12 de junio de 2013

La Eucaristía, Banquete del Señor Jesús



«Jesús, el Señor, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: --Esto es mi cuerpo entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Igualmente, después de cenar, tomó el cáliz y dijo: --Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; cuantas veces bebáis de él, hacedlo en memoria mía» (1 Cor 11,23-25). La Eucaristía fue instituida por Jesús y sigue siendo presidida y realizada por él. Él es el novio: «Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero» (Ap 19,9). Por eso la llamamos «cena o banquete del Señor».

Los cuatro relatos que tenemos de la institución de la Eucaristía, en tres Evangelios (Mt 26,17-30; Mc 14,12-25; Lc 22,7-20) y en la primera Carta de San Pablo a los Corintios (1 Cor 11,17-34), y las alusiones a la misma que nos trae el Evangelio de San Juan (Jn 6,51-59), nos ofrecen indicaciones preciosas sobre el significado que Jesús quiso darle a este banquete.

a) Una nueva Pascua

Todos los relatos coinciden en afirmar que se celebró al caer la tarde (de ahí su nombre de «Cena») y que tuvo un carácter pascual. En efecto, todo comienza con esta pregunta de los discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de pascua?». Y el mismo Jesús manifiesta su gran deseo de celebrar especialmente aquella pascua, la última de su vida: «¡Cuánto he deseado celebrar esta pascua con vosotros antes de morir!» (Lc 22,15). Por otra parte, dispone que se busque un local apropiado, amplio y cómodo. Es indudable, pues, que Jesús quiso relacionar la Eucaristía con la gran fiesta judía de la Pascua que celebraba el acontecimiento de la liberación de Egipto; pero no como un mero recuerdo de un hecho pasado, sino como «memorial», es decir, como un acontecimiento pasado que se vuelve a hacer presente en la celebración y se proyecta hacia el futuro. De hecho, cada judío que celebraba el memorial se hacía contemporáneo a la liberación, como si hubiera salido personalmente de Egipto.

Sin embargo, en el marco de esta pascua judía, Jesús va a instituir una nueva pascua, porque al decir «Haced esto en memoria mía» va a cambiar el acontecimiento liberador que se ha de celebrar en sus tres direcciones: como hecho pasado, como presente actual y como anticipación del futuro definitivo. ¿Cuál es este nuevo acontecimiento salvador?

b) Una nueva alianza

Para explicarlo, Jesús recurre a otro gran componente de la religión judía: la alianza. Después de la liberación de Egipto, el pueblo de Israel compareció ante el Dios liberador en el Sinaí y éste, a través de Moisés, le propuso un pacto de amistad y de unión mutua que les comprometía a los dos: «Si me obedecéis y guardáis mi alianza, vosotros seréis el pueblo de mi propiedad entre todos los pueblos, porque toda la tierra es mía; seréis un reino de sacerdotes, una nación santa» (Ex 19,5-6). El pueblo aceptó el compromiso y el pacto fue sellado con un ritual solemne. Moisés construyó un altar, mandó inmolar unos novillos «como sacrificio de comunión en honor del Señor» (Ex 24,5) y después tomó la mitad de la sangre y la derramó sobre el altar; con la otra mitad de la sangre roció al pueblo diciendo: «Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, según las cláusulas ya dichas» (Ex 24,8). Jesús alude a este ritual cuando, al ofrecer a sus discípulos un cáliz con vino, les dice: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre» (1 Cor 11,25).

c) Un nuevo sacrificio

Jesús instituye, pues, un nuevo pacto con Dios, una nueva relación con él que dará lugar a un nuevo pueblo de Dios. Pero, ¿cuál es el sacrificio que hace posible y sella este nuevo pacto? Su propio sacrificio, es decir, su muerte en la cruz, que tendrá lugar al día siguiente: «Este es mi cuerpo entregado por vosotros... Esta es mi sangre derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). La muerte de Jesús es el nuevo y definitivo acontecimiento salvador que reconcilia a la humanidad con Dios y, para que esta reconciliación pueda llegar a los hombres de todos los tiempos, Jesús instituye este memorial sacrificial que perpetúa el sacrificio de la cruz. Por eso el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio: cada vez que celebramos la Eucaristía, el sacrificio redentor de Cristo se actualiza para nosotros. Afirma san Pablo: «Siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que él venga» (1 Cor 11,26). Y nosotros, en cada Eucaristía, después de la consagración, proclamamos: «Anunciamos tu muerte». «De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 12).

d) Una nueva vida

Pero el sacrificio eucarístico no sólo hace presente la pasión y muerte de Cristo, sino también su resurrección, con la que el Padre coronó su sacrificio. Es lo que recuerda también la aclamación del pueblo después de la consagración: «Proclamamos tu resurrección». La Pascua de Cristo incluye, tanto su entrega hasta la muerte por nosotros, como su resurrección que inaugura la nueva creación. Y la Eucaristía, además de hacernos participar en su muerte, nos hace participar también en su resurrección, como lo prometió el mismo Jesús: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54). Como afirma Juan Pablo II, «quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad... Esta garantía de resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 18). En efecto, aunque Jesús instituyó la Eucaristía antes de morir y resucitar, lo hizo para que nosotros la celebrásemos después de estos hechos, cuando él es ya el Señor viviente y glorioso. Por eso «la Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo; es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y prenda de la gloria futura» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 18).

En resumen, el memorial eucarístico nos hace participar en la Pascua de Cristo por su capacidad de unir los tres tiempos: recuerda un acontecimiento que ocurrió una vez por todas, la muerte y resurrección de Jesús; nos comunica sus frutos en el presente a través de la celebración («anunciamos, proclamamos»); y nos encamina y prepara para el futuro, para la Pascua eterna («hasta que él vuelva», «Ven, Señor Jesús»). Una bella antífona del día del Corpus lo expresa así: «¡Oh sagrado banquete en que Cristo es nuestro alimento! Se recuerda la memoria de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura».

e) Un nuevo banquete

Las primeras palabras de esta antífona nos llevan a una última consideración sobre el modo cómo quiso Jesús que participáramos de su Pascua: «Tomó pan, lo partió y se lo dio diciendo: --Esto es mi cuerpo... Tomó una copa, se la dio y dijo: --Esta es mi sangre» (Mc 14,22-24). Jesús instituye un banquete, una comida con dos elementos, el pan y el vino, que tenían una gran importancia en la tradición judía, y les da un nuevo significado. El pan era el alimento fundamental para saciar el hambre y por ello era símbolo de la vida. El vino era la bebida festiva, símbolo de alegría, de amistad y de alianza. Jesús los asume pero les da un nuevo sentido: son su cuerpo entregado y su sangre derramada, es decir, son él mismo que se entrega a favor de los hombres. Nos encontramos ante una acción que carece de antecedentes en ninguna religión. El hecho de que alguien dé a comer su cuerpo y a beber su sangre es una total innovación de Jesucristo, que causó escándalo ya entre sus contemporáneos. Pero las palabras de Jesús son claras y terminantes: «Yo os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros... El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él» (Jn 6,53.56). No se trata de un alimento metafórico. Lo que recibimos bajo las apariencias del pan y del vino es el cuerpo y la sangre del Señor, es decir, a él mismo, que se ha ofrecido por nosotros. Y al recibirlo, entramos en una íntima unión con él que nos introduce en la misma vida de la Trinidad: «Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que coma vivirá por mí» (Jn 6,57).

f) Una nueva comunidad

San Pablo transmite la tradición de la Eucaristía para corregir una situación concreta de la comunidad de Corinto: «Ha llegado a mis oídos que, cuando os reunís en asamblea hay entre vosotros divisiones» (1 Cor 11,18). Y el Apóstol argumenta: «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no nos hace entrar en comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no nos hace entrar en comunión con el cuerpo de Cristo? Pues si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un solo cuerpo» (1 Cor 10,16-17). Es decir, nuestra unión con Cristo, que es don y gracia para cada uno, nos asocia también a su cuerpo que es la Iglesia: eleva la experiencia de fraternidad y es fuerza generadora de unidad. La Eucaristía crea la Iglesia como comunión de personas, como imagen y participación de la comunión trinitaria. En ella, el Padre atiende y realiza el deseo de su Hijo: «Te pido que todos sean uno, Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros; de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado» (Jn 17,21).

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