9 de septiembre de 2011

HORA SANTA SEPTIEMBRE



“¡Quedate con nosotros, Señor!”

Lectura del Santo Evangelio según san Lucas (Lc. 24,13-35)
Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. Él les dijo: « ¿Qué comentaban por el camino?». Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les había aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron».
Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No será necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando en todas las Escrituras lo que se refería a él.
Cuando llegaron cerca del pueblo adónde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

Leemos en silencio...
El sol ya se escondía en el horizonte, después de un día de mucho caminar desde Jerusalén. Ya estábamos llegando cerca de Emaús, el pueblo adonde íbamos. Aquel hombre que se había unido a nuestro caminar unos kilómetros atrás hizo ademán de seguir adelante. Pero Cleofás y yo le ofrecimos que se quedara en el pueblo a pasar la noche. Él no pareció muy convencido. Entonces fue cuando me di cuenta de que no podíamos dejarlo ir. Lo miré a Cleofás y supe que a él le pasaba lo mismo, pero el forastero ya se alejaba por el camino. Entonces, casi como si se escapara de mi boca, le grité: “Quedate con nosotros” y para que no se notara mi desesperación, agregué titubeando: “porque ya es tarde y el día se acaba”. Con el corazón detenido, esperaba su respuesta. Él se dio vuelta y nos miró. Y qué alivio sentí cuando comenzó a acercarse; la sonrisa se me escapaba de los labios.
El Hombre entró y se quedó con nosotros en la pequeña y oscura casa que conseguimos para pasar la noche. No habíamos comido mucho durante el día para poder caminar mejor y ya teníamos hambre. Por eso decidimos compartir un pedazo de pan que Cleofás traía en su alforja. Estando los tres sentados a la mesa, tomó el pan que íbamos a comer y pronunció la bendición; luego lo partió y nos lo dio. Entonces, como un resplandor, vi todo claro: ¡el Maestro! Claro, si nuestro corazón ardía en el camino de la misma manera que durante los viajes que hacíamos por Galilea. Era Él, ¡era Jesús! Y lo reconocimos justamente cuando se hizo Eucaristía.

Recibimos a Jesús Eucaristía cantando

Continuamos leyendo en silencio...
El mismo Jesús que un día nos había llamado, Aquel por el que habíamos decidido dejar todos nuestros sueños y proyectos personales, Aquel ante el cual nos habíamos admirado por los milagros que hacía y por la profundidad de sus enseñanzas, ese mismo Jesús, estaba ahí, con nosotros; nos había venido a buscar, saliendo a nuestro encuentro justamente cuando nos alejábamos de su Iglesia, decepcionados por la cruz. Ese mismo Jesús está hoy ahí para cada uno de ustedes, chicos. No hay diferencias. Cuando nosotros le pedimos que se quedara con nosotros, no sabíamos que se lo iba a tomar tan en serio como para quedarse para siempre y todos los días. Pero, por ese misterio que es la Eucaristía, ustedes tienen al mismo Jesús que cautivó mi corazón y el de los apóstoles.
Por eso hoy los invito a que no se les pase de largo esta oportunidad única que tienen de estar como grupo con el Señor; los invito a que frenen un ratito y se detengan a mirar su Corazón. Jesús está haciendo maravillas, ¿se dan cuenta? Sus corazones están ardiendo porque están con el Señor de la Vida, con el que creó esos corazones. Sus corazones arden; sea que se den cuenta, como el Apóstol san Juan, o sea que no se den cuenta, como Cleofás y yo. Sus corazones arden.
Y, ¿por qué arden? Arden ante tanto amor derramado por nuestro Dios que es Ternura; arden al ver el cuidado de nuestro Buen Pastor que está realmente vivo en la Eucaristía. Si nos cuesta ver que arden, los invito a que intenten abrir sus ojos ante tanto amor de Dios. A que vayan recorriendo sus vidas, sus historias, y vayan anotando en esos papelitos lo que les surja del corazón. Se van a ir dando cuenta de que sus corazones también arden. Porque Jesús está enamorado de nosotros. No logramos darnos cuenta de cuánto nos ama Dios, no nos alcanza la cabeza.

Silencio y tiempo para escribir

Ahora vamos a ir poniendo a los pies del Señor, en el turíbulo con incienso y carbones encendidos, nuestros papelitos, que son nuestra alabanza al Señor al descubrir que Él está vivo en cada una de nuestras vidas, que Él cuida de nosotros y que por eso, por su Presencia, nuestros corazones arden. Demos gracias al Señor porque es mucho lo que nos regaló y nos regala.

Cantamos juntos…

Y hay otra cosa que también les quiero compartir. Esa noche, cuando el Señor ya nos había abierto los ojos y lo habíamos reconocido al partir el Pan, realmente creí en su Resurrección. La verdad es que antes no podía creerlo. Ese viernes había pasado todo tan rápido. El arresto del Maestro, la flagelación que vi con mis propios ojos, el camino al Gólgota con la cruz. Ya ahí decidí alejarme. El final era evidente: la muerte. En ese momento pensé que era mejor que fuera sólo la de Él y no también la nuestra. Y después ese sábado y domingo interminables, tan vacíos. A pesar de lo que las mujeres que estaban con nosotros habían dicho, yo no podía creerlo. Yo lo había visto morir.
Por eso me fui de Jerusalén y Cleofás se sumó a mi peregrinar. Por supuesto que íbamos hablando de lo que había pasado, y lo hacíamos con una tristeza tan profunda, con la decepción que inundaba nuestros corazones que vivían un enorme sinsentido. Pero el consuelo llegó cuando Jesús se acercó y siguió caminando con nosotros. Realmente nos calentó el corazón que ya teníamos desentendidamente frío. Y se quedó con nosotros ese día. Qué alegría y qué pleno se sentían nuestros corazones. Nos mirábamos con Cleofás y no podíamos creerlo: ¡El Maestro está Vivo! ¡Hay que decírselo a Pedro y a los demás! Pero ya era de noche. Nos había llevado todo el día caminar hasta aquí desde Jerusalén, y ahora teníamos que volver si queríamos compartir esta maravillosa alegría.
Y, ¿por qué les cuento esto? Porque quizás a ustedes les pase un poco lo mismo: ya tuvieron y tienen experiencia del encuentro con el Señor resucitado. Ahora llega la parte de salir a contárselo a otros; algunos por primera vez, otros necesitando renovar el fervor. Lo cierto es que es ahí justamente donde empiezan los “peros”: “pero ya es de noche y es peligroso volver a Jerusalén”; “pero si yo ya tengo esta alegría y estoy feliz así”; “pero”, “pero”… y más “peros” que ustedes podrán ponerles nombre.
Hoy yo les quiero proponer que cambien el “pero” por el “porque”. Salir a anunciar que Jesús a los demás porque sin Él la vida es un desperdicio.
Salir a decirle a todos que Jesús está vivo porque es evidente que los apóstoles no inventaron su resurrección; si la hubieran inventado, no hubieran dado su vida por eso y nadie muere por un invento; no puede no ser verdad todo esto, porque uno puede inventar algo para tener fama, poder, pero nadie da la vida por una fábula.
Salir porque Jesús nos dijo: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha. ¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos” (Lc. 10,2). Porque Jesús “subió a un monte y llamó a los que quiso, vinieron a Él y designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar” (Mc. 3,13). Porque “hemos recibido la sublime misión de esparcir por todas partes la fragancia de Cristo” (cfr. 2Cor. 2,14).
Y sobre todo salgamos porque en nuestro corazón resuena como un eco la voz del Maestro: “Yo sé bien a quienes he elegido”(Jn. 13,18).
Porque no es humildad creer que no somos dignos, sino reconocer que Cristo nos ha elegido. Nos ha elegido para que seamos santos, no porque seamos mejores que los demás, sino que nos ha elegido por su Misericordia, su Amor y su compasión por la humanidad. Y es por esa Misericordia y Amor que el Señor quiere que lo hagamos presente.

Cantamos juntos…

Rezamos juntos...
Jesús, que dijiste: “Pidan y recibirán, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá”; que enseñaste que si dos o más se reúnen en la tierra para pedir algo, el Padre del Cielo lo concederá; que dijiste que todo lo que se pida con fe en la oración será concedido; que todo el que pida el Espíritu Santo a Dios Padre le será dado porque es un Padre bueno; Vos, que enseñaste que el Padre Dios sabe cuáles son nuestras necesidades; que dijiste que hemos de orar en toda ocasión sin desanimarnos; que enseñaste a tus discípulos a orar dándoles la oración del Padre nuestro; Vos que rezaste durante tu vida terrena intimando con Dios, que oraste ante los grandes misterios de tu misión redentora, que te entregaste a la voluntad del Padre en la pasión y en la muerte y que en tu oración intercediste por tus discípulos para que fuesen fieles. Jesús, Vos que sos el Sumo y Eterno Sacerdote, escuchá esta oración que hoy te hacemos ante tu Presencia Real en la Eucaristía. Porque queremos vivir como los apóstoles después de Pentecostés en el “no podemos callar lo que vemos y oímos” (cfr.Hch.4, 20). Pero necesitamos tu unción y tu bendición.

Pongamos nuestra vida y el futuro de este grupo en manos de la Virgen. Ella que supo cuidar de Jesús y de la Iglesia en sus comienzos, sabrá cuidar de nosotros. Por eso le cantamos con fe…

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