12 de junio de 2010

¿Quién me ha tocado?


Mientras iba, las gentes le ahogaban. Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que no había podido ser curada por nadie, se acercó por detrás y tocó la orla de su manto, y al punto se le paró el flujo de sangre. Jesús dijo: "¿Quién me ha tocado?" Como todos negasen, dijo Pedro: "Maestro, las gentes te aprietan y te oprimen. "Pero Jesús dijo: "Alguien me ha tocado, porque he sentido que una fuerza ha salido de mí. "Viéndose descubierta la mujer, se acercó temblorosa, y postrándose ante él, contó delante de todo el pueblo por qué razón le había tocado, y cómo al punto había sido curada. El le dijo: "Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz."
(Lucas 8, 42-48)


Por el Obispo Manuel González †

¿Por qué, a pesar de esa virtud de sanar que el Corazón de Jesús brota incesantemente en el Sagrario, quedamos aún tantos enfermos?
No soy yo, sino el Evangelio mismo el que va a responder con el relato de una historia interesante.
De esta meditación yo saco unas cuántas enseñanzas muy propias para los que andamos cerca del Sagrario.
La primera es que no basta estar en el Sagrario para llenarse o aprovecharse de la virtud que de Él brota.
Muchos estaban junto al Maestro y no salían curados ni en sus cuerpos ni en sus almas.
La segunda enseñanza que saco es que para sacar vir­tud del Sagrario hace falta tocar y saber tocar al Corazón de Jesús que está en Él.
¡Saber tocar!
¡Qué!, ¿no es eso lo que quiere decir aquel “quien me ha tocado”, en medio de aquella muchedumbre que le tocaba hasta oprimirlo?
Los discípulos, quizás sin darse cuenta, han puesto un nombre adecuado a lo que hacen con Jesús muchos que andan con Él: «Las muchedumbres te rodean y te oprimen».
¡Oprimir a Jesucristo!
¡Dios mío! ¡Qué miedo he sentido al fijarme en esa palabra!
¡Qué miedo y que pena en pensar que no pocas veces las muchedumbres que llenan tus templos y aun tus Sagrarios, están imitando a las turbas del Evangelio; están oprimiéndote!
¡Qué pena es pensar que hasta muchas comuniones son opresiones; si, opresiones y, si fuera posible, asfixiantes de sentir tanta falta de espíritu cristiano y tanta sobra de espíritu mundano!
¡Ay! ¡Cómo me acuerdo de aquellas opresiones de las turbas, cuando veo en tomo de tus tabernáculos a cristianas vestidas de prostitutas y en actitudes de comediantes, y a cristianos que en el templo hablan, ríen, miran y gesticulan como en el teatro...!
¡Saldrán después y dirán que vienen de estar contigo; si, de estar oprimiéndote, ahogándote con la barahúnda y la pestilencia de sus liviandades y coqueterías, y con su espíritu superficial, curioso, distraído y rutinario!
En cambio, ¡qué poquitos son los que saben tocarte y por consiguiente sacarte virtud!
Con la fe se toca a Cristo, ha dicho San Ambrosio.
Pero no con una fe que se contenta con rezar el Credo, sino con aquella fe de la incurable que empieza en la humildad de no creerse digna ni de ponerse delante del Santo Maestro y que termina y se manifiesta en la confianza firme de ser curada solo por el contacto con lo más insignificante de su persona, la orla posterior de su vestidura.
¡La fe viva! Esa es la que toca a Cristo, la que Mega hasta su Corazón.
Si con fe viva nos llegáramos al Sagrario, ¡Cómo nos sumergiríamos en aquel mar de luz, de amor, de vida, que brota de aquel Corazón! ¡Cómo se curarían todas nuestras dolencias! ¡Cómo gozaríamos de salud inalte­rable! ¡Cómo obtendríamos mucho más de lo que pedimos y esperamos!
Pero ¡nos hacen tanta falta aquella humildad que lo teme todo de sí y aquella confianza que lo espera todo de Él!
¡Vamos al Sagrario tan llenos de nosotros que no hay que extrañar que volvamos tan vacíos de El!
¿Sabéis ahora por qué, a pesar de tanta virtud de sanar como exhala constantemente el Corazón de Jesús en el Sagrario, hay tantos enfermos, aun entre los que lo rodean y viven cerca de Él?
Hay que tocarle y se empeñan en no ir o en ir para oprimirlo.

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