4 de septiembre de 2014

La Santa Misa después de rezar el Padre nuestro


Para participar bien, interior y exteriormente, en la santa Misa conviene conocerla bien, y seguir con plena atención e intención todo lo que en la celebración eucarística se va diciendo y  haciendo. Veamos ahora lo que va del Padrenuestro a la Comunión.
–La paz
Sabemos que Cristo resucitado, cuando se aparecía a los apóstoles, les saludaba dándoles la paz: «La paz con vosotros» (Jn 20,19.26). En realidad, la herencia que el Señor deja a sus discípulos en la última Cena es precisamente la paz: «La paz os dejo, mi paz os doy; pero no como la da el mundo» (14,27).
El pecado, separando al hombre de Dios, que es su centro, divide de tal modo al hombre en partes contrapuestas, e introduce en él tal cúmulo de ansiedades y de internas contradicciones, que aleja irremediablemente de la vida humana la paz. Por eso, en la Biblia la paz (salom), que implica, en cierto modo, todos los bienes, no se espera sino como don propio del Mesías salvador. Él será constituido «Príncipe de la paz: su soberanía será grande y traerá una paz sin fin para el trono de David y para su reino» (Is 9,5-6). Sólo él será capaz de devolver a la humanidad la paz perdida por el pecado (Ez 34,25; Joel 4,17ss; Am 9,9-21).
Pues bien, Jesús es el Mesías anunciado: «Él es nuestra paz» (Ef 2,14). Cuando nace en Belén, los ángeles anuncian que Jesús trae a la tierra «paz a los hombres amados por Dios» (Lc 2,14). En efecto, quiso «el Dios de la paz» (Rm 15,33), en la plenitud de los tiempos, «reconciliar por Él consigo, pacificando por la sangre de su cruz, todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo» (Col 2,20). De este modo nuestro Señor Jesucristo, quitando el pecado del mundo y comunicándonos su Espíritu, es el único que puede darnos la paz verdadera, la que es «fruto del espíritu» (Gál 5,22) y de una justificación por gracia (Rm 5,1): la paz que ni el mundo ni la carne son capaces de dar, la paz perfecta, el don celeste, la paz que ninguna vicisitud terrena será capaz de destruir en los fieles de Cristo.
El rito de la paz, previo a la comunión, es, pues, un gran momento de la eucaristía. El ósculo de la paz ya se daba fraternalmente en la eucaristía en los siglos II-III. El sacerdote, en una oración –que, esta vez, dirige al mismo «Señor Jesucristo»– comienza pidiéndo a Jesús para su Iglesia «la paz y la unidad», en una súplica extremadamente humilde: «no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe [la fidelidad] de tu Iglesia». Y a continuación, haciendo presente al mismo Cristo resucitado, dice a los discípulos reunidos en su nombre: «La paz del Señor esté siempre con vosotros».
Por otra parte, la comunión está ya próxima, y no podemos unirnos a Cristo si permanecemos separados de nuestros hermanos. De ahí la exhortación: «Daos fraternalmente la paz». De este modo, la asidua participación en la eucaristía va haciendo de los cristianos hombres de paz, pues en la misa reciben una y otra vez la paz de Cristo, y eso les hace cada vez más capaces de comunicar a los hermanos la paz que de Dios han recibido. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
La Instrucción Redemptionis sacramentum (2004), recordando normas precedentes, advierte que «cada uno dé la paz sobriamente, sólo a los más cercanos a él. El Sacedordote puede dar la paz a los ministros, permaneiendo siempre dentro del presbiterio, para no alterar la celebración. Hágase del mismo modo si, por una causa razonable, desea dar la paz a algunos fieles» (72).

–La fracción del pan
Partir el pan en la mesa era un gesto tradicional que correspondía al padre de familia. Es un gesto propio de Cristo, y lo realiza varias veces estando con sus discípulos –al multiplicar los panes, en la Cena última, con los de Emaús, ya resucitado (Jn 6,11; Lc 24,30; 1Cor 11,23-24; Jn 21,13)–:tomó el pan, lo bendijo, lo partió y lo dió a los discípulos. Por eso, la antigüedad cristiana, viendo en esta acción un símbolo profundo, dio a veces a toda la Eucaristía el nombre de «fracción del pan». Y la liturgia ha conservado siempre este rito, durante el cual el sacerdote parte el pan consagrado, y antes de dejar caer en el cáliz una partícula de él, dice:
«El sacerdote parte el pan e introduce [seguidamente] una parte de la Hostia en el cáliz para significar la unidad del Cuerpo y de la Sangre del Señor en la obra de la redención, a saber, del Cuerpo de Cristo Jesús viviente y glorioso» (OGMR 83). Lo hace mientras dice: «El cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, unidos en este cáliz, sean para nosotros alimento de vida eterna».
–Cordero de Dios
A partir de los siglos VI y VII, durante la fracción del pan –que entonces, cuando aún no había hostias pequeñas, duraba cierto tiempo–, el pueblo recitaba o cantaba el Cordero de Dios, repitiendo varias veces ese precioso título de Cristo, que ya en el Gloria había sido proclamado.
Como ya vimos más arriba, la idea del Salvador como Cordero inmolado, ya desde el sacrificio de Isaac, pasando por la Pascua y por el Siervo de Yavé del que habla Isaías, está presente en la revelación divina hasta el Apocalipsis de San Juan, que contempla en el cielo el culto litúrgico que los ángeles y los santos ofrecen al Cordero-víctima, esposo de la Iglesia (Ap 5,6; 6,1; 7,10-17; 12,11; 13,8; 17,14; 19,7-9; 21,22). La Misa, pues, es la Cena pascual del Cordero inmolado.
Seguidamente el sacerdote, mostrando la hostia consagrada, dice aquello que dijo Juan Bautista cuando por primera vez presentó a Jesús al pueblo: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Y añade las palabras que refiere el Apocalipsis al describir la liturgia celeste: «una voz que sale del Trono, una voz como de gran muchedumbre, como voz de muchas aguas, y como voz de fuertes truenos:… “Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero”» (Ap 19,1-9). En la liturgia eucarística: «Dichosos los invitados a la cena del Señor»
A ello responde el pueblo, recordando con toda oportunidad las palabras del centurión romano, aquellas que maravillaron a Cristo por su humilde y atrevida confianza: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme» (Mt 8,8-10). Seguidamente el sacerdote, o el diácono, distribuye la comunión: «El Cuerpo de Cristo». «Amén». Amén: sí, así es realmente.
De suyo, corresponde distribuir la comunión a quienes en la eucaristía re-presentan sacramentalmente a Cristo y a los apóstoles. Es el Señor quien «tomó, partió y repartió» el Pan de vida. Y en la multiplicación milagrosa de los panes, por ejemplo, Cristo, «alzando los ojos al cielo, bendijo y partió los panes, y se los dió a los discípulos [los apóstoles], y éstos a la muchedumbre» (Mt 14,19). De ahí la tradición universal de la Iglesia, y la norma litúrgica, de que sean los ministros sagrados –y cuando sea preciso, los fieles autorizados para ello–, quienes distribuyan la comunión eucarística (Código 910).
–La comunión
La comunión sacramental es el encuentro espiritual más amoroso y profundo, más cierto y santificante, que podemos tener con Cristo en este mundo. Es una inefable unión espiritual con Jesucristo glorioso, y en este sentido, aunque se realice mediante el signo expresivo del pan, no implica, por supuesto, una digestión del cuerpo físico del Señor –ésta sería la burda interpretacióncafarnaítica–.
Es notable, en todo caso, la gran sobriedad con que la tradición patrística e incluso los escritos de los santos tratan de este acto santísimo de la comunión. Y es que se trata, en el orden del amor y de la gracia, de un misterio inefable, de algo que apenas es capaz de expresar el lenguaje humano. Cristo se entrega en la comunión como alimento, como «pan vivo bajado del cielo», que va transformando en Él a quienes lo reciben. A éstos, que en la comunión le acogen con fe y amor, les promete inmortalidad, abundancia de vida y resurrección futura. Más aún, les asegura una perfecta unión vital con Él: «el que come mi carne y bebe mi sangrepermanece en mí y yo en él. Y así como yo vivo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,57).
Los cristianos, comulgando el cuerpo a la vez victimal y glorioso de Cristo, se alimentan del pan de vida eterna dado con tanto amor por el Padre celestial; participan profundamente de la pasión y resurrección de Cristo; reafirman en sí mismos la Alianza de amor y mutua fidelidad que les une con Dios; reciben la medicina celestial del Padre, la única que puede sanarles de sus enfermedades espirituales; y ven acrecentada en sus corazones la presencia y la acción del Espíritu Santo, «el Espíritu de Jesús» (Hch 16,7).
La Eucaristía es la común-unión: es el Sacramento de la Unidad de la Iglesia. La Iglesia hace la Eucaristía, y la Eucaristía hace la Iglesia: «porque el pan es uno, por eso somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor 10,17). Es la común-comunión eucarística en el Pan del cielo lo que hace de nosotros un solo Cuerpo, el de Cristo, la Iglesia. Los que participamos de un mismo altar, tenemos «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32), porque comemos y vivimos de un mismo Pan, y «hemos bebido del mismo Espíritu» (1Cor 12,13).
Sólo Dios puede darnos la gracia de una disposición idónea para la excelsa comunión eucarística, una disposición que procuramos por la oración de súplica y actualizando en nosotros la fe y el amor. Por eso la devoción privada ha creado muchas oraciones para antes de la comunión, y la misma liturgia en el ordinario de la misa ofrece al sacerdote dos, procedentes del repertorio medieval, que están dirigidas al mismo Cristo.
«El sacerdote se prepara para recibir fructuosamente el Cuerpo y la Sangre de Cristo con una oración en secreto. Los fieles hacen lo mismo rezando en silencio» (OGMR 84). Las dos oraciones que el sacerdote, alternativamente, puede decir en secreto, no se dirigen al Padre, como todas las oraciones de la Misa, sino precisamente a Jesús: –«Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, líbrame por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me separe de ti». O bien: –«Señor Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre no sea para mí un motivo de juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa de alma y cuerpo y como remedio saludable».
–Disposiciones exteriores para la comunión
-El ayuno eucarístico, de antiquísima tradición, exige hoy «abstenerse de tomar cualquier alimento y bebida al menos desde una hora antes de la sagrada comunión, a excepción sólo del agua y de las medicinas» (Código 919,1).
-La Iglesia permite comulgar dos veces el mismo día, siempre que se participe en ambas misas (ib.917).
-«Es deseable que los fieles reciban el Cuerpo del Señor de las hostias consagradas en esa misma Misa» (OGMR 85). Cuando se comulga dentro de la misa, y además con hostias consagradas en la misma misa, se expresa con mayor claridad que la comunión hace participar en el sacrificio mismo de Jesucristo (cf. Catecismo 1388).
-«En los casos previstos (cf. 283), participen del cáliz, para que aún por los signos aparezca mejor que la Comunión es una participación en el sacrificio que entonces mismo se está celebrando» (OGMR 85). La Iglesia en Occidente, sólo por razones prácticas, reduce la comunión bajo las dos especies a las ocasiones señaladas (Eucharisticum mysterium 32), mientras que en Oriente es la forma habitual.
-Cuando los fieles piden la comunión «con justa causa, se les debe administrar la comunión fuera de la misa» (Código 918).

La Instrucción Redemptionis Sacramentum (25-III-2004)
A estas normas generales conviene añadir algunas observaciones que, bajo  el mandato del papa Benedicto XVI, y con la colaboración de la Congregación de la Doctrina de la Fe, hizo en 2004 la Congregación para el Culto Divino en la Instrucción Redemptionis Sacramentum, procurando con ella, entre otros fines, señalar «los abusos que contribuyen a oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable Sacramento».
La Instrucción atribuye estos abusos «a un falso concepto de libertad» (7), a ciertas «iniciativasecuménicas contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe» (8), y reconoce, «finalmente, que los abusos se fundamentan con frecuencia en la ignorancia, ya que casi siempre se rechaza aquello de lo que no se comprende su sentido más profundo y su antigüedad» (9). El documento pontificio, por otra parte, reconoce que «todos los fieles cristianos gozan del derecho de celebrar una liturgia verdadera, y especialmente en la celebración de la Santa Misa, que sea tal como la Iglesia ha querido y establecido, como está prescrito en los libros litúrgicos y en las otras leyes y normas». De un modo u otro, todo abuso litúrgico viene a ser un clericalismo despótico, que impone arbitrariamente a los fieles los criterios o gustos del ministro.
Señalo a continuación algunas de las normas que la Redemptionis Sacramentum reitera y de los principales abusos que señala. La Instrucción se limita a recordar normas ya establecidas en otros documentos, a los cuales remite.
[88.] «Los fieles, habitualmente, reciban la Comunión sacramental de la Eucaristía en la misma Misa y en el momento prescrito por el mismo rito de la celebración, esto es, inmediatamente después de la Comunión del sacerdote celebrante. Corresponde al sacerdote celebrante distribuir la Comunión, si es el caso, ayudado por otros sacerdotes o diáconos; y este no debe proseguir la Misa hasta que haya terminado la Comunión de los fieles. Sólo donde la necesidad lo requiera, los ministros extraordinarios pueden ayudar al sacerdote celebrante, según las normas del derecho.
[89.] «Para que también por los signos aparezca mejor que la Comunión es participación en el Sacrificio que se está celebrando, es deseable que los fieles puedan recibirla con hostias consagradas en la misma Misa.
[90.] «Los fieles comulgan de rodillas o de pie, según lo establezca la Conferencia de Obispos, con la confirmación de la Sede Apostólica. Cuando comulgan de pie, se recomienda hacer, antes de recibir el Sacramento, la debida reverencia, que deben establecer las mismas normas.
[91.] «En la distribución de la sagrada Comunión se debe recordar que los ministros sagrados no pueden negar los sacramentos a quieneslos pidan de modo oportuno, estén bien dispuestos y no les sea prohibido por el derecho recibirlos. Por consiguiente, cualquier bautizado católico, a quien el derecho no se lo prohíba, debe ser admitido a la sagrada Comunión. Así pues, no es lícito negar la sagrada Comunión a un fiel, por ejemplo, sólo por el hecho de querer recibir la Eucaristía arrodillado o de pie.
[92.] «Aunque todo fiel tiene siempre derecho a elegir si desea recibir la sagrada Comunión en la boca, si el que va a comulgar quiere recibirla en la mano el Sacramento, en los lugares donde la Conferencia de Obispos lo haya permitido, con la confirmación de la Sede Apostólica, se le debe administrar la sagrada hostia. Sin embargo, póngase especial cuidado en que el comulgante consuma inmediatamente la hostia, delante del ministro, y ninguno se aleje teniendo en la mano las especies eucarísticas. Si existe peligro de profanación, no se distribuya a los fieles la Comunión en la mano.
[93.] «La bandeja para la Comunión de los fieles se debe mantener, para evitar el peligro de que caiga la hostia sagrada o algún fragmento.
[94.] No está permitido que los fieles tomen la hostia consagrada ni el cáliz sagrado por sí mismos, ni mucho menos que se lo pasen entre sí de mano en mano. En esta materia, además, debe suprimirse el abuso de que los esposos, en la Misa nupcial, se administren de modo recíproco la sagrada Comunión.
[95.] «El fiel laico que ya ha recibido la santísima Eucaristía, puede recibirla otra vez el mismo día solamente dentro de la celebración eucarística en la que participe.
[96.] «Se reprueba la costumbre, que es contraria a las prescripciones de los libros litúrgicos, de que sean distribuidas a manera de Comunión, durante la Misa o antes de ella, ya sean hostias no consagradas ya sean otros comestibles o no comestibles» [el pan bendito, por ejemplo, que fue costumbre en algunas regiones].
–Quejas por abusos en materia litúrgica
La Instrucción Redemptionis sacramentum dedica al final un par de números a recordar el deber que todos los fieles cristianos tienen de velar por la fidelidad a las normas litúrgicas de la Iglesia, muy especialmente en las referentes a la Eucaristía. Cuando se intenta justificar los abusos litúrgicos alegando el espíritu del Concilio Vaticano II cometen una gran falacia, pues en su Constitución dogmática sobre la Liturgia sagrada dispone claramente: «Que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (Sacrosanctum Concilium 22,3). Partiende de ese principio conciliar, la Instrucción exhorta:
[183.] «De forma muy especial, todos procuren, según sus medios, que el santísimo sacramento de la Eucaristía sea defendido de toda irreverencia y deformación, y todos los abusos sean completamente corregidos. Esto, por lo tanto, es una tarea gravísima para todos y cada uno, y, excluida toda acepción de personas, todos están obligados a cumplir esta labor.
[184.] «Cualquier católico, sea sacerdote, sea diácono, sea fiel laico, tiene derecho a exponer una queja por un abuso litúrgico, ante el Obispo diocesano o el Ordinario competente que se le equipara en derecho, o ante la Sede Apostólica, en virtud del primado del Romano Pontífice. Conviene, sin embargo, que, en cuanto sea posible, la reclamación o queja sea expuesta primero al Obispo diocesano. Pero esto se haga siempre con veracidad y caridad».
–Vigilancia de los Obispos y de la Santa Sede
La Instrucción, lógicamente, confía a la autoridad apostólica de los Obispos [176-180] y de la Sede Apostólica [181-182] el cuidado máximo de la celebración de la Eucaristía. El Obispo, «dado que tiene la obligación de defender la unidad de la Iglesia universal, debe promover la disciplina que es común a toa la Iglesia, y por tanto exigir el cumplimiento de las leyes eclesiásticas. Ha de vigilar para que no se introduzcan abusos en la disciplina eclesiástica, especialmente acerca del ministerio de la palabra, la celebración de los sacramentos y sacramentales, el culto de Dios y de los Santos» [177].
«Los delitos contra la fe y también los graviora delicta cometidos en la celebración de la Eucaristía y de los otros Sacramentos, sean comunicados sin demora a la Congregación para la Doctrina de la Fe, la cual examina y, en cada caso, procede a declarar o imponer sanciones canónicas a tenor del derecho, tanto común como propio» [179]. «El Ordinario proceda conforme a la norma de los sagrados cánones, aplicando, cuando sea necesario, penas canónicas y recordando de modo especial lo establecido en el canon 1326. Si se trata de hechos graves, hágase saber a la Congregación del Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos» [180].
–Sacramentos o sacrilegios
 Por lo demás, es evidente que el Obispo no puede estar al tanto de cómo se celebran las Misas en diócesis donde a veces son cientos las parroquias y conventos, y varios quizá los sacerdotes que en esas comunidades celebran. Por eso parece conveniente añadir, que, aunque laInstrucción no alude a los Secretariados diocesanos o nacionales de Liturgia, es obvio que a éstos corresponde en una forma muy especial velar por la fidelidad de las comunidades cristianas a la disciplina sagrada de la Liturgia. Por eso, allí donde los abusos litúrgicos son numerosos y persistentes, suele ser clara señal de que dichos Secretariados, Departamentos o Consejos no cumplen eficazmente con su misión. No será raro entonces que haya parroquias y comunidades en las que sean más frecuentes los sacrilegios que los sacramentos, al menos si nos atenemos al concepto de sacrilegio que da el Catecismo de la Iglesia:
2120 «El sacrilegio consiste en profanar o tratar indignamente los sacramentos y las otras acciones litúrgicas, así como las personas, las cosas y los lugares consagrados a Dios. El sacrilegio es un pecado grave sobre todo cuando es cometido contra la Eucaristía, pues en este sacramento el Cuerpo de Cristo se nos hace presente substancialmente».

José María Iraburu, sacerdote


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