13 de junio de 2013

El Padre, fuente y fin de la Eucaristía



La Eucaristía es revelación y comunicación del amor del Padre, es el gran abrazo en el que culmina ese gran misterio de su inmensa ternura hacia nosotros; ese gran amor sin «por qué» y sin límites del que hemos nacido y que constituye nuestra verdad última: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado» (Ef 1,3-6).

a) El Creador

Toda nuestra vida es bendición de Dios. Él pronunció con amor nuestro nombre desde toda la eternidad. Él nos hizo existir desde la nada y nos mantiene a cada instante en el ser, nos hace crecer y nos conduce hacia la plena realización. Él nos hizo a imagen suya, es decir, capaces de conocernos, de poseernos y de darnos libremente y entrar en comunión con otras personas, para que pudiésemos participar en su misma vida. Él nos hizo hombre y mujer para que experimentásemos, como Él, la dicha de ser «el uno para el otro», de realizarnos haciendo al otro, y de transmitir la vida humana. Para nosotros creó todas las demás criaturas, el cielo y la tierra, el sol y la luna, el cedro y la flor, el águila y el gorrión, como escenario de nuestra vida y testigos de su sabiduría y bondad, y para que, admirándolos y cuidándolos, participásemos de su misma providencia y cuidado para que alcancen su última perfección.

b) El Restaurador

Pero la bendición del Padre no acabó ahí, sino que a partir de Abrahán, penetró en la historia humana, que se encaminaba hacia la muerte, y se convirtió en acción recreadora: nos reveló su nombre y su designio; entabló con la humanidad un diálogo de amor; nos ofreció su perdón; nos liberó de todas las esclavitudes con que nos habíamos ido encadenando; creó un pueblo suyo capaz de reconocerle, de amarle y de transmitir el conocimiento de Dios a toda la humanidad; acarició nuestros oídos con sus promesas formidables; se nos mostró tierno como una madre y fiel y cariñoso como un esposo; se prestó a ser pastor y guía solícito de nuestro difícil caminar.

c) El Padre de nuestro Señor Jesucristo

Y su bendición, en un momento culminante, llegó hasta el extremo: ya no se conformó con darnos vida, sino que se nos dio él mismo en su Hijo, que es todo lo que tenía. Lo hizo uno de nosotros para que hablase nuestro lenguaje: «Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre» (Vaticano II, Gaudium et Spes, 22). A través de él nos reveló el misterio de su amor, nos descubrió la grandeza de nuestra vocación y nos enseñó que la ley fundamental de la perfección humana es el mandamiento del amor. Y, sobre todo, al hacerle derramar libremente su sangre por nosotros, llegó a la locura de amor que nos hace exclamar extasiados con san Pablo: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20). Con esta entrega suprema nos reconcilió consigo y entre nosotros, nos arrancó de la esclavitud del pecado, nos hizo hijos en el Hijo, conformándonos a su imagen, y nos dio las primicias de su Espíritu, que nos capacita para amar como él nos ama y es la prenda de nuestra herencia: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud del Espíritu que habita en vosotros» (Rm 8,11).

d) El que nos da el pan de la vida eterna

Toda esta inmensa catarata del amor del Padre nos llega a nosotros cada vez que nos acercamos a «aquel sacramento de la fe, en el que el Señor dejó a los suyos una prenda de esta esperanza y un viático para el camino, en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en su cuerpo y sangre gloriosos en la cena de la comunión fraterna y la pregustación del banquete celestial» (Vaticano II, Gaudium et Spes, 38). La Eucaristía, nacida del amor del Padre, nos encamina con total seguridad hacia aquella entrada definitiva en la plenitud de su amor, cuando oiremos la sentencia que nos realizará definitivamente: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34). Este banquete que celebramos en esta tierra con los elementos de la creación y de nuestro trabajo, nos llevará a participar en el banquete definitivo «en los cielos nuevos y la tierra nueva» (2 Pe 3,13). Con toda rotundidad afirmó Jesús: «Mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo... El que come de este pan, vivirá para siempre» (Jn 6, 32.51).

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