La Eucaristía como
sacramento está intrínsecamente orientada hacia la comunión. Las mismas
palabras de Cristo lo hacen entender así: «tomad, comed, esto es mi cuerpo,
entregado por vosotros». Consiguientemente, la finalidad primera de la reserva
es hacer posible, principalmente a los enfermos, la comunión fuera de la Misa.
En el sagrario, como en la Misa, Cristo sigue siendo «el Pan vivo bajado del
cielo».
En efecto, «el fin
primero y primordial de la reserva de las sagradas especies fuera de la misa es
la administración del Viático; los fines secundarios son la distribución de la
comunión y la adoración de Nuestro Señor Jesucristo, presente en el Sacramento.
Pues la reserva de las especies sagradas para los enfermos ha introducido la
laudable costumbre de adorar este manjar del cielo conservado en las iglesias»
(Ritual 5).
Según eso, en la
Eucaristía, Cristo está dándose, está entregándose como pan vivo que el Padre
celestial da a los hombres. Y sólo podemos recibirlo en la fe y en el amor. La
adoración eucarística, por tanto, ha de tener siempre forma de comunión
espiritual. Así es como, ante el sagrario, nos unimos a Él. En la adoración
eucarística Él se entrega a nosotros y nosotros nos entregamos a Él. Y en la
medida en que nos damos a Él, nos daremos también a los hermanos.
«En la sagrada
Eucaristía –dice el Vaticano II– se contiene todo el tesoro espiritual de la
Iglesia, es decir, el mismo Cristo, nuestra Pascua y Pan vivo, que, mediante su
carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da vida a los hombres,
invitándolos así y estimulándolos a ofrecer sus trabajos, la creación entera y
a sí mismos en unión con él» (Presbiterorum ordinis 5).
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