Del Sr. Nuncio apostólico a hermanas carmelitas:
“Entonces Jesús, viendo a su madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, dijo a su Madre: ‘Mujer, aquí tienes a tu hijo’. Luego dijo al discípulo: ‘Aquí tienes a tu madre’. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa” (Jn. 19, 26-27).
Reverendas Hermanas:
Es con gran alegría que hoy vuelvo a encontrarme entre ustedes para celebrar esta Eucaristía en el día de la fiesta de Nuestra Señora del Carmen. Siempre es hermoso y significativo unir estas dos columnas de nuestra fe y espiritualidad: ¡la Eucaristía y María!
El trozo del Evangelio que acabamos de leer nos presenta a María como la “Madre de los Creyentes” o “Madre nuestra”: ¡el último regalo de Jesús a la humanidad! Cuando Jesús ya no tenía más nada para darnos, ¡nos entrega a su misma Madre!
Se trata indudablemente de una maternidad espiritual, la que análogamente a la física se realiza a través de dos momentos: ¡concepción y dar a luz!
- María nos ha concebido, es decir nos ha acogido en sí, en el mismo momento de la Anunciación y ciertamente a medida que Jesús avanzaba en su misión. Progresivamente ha ido descubriendo que su Hijo no era un hijo como los otros, sino un “primogénito entre muchos hermanos” (Rm. 8,29), que a su alrededor iban formando una comunidad.
Queriendo hacer una analogía, el pensamiento vuela espontáneamente hacia algunas grandes madres de sacerdotes fundadores de obras religiosas –como por ejemplo la madre de Don Bosco- que en cierto momento vio cómo su propio hijo llevaba a su casa escuadras de “pequeños amigos” y en silencio, sin necesidad de muchas explicaciones, comenzaron a organizarse de acuerdo a las nuevas exigencias, preparando también para ellos la comida y el lugar para dormir, como si todos fueran sus hijos.
Pero en el caso de María había algo más profundo. Cuando en aquellos años María escuchaba o llegaba a enterarse lo que el Hijo andaba diciendo: “...Venid a Mí, todos los que estáis cansados y oprimidos...” (Mt. 11,28), comprendió que ella no podía echarse atrás, rechazando el acoger como hijos suyos a los invitados por su Hijo, sin dejar, espiritualmente, de ser su madre.
- Cuanto hemos descrito corresponde al tiempo de la concepción, del “sí” del corazón. Ahora, bajo la cruz, es el momento penoso del parto.
Jesús se dirige, en este momento, a la Madre, llamándola “mujer”. No pudiéndolo afirmar con certeza, pero conociendo la costumbre de Juan de hablar también por alusiones y símbolos, esta palabra hace pensar en aquello que Jesús había dicho: “La mujer cuando está por dar a luz, se siente angustiada porque ha llegado su hora” (Jn. 16,21).
No sólo, sino que también hace pensar en lo que se lee en el Apocalipsis de la “Mujer encinta que gritaba por los dolores del parto” (Ap. 12, 1 ss.). Si bien esta Mujer es, en primer lugar, la Iglesia, la comunidad de la Nueva Alianza que da a luz al hombre nuevo y al mundo nuevo, María está comprometida igualmente en primera persona, como la iniciadora y representante de aquella comunidad creyente.
Esta aproximación entre María y la figura de la Mujer ha sido percibida rápidamente por la Iglesia (ya con San Ireneo) cuando ella vio en María a la nueva Eva, la nueva “madre de todos los vivientes”.
María encuentra así una nueva fecundidad. Si bien exteriormente su cuerpo no indica nada, Ella “siente” lo que ha sucedido no solamente en el espíritu , sino casi físicamente, en todo su ser. A más de treinta años de distancia, vuelve a ser Madre. Madre de la Iglesia. Madre de todos los creyentes en el Hijo, Made de todos los bautizados, Madre de todos nosotros.
Madre con una doble maternidad: Madre de Jesús y Madre de la Iglesia.
María desciende del Calvario un oco encorvada, el paso ligeramente pesado. No puede tener más aquél ligero, rápido, con que se había dirigido muchos años antes de Nazareth a Ain-Karim, hasta la casa de su prima Isabel, con motivo del nacimiento del Bautista. Y se dispone a la plena realización de esta segunda maternidad que tendrá lugar plenamente en el Cenáculo, unos cincuenta días después con el descendimiento del Espíritu Santo.
He aquí a María, Madre de la Iglesia, Madre de una multitud innumerable de Hijos a lo largo de los siglos. He aquí de qué es capaz la virginidad!
Volviendo ahora al texto de Juan podemos observar que las palabras de Jesús a María “Mujer he ahí a tu Hijo” y a Juan “He ahí a tu Madre” tienen ciertamente un significado inmediato y concreto: Jesús confía María a Juan y Juan a María.
Sin embargo cuanto hemos dicho no agota el significado completo de la escena, es decir personal y ligado solamente a Juan. En efecto, si se lee, el trozo del Evangelio no únicamente en clave común, como si fueran las últimas disposiciones testamentarias, el significado que entiende darle Juan es más bien universal.
Para Juan el momento de la muerte es el momento de la glorificación de Jesús, del cumplimiento definitivo de las Escrituras y de todas las cosas.
En efecto, inmediatamente antes de las palabras referentes a María:
- se habla del título “Rey de los Judíos” con clara alusión al significado profético y pleno;
- se habla de la túnica sin costura (Jn. 19, 23), que parece referirse a la túnica del sumo sacerdote, que debía también ella ser tejida entera (Ez. 28, 31);
- inmediatamente después de aquellas palabras se dice que Jesús “entrega el espíritu”, es decir que murió, pero también que esparce el Espíritu Santo;
- como indica también el episodio que sigue sobre el agua y la sangre del costado, leído a la luz de lo que Juan escribe en su primera carta: “tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre (1 Jn. 5, 7-8);
- el costado abierto alude a la profecía de Ezequiel sobre el nuevo templo, de cuyo costado brota el río de agua viva (cfr. Ez. 47,1);
- Jesús mismo define su cuerpo destruido y reedificado como el nuevo templo (cfr. Jn. 2, 19).
Dado todo este contexto, no se puede no ver un significado más universal y eclesial, ligado de alguna manera a la “mujer” del Apocalipsis 12. Y este significado más universal y eclesial es que el discípulo no representa aquí sólo a Juan, es decir al discípulo predilecto, sino a todos los discípulos. Ellos son dados a María por Jesús moribundo, como sus hijos, del mismo modo que María es dada a ellos como Madre.
Todos nosotros, en cuanto bautizados y hermanos de Jesús, somos dados a María como hijos y tenemos a María como Madre.
He aquí una de las magníficas realidades de nuestra fe: María, nuestra Madre.
A cada uno de nosotros queda el compromiso de mostrarnos sus hijos... María no dejará de ser nuestra Madre.
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