro Padre se acogía con toda su alma a la misericordia divina, pidiendo esta comprensión, este amor de Dios para sí y para todos. No exhibía méritos, que pensaba no tener; «todo lo ha hecho el Señor», aseguraba convencido. No se apelaba a motivos de justicia para conseguir del Señor la ayuda en la tribulación y en la prueba; buscaba el refugio de su compasión. Así, de la fe en Cristo pasaba a la contrición: a la conversión constante y alegre. Con esta lógica actuaba nuestro Padre, bien seguro de que cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies (Sal 50 [51], 19), no desprecia Dios un corazón contrito y humillado.

Ahora, con su intercesión en el Cielo, hemos de asimilar ese ritmo de fe y dolor que constituye la señal inequívoca de auténtica vida interior. El trato eucarístico reforzará nuestra esperanza, nuestra confianza en la misericordia del Señor, de muchos modos; entre otros, ayudándonos a descubrir nuestras miserias para que las llevemos al pie de la Cruz y así, con la lucha contra los defectos, alcemos victoriosa la Cruz del Señor sobre nuestras vidas, sobre nuestras debilidades.

Fiarse de la misericordia divina

Dimas encontró la misericordia y la gracia divinas transformando aquella actividad que antes era su "profesión": asaltar y robar a otros. En la cruz, por la fe y un dolor sincero, "asaltó" a Cristo, le "robó" el corazón y entró con Él en la gloria. Nuestro Padre nos ha transmitido la «amorosa costumbre de "asaltar" Sagrarios» ; nos ha enseñado, sobre todo, a unir nuestro trabajo santificado a la ofrenda que Jesús hace de Sí mismo en la Misa y a trabajar así con la fuerza que dimana de su sacrificio.

La experiencia del latro pœnitens es también la nuestra: de la misericordia del Señor esperamos nuestra santificación. Al recibir su perdón y su gracia, reflejamos estos dones en la fraternidad con que tratamos a todos, pues la santidad, la perfección, está directamente relacionada con la misericordia. Lo expresa claramente el mismo Señor: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48); y «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36).

Pero hemos de tener siempre presente que «la misericordia no se queda en una escueta actitud de compasión: la misericordia se identifica con la superabundancia de la caridad que, al mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la justicia» . Se traduce sencillamente en darse y dedicarse a los demás, como el buen samaritano: sin descuidar los propios deberes y, al mismo tiempo, decidirse a sacrificar la comodidad y a prescindir de pequeños —o no tan pequeños— planes e intereses personales. «Misericordia significa mantener el corazón en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio, sacrificado, generoso» .

Entendida de ese modo, esta disposición activa del ánimo cabe aplicarla analógicamente a Cristo, Dios y Hombre. Esto resultaría absurdo si refiriéramos nuestra misericordia a Dios en sí mismo, pero no lo es en relación a la Humanidad de Jesús, pues el mismo Señor nos ha dicho que considera dirigida a Él la misericordia usada con sus hermanos los hombres, aun los más pequeños (cfr. Mt 25, 40). Además, podemos vivir la misericordia de algún modo —como desagravio— con la Humanidad del Señor oculta en el Sagrario, donde se nos presenta como «el Gran Solitario»: es un profundo acto de amor y de piedad ir a visitarle a la «cárcel de amor», donde se ha quedado «voluntariamente encerrado» porque ha querido estar siempre con nosotros, hasta el final.

¡Cuántas posibilidades se nos abren para "tratarle bien", para acompañarle, para manifestarle cariño! A tal conducta nos alentaba San Josemaría: «Jesús Sacramentado, que nos esperas amorosamente en tantos Sagrarios abandonados, yo pido que en los de nuestros Centros te tratemos siempre "bien", rodeado del cariño nuestro, de nuestra adoración, de nuestro desagravio, del incienso de las pequeñas victorias, del dolor de nuestras derrotas» .


Plagas, sicut Thomas, non intueor, Deum tamen meum te confiteor

La actitud inicial de Tomás

Ocho días después de la Resurrección de Jesús, en el Cenáculo, Tomás mira al Señor, que le muestra sus llagas y le dice: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel» (Jn 20, 27). Nosotros, en la Eucaristía, nos encontramos también realmente ante su cuerpo glorioso, aunque a la vez en estado de víctima —Christus passus— por la separación sacramental del cuerpo y de la sangre. «El sacrificio eucarístico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía "pan de vida" (Jn 6, 35 y 48), "pan vivo" (Jn 6, 51)» .

Podemos pensar que el Apóstol Tomás, cuando prendieron a Jesús en Getsemaní y después —ante el "fracaso humano" de Cristo—, se sentiría desconcertado, defraudado, desesperanzado. Quizá su hundimiento interior fuese especialmente emotivo y por esto le costase, más que a los otros diez, aceptar la realidad de la Resurrección del Señor. Se le hizo particularmente difícil volver a creer en Jesús, esperar de nuevo en Él, llenarse otra vez de sólida ilusión; en pocas palabras: amarle y sentirse amado por Él. Y puso condiciones.

Dios se ha revelado progresivamente, y el curso histórico de la Revelación de alguna manera se traduce a nivel personal en el itinerario de fe de cada uno. Cualquier nuevo paso en ese camino significa un abandono interior también "nuevo", que resulta más costoso, que obliga a una mayor identificación con Cristo, muriendo más y más al propio yo. Y nos conviene estar prevenidos, porque la reacción de Santo Tomás puede también asomarse a nuestra alma: una actitud de incredulidad, de resistencia a creer sin vacilación, a creer más: no nos extrañemos ni nos asustemos. Para salvar este inconveniente, repitamos con más fe ante el Sagrario y en otras ocasiones: Dominus meus et Deus meus! (Jn 20, 28).

Los Apóstoles creían en Jesús como profeta y enviado de Dios; como Mesías y Salvador de Israel; como Hijo de Dios. Pero se habían formado una idea inexacta de cómo se actuaría esa salvación y qué formas asumiría el Reino de su Maestro. Los anuncios que Cristo puntualizó sobre su pasión y muerte, al menos tres veces, no los entendieron del todo. Luego, en parte por su indolencia y en parte por toda la tragedia de la pasión, los acontecimientos les pusieron violentamente ante el plan de Dios, y todos naufragaron excepto San Juan. Y les costó, de modo particular a Santo Tomás, aceptar la realidad gloriosa de Cristo resucitado. Pero las diversas apariciones del Señor resolvieron sus reservas, y el mismo Tomás superó su flojedad espiritual, como acabo de mencionar, con un maravilloso acto de fe y de amor: Dominus meus et Deus meus!

A la hora de las pruebas

No excluyamos en nosotros mismos, por diversos motivos, una inicial resistencia a creer, por la acumulación de experiencias negativas; por la adversidad de un ambiente anticristiano; o por «un encuentro inopinado con la Cruz» , que se nos muestra más concreta y cruda: «Porque Dios nos pide a todos una abnegación plena, y a veces el pobre hombre de barro —de que estamos hechos— se rebela; sobre todo, si hemos dejado que nuestro yo se interponga en el trabajo, que ha de ser para Dios» .

Ese tipo de situaciones las superamos siempre, con la gracia divina, si las afrontamos por lo que son: invitaciones a acercarnos más a Dios, a conocerle mejor y amarle más, a servirle con más eficacia. Y el medio más seguro para superarlas nos viene facilitado por el encuentro con Cristo crucificado y glorioso; con Jesús sacramentado. De modo muy especial, entonces, ha llegado el momento de ir al Sagrario a hablar con el Señor, que nos muestra sus llagas como credenciales de su amor; y, con fe en esas llagas que físicamente no contemplamos, descubriremos con los apóstoles la necesidad del Misterio de que «Cristo padeciera y así entrara en su gloria» (Lc 24, 26); acogeremos más claramente la Cruz como un don divino, entendiendo así aquella exhortación de nuestro Padre: «empeñémonos en ver la gloria y la dicha ocultas en el dolor» .

A las llagas de Cristo

Insisto, hijas e hijos míos, no debemos sorprendernos ni asustarnos si nos topamos con situaciones especialmente duras, en las que el "claroscuro" de la fe nos presenta más explícitamente su dimensión de oscuridad; ocasiones en que quizá resulte más difícil reconocer a Cristo, ni tan siquiera otear por dónde pasa el camino querido por Dios. Este tipo de pruebas interiores puede deberse, a veces, a la miseria humana, a la falta de correspondencia; pero con frecuencia no es así, sino que forma parte del plan querido por Dios para identificarnos con Jesucristo, para santificarnos.

Ha llegado el momento de "ir", como hizo el Apóstol Tomás, a las llagas de Cristo. Así nos lo explica San Josemaría: «No olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios.

»Es la hora de amar la mortificación pasiva, que viene —oculta o descarada e insolente— cuando no la esperamos (...).

»Al admirar y al amar de veras la Humanidad Santísima de Jesús, descubriremos una a una sus Llagas. Y en esos tiempos de purgación pasiva, penosos, fuertes, de lágrimas dulces y amargas que procuramos esconder, necesitaremos meternos dentro de cada una de aquellas Santísimas Heridas: para purificarnos, para gozarnos con esa Sangre redentora, para fortalecernos (...).

»Id como más os conmueva: descargad en las Llagas del Señor todo ese amor humano... y ese amor divino. Que esto es apetecer la unión, sentirse hermano de Cristo, consanguíneo suyo, hijo de la misma Madre, porque es Ella la que nos ha llevado hasta Jesús» .

No sólo en momentos de prueba, sino siempre, busquemos más perseverantemente el encuentro con Cristo resucitado, que nos espera en el Altar y en el Sagrario. ¡Con cuánta confianza y seguridad hemos de acudir a la oración ante Jesús sacramentado, para pedir, con la audacia de los niños, por tantas necesidades e intenciones! Tomás apóstol puso ese encuentro como condición para creer; nosotros, ahora, por la gracia de Dios, abrigamos la certeza de que en ese situarnos ante Jesús se resuelven todas nuestras dificultades espirituales. No contemplamos ni la humanidad ni la divinidad del Señor, pero creemos firmemente, y vamos a Él, que «nos ve, nos oye, nos espera y nos preside desde el Tabernáculo, donde está realmente presente escondido en las especies sacramentales (...), que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... y enseguida, luz o, al menos, aceptación y paz» . Así seremos fieles y sentiremos el impulso y la fuerza para decir a todo el mundo, sin respetos humanos, con naturalidad y con urgencia, que hemos encontrado a Cristo, que le hemos tocado, ¡que vive! Saborearemos, como San Josemaría, la verdad y el gozo de que Iesus Christus heri et hodie idem, et in sæcula! (Hb 13, 8).


Fac me tibi semper magis credere, in te spem habere, te diligere

Almas de eucaristía: fe, amor, esperanza

El crecimiento de la vida espiritual está directamente relacionado con el crecimiento de la devoción eucarística. ¡Con qué fuerza lo predicó nuestro Padre! Como fruto de su propia experiencia espiritual, nos empuja a cada una, a cada uno: «¡Sé alma de Eucaristía! —Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en el Sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado!» .

El deseo de santidad y el celo apostólico encuentran en la contemplación eucarística su cauce y su fundamento más sólido. «No comprendo cómo se puede vivir cristianamente sin sentir la necesidad de una amistad constante con Jesús en la Palabra y en el Pan, en la oración y en la Eucaristía. Y entiendo muy bien que, a lo largo de los siglos, las sucesivas generaciones de fieles hayan ido concretando esa piedad eucarística» .

Cuando Dios se acerca al alma para atraerla a Sí, la criatura debe disponerse con más actos de fe, de esperanza y de amor; debe intensificar su vida teologal, traduciéndola en más oración, más penitencia, mayor frecuencia de sacramentos, más intenso trato eucarístico. Así se comportó siempre nuestro Padre, sobre todo desde que el Señor empezó a manifestarse a su alma, con aquellos barruntos de amor. Ya en el Seminario de San Carlos pasó noches enteras en oración, acompañando al Señor en el Sagrario; a medida que transcurrían las jornadas, percibía hondamente la urgencia de estar más con Él.

El camino cristiano es senda esencialmente teologal: fruto del conocimiento sobrenatural, de la tensión al Bien infinito que es la Trinidad, de la comunión en la caridad. Y la adoración eucarística contiene su expresión más sublime, porque se dirige a Dios tal como Él ha decidido quedarse más a nuestro alcance. A la vez, y por lo mismo, se nos muestra como el medio mejor para crecer en esas tres virtudes. Nuestro Padre las pedía todos los días, precisamente en la Santa Misa, mientras alzaba a Jesús sacramentado en la Hostia consagrada y en el cáliz con su Sangre: adauge nobis fidem, spem, caritatem!

La fe, la esperanza y la caridad: virtudes sobrenaturales, que sólo Dios puede infundir en las almas y sólo Él puede intensificar. Pero eso no significa que la recepción de estos dones divinos exima de la colaboración personal, porque en todos sus planes jamás el Omnipotente impone su amor: «No quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad» . Por esto, de ordinario, dispone que su acción inefable esté acogida y acompañada por el esfuerzo de la criatura: admirémonos ante la categoría que nos atribuye.

Delicadezas del Señor

Cabe descubrir que el ocultamiento de Jesucristo en las especies eucarísticas, que responde a las exigencias de la economía sacramental, también responde precisamente al deseo divino de no forzar la libertad humana. Ocultándose, el Señor nos invita a buscarle, mientras Él sale a nuestro encuentro, «se hace el encontradizo» . ¡Cuántas veces sucedió así con San Josemaría, que, sin darse cuenta, sin proponérselo expresamente, se encontraba "rumiando" palabras de la Escritura que iluminaban aspectos de su labor, que le manifestaban la voluntad de Dios, que contestaban a problemas y dudas que había expuesto a su Señor! «Cuenta el Evangelista que Jesús, después de haber obrado el milagro, cuando quieren coronarle rey, se esconde.

»—Señor, que nos haces participar del milagro de la Eucaristía: te pedimos que no te escondas, que vivas con nosotros, que te veamos, que te toquemos, que te sintamos, que queramos estar siempre junto a Ti, que seas el Rey de nuestras vidas y de nuestros trabajos» .

La vida teologal, de fe, esperanza y caridad, por su misma naturaleza tiende siempre a más, a un crecimiento de la correspondencia: no se conforma con lo que ya hace. Señal de amar de verdad a Dios, por tanto, es juzgar que se le ama poco, que se ha de aumentar el trato diario. Sólo quien alberga un amor escaso, piensa que ya ama mucho. Nuestro Padre nos interpela con fuerza: «¿Que... ¡no puedes hacer más!? —¿No será que... no puedes hacer menos?» . Respondamos, acudiendo una vez más a Cristo, Señor nuestro, oculto en el Sagrario: «Fac me tibi semper magis credere, in te spem habere, te diligere!»

Esta tensión a "más" —como toda la vida cristiana— encuentra en la Eucaristía su raíz y su centro. Porque Jesús eucarístico es la cumbre del "crescendo" de donación de Dios a la humanidad, y —al identificarnos con Él— nos comunica esa misma tendencia al "crescendo" en entrega personal, "suaviter et fortiter", como llevándonos de la mano. Así lo expresaba San Josemaría: «Comenzaste con tu visita diaria... —No me extraña que me digas: empiezo a querer con locura la luz del Sagrario» . Y, ante el Tabernáculo, supliquemos con fervorosa piedad a Jesús que nos conceda a todos, más y más, una «fe operativa», una «caridad esforzada», una «esperanza constante» (1 Ts 1, 3).


O memoriale mortis Domini, panis vivus, vitam præstans homini

Memorial del Sacrificio de la Cruz

La Eucaristía es memorial de la muerte del Señor y banquete donde Cristo nos da como alimento su cuerpo y su sangre. «La divina sabiduría —enseña Pío XII— ha hallado un modo admirable para hacer manifiesto el sacrificio de nuestro Redentor con señales exteriores, que son símbolos de muerte. En efecto, gracias a la transubstanciación del pan en el cuerpo y del vino en la sangre de Cristo, así como está realmente presente su cuerpo, también lo está su sangre; y de esa manera las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente, simbolizan la cruenta separación del cuerpo y de la sangre. De este modo, la conmemoración de su muerte, realmente sucedida en el Calvario, se repite en cada uno de los sacrificios del altar; ya que por medio de señales diversas se significa y se muestra a Jesucristo en estado de víctima» .

Juan Pablo II, al exponer esta doctrina, escribe: «La Misa hace presente el sacrificio de la Cruz, no se le añade y no lo multiplica. Lo que se repite es su celebración memorial, la "manifestación memorial" (memorialis demonstratio), por la cual el único y definitivo sacrificio redentor de Cristo se actualiza siempre en el tiempo. La naturaleza sacrificial del Misterio eucarístico no puede ser entendida, por tanto, como algo aparte, independiente de la Cruz o con una referencia solamente indirecta al sacrificio del Calvario» .

La Santa Misa jamás se queda, por tanto, en un simple recuerdo del acontecimiento salvador del Gólgota, sino que lo actualiza sacramentalmente. Todo sacramento realiza lo que significa; así, la Misa significa y hace presente el mismo sacrificio de Jesús en el Calvario. Nos trae el memorial vivo de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor. «Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la Cruz, permanece siempre actual» . En el Sacrificio de la Misa, unimos todo lo nuestro al ofrecimiento con que Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, se entregó a Dios Padre, en adoración, acción de gracias, satisfacción por los pecados de la humanidad y petición por todas las necesidades del mundo.

Centro y raíz de la vida espiritual

Nuestro Fundador, en sus catequesis, se esforzaba en explicar la íntima relación existente entre la Última Cena, la Cruz y la Misa. En momentos en los que, en no pocos ambientes, se oscurecía la esencia sacrificial de la Eucaristía, puso especial hincapié en el infinito valor del Santo Sacrificio. Con palabras asequibles a todos, comentaba en una ocasión: «Distingo perfectamente la institución de la Sagrada Eucaristía, que es un momento de manifestación de amor divino y humano, y el Sacrificio en el madero de la Cruz. En la Cena, Jesús estaba pasible, no había padecido aún; en el Calvario está paciente, sufriendo con gesto de Sacerdote Eterno. Jesús está allí clavado con hierros, después de haber santificado el mundo con sus pisadas, y muere por amor de cada uno de nosotros: toda su sangre es el precio de nuestra alma, de cada alma» .

Con esa inmolación, el Señor nos ha obtenido una redención eterna (cfr. Hb 9, 12). Este sacrificio «es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así pues, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe, de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas» .

San Josemaría supo acoger este legado de fe y vivirlo a fondo en todas sus implicaciones. Siguiendo el consejo y el ejemplo de los Santos Padres, buscó siempre imitar —a lo largo de cada día— lo que se realiza en la Misa, y esto mismo aconsejaba a los demás: «¡Que te identifiques con ese Jesús Hostia que se ofrece en el altar!» . Siempre se ejercitó en lo que enseñaba: la Santa Misa, como centro y raíz de la vida espiritual del cristiano, constituyó el fundamento de cada una de sus jornadas. Y lo supo meditar y transmitir a la luz de su contemplación profunda del Misterio eucarístico.

La Misa «es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona de Cristo, y en nombre de Cristo.

»El amor de la Trinidad a los hombres hace que, de la presencia de Cristo en la Eucaristía, nazcan para la Iglesia y para la humanidad todas las gracias. Éste es el sacrificio que profetizó Malaquías (...). Es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención, que no podían alcanzar los sacrificios de la Antigua Ley.

»La Santa Misa nos sitúa de ese modo ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos. En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación» .

Una correspondencia esforzada

La celebración de la Eucaristía debe convertirse, insisto, en el centro y raíz de la vida espiritual de un hijo de Dios, porque en este sacramento culmina el sacrificio de la vida del Hijo de Dios: no sólo lo pone ante nuestros ojos y nos concede imitarlo en nuestra respuesta cotidiana, sino que además nos otorga la gracia de la Redención y la posibilidad de entregarnos como Él para la gloria de Dios y la salvación de las almas.

Recibir tan inefable don requiere nuestra esforzada correspondencia, y que nos afanemos seriamente en unirnos —en unir todo lo nuestro— a la oblación de Jesús a Dios Padre. «En el Santo Sacrificio del altar, el sacerdote toma el Cuerpo de nuestro Dios y el Cáliz con su Sangre, y los levanta sobre todas las cosas de la tierra, diciendo: "Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso" —¡por mi Amor!, ¡con mi Amor!, ¡en mi Amor!

»Únete a ese gesto. Más: incorpora esa realidad a tu vida» .

Deseo insistir en que nuestro Padre no se limitó a enseñar que la Santa Misa es centro y raíz de la vida interior, sino que también mostró cómo corresponder personalmente a la donación de la Trinidad en el Santo Sacrificio, de modo que la pelea espiritual de cada uno girara verdaderamente en torno a la Misa, de este Sacrificio se nutriera y en este Holocausto se enraizara.

Entre otros consejos, comentaba que le resultaba muy provechoso dividir la jornada en dos mitades: una para preparar la Misa y otra para agradecerla; aprovechaba el tiempo del reposo nocturno para intensificar el diálogo contemplativo, subrayando su dimensión eucarística; y, muy especialmente, procuraba saborear y sacar contenido a cada gesto y a cada palabra de los diversos momentos que componen la celebración eucarística. Unía toda esa ejercitación —siempre con nuevos matices— a expresiones de fe, esperanza y caridad, a situaciones e intenciones concretas. ¡Cuánto nos ayuda su homilía "La Eucaristía, misterio de fe y de amor"! .

Todo cuanto, con la gracia de Cristo —savia divina— nos llega de la raíz eucarística, exige —ya os lo he dicho— también esfuerzo de nuestra parte. San Josemaría nos exhorta a este estupendo combate diario: «Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto —prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente—, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar...» .

Comunión con Cristo y unidad de la Iglesia

En el Sacrificio del Altar se unen el aspecto convivial y el sacrificial: Cristo, a través del sacerdote, se ofrece como Víctima a Dios Padre, y el mismo Padre nos lo entrega a nosotros como alimento. Cristo sacramentado es el «Pan de los hijos» . La comunión del cuerpo y sangre del Señor nos llena de una gracia específica, que produce en el alma efectos análogos a los que el alimento causa en el cuerpo, «como son el sustentar, el crecer, el reparar y deleitar» . Pero a diferencia del alimento corporal, donde el cuerpo asimila a sí lo que come, aquí sucede al revés: somos nosotros los asimilados por Cristo a su Cuerpo, nos transformamos en Él. «Nuestra participación en el cuerpo y en la sangre de Cristo, no tiende a otra cosa que a transformarnos en aquello que recibimos» .

La Eucaristía se alza en la Iglesia como el sacramento de la unidad, porque al comer todos un mismo Pan, nos hacemos un solo Cuerpo. La Santa Misa y la Comunión edifican la Iglesia, construyen su unidad y su firmeza, le dan cohesión. «Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por eso mismo, Cristo une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo. En el Bautismo fuimos llamados a formar un solo cuerpo (cfr. 1 Cor 12, 13); la Eucaristía realiza esta llamada» .

Hijas e hijos míos, ¡qué importante es que nos unamos a la Cabeza visible, al celebrar o al participar en este Santo Sacrificio! Todos bien pegados a la Cabeza de la Iglesia universal, al Papa; vosotros a quien hace Cabeza en cada Iglesia particular, a los Obispos, y muy especialmente a este Padre vuestro que el Señor ha querido poner como Cabeza visible y principio de unidad en esta «partecica de la Iglesia» que es la Obra.

S.E. Mons. Javier Echevarría


Prelado del Opus Dei

Roma, 6 de octubre de 2004



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