Una fiesta cada día
Extraído del libro
“Yo los envío. Una historia misionera”
Grupo Misionero Nuestra Señora del Pilar
“La Santa Misa alegra toda la corte celestial, alivia a las pobres ánimas del purgatorio, atrae sobre la tierra toda suerte de bendiciones, y da más gloria a Dios que todos los sufrimientos de los mártires juntos, que las penitencias de todos los solitarios, que todas las lágrimas por ellos derramadas desde el principio del mundo y que todo lo que hagan hasta el fin de los siglos.”
Santo Cura De Ars - Sermón sobre la Santa Misa
(…)La Misa es lo más grande que le puede pasar en el día a cualquier católico. Tiene por sí misma un valor tan inmenso que no hay nada en la creación que valga tanto. Entendiendo su verdadero y profundo significado, no dejaríamos de ir por nada en el mundo a esta fiesta, a este encuentro con Dios, a esta comunión con nuestros hermanos, a este banquete celestial. Es un verdadero anticipo del Reino. San Pio de Pietrelcina decía-. "Seria mas fácil la existencia del mundo sin el sol que sin la santa Misa".
El momento más importante del día del misionero siempre fue la Misa. A las 7.45 en punto de la tarde cada pareja se despedía de las personas que estaba visitando para ir a la capilla del pueblo. Era lindísimo ver como todos se iban acercando a la iglesia con el llamado de las campanas. Y la gente, con la mejor de sus ropas se acercaba al festejo. Los misioneros volvíamos a encontrarnos entre nosotros, con la gente visitada y con Jesús. Esta forma sublime de oración reunía las peticiones de las visitas, las sonrisas y las tristezas escuchadas, el agradecimiento compartido, la alabanza y la fortaleza de Dios para seguir adelante. No podría imaginar una misión sin Misa.
La Misa de la tardecita nos reúne y congrega... No importa lo que uno esté haciendo, simplemente deja de hacerlo y se dirige a Misa, centro de la misión. Allí, reunidos, nos sentimos comunidad en Jesús y compartimos nuestra riqueza más alta. Varones y mujeres, grandes y chicos, ricos y pobres, santos y pecadores, nos acercamos al mismo banquete a celebrar eso que nos une: el amor a Dios y el ser amados por Él. Dios, que es familia, nos quiere ver a nosotros también reunidos en familia y por eso el gesto lindísimo de rezar juntos el Padre Nuestro (¿Nuestro? Si, nuestro, de todos). Y este gesto, que es solo un símbolo, se vuelve realidad en la comunión, momento importantísimo de la Misa. Allí no solo los presentes se unen, sino también los hermanos de todo el mundo y los santos del Cielo porque no existen distancias entre sagrarios.
Allí recibimos a la Eucaristía, al mismo Jesús que se queda oculto en la apariencia de un pedazo de pan y en un poco de vino, verdaderamente, con su Cuerpo y con su Sangre, con su Espíritu, con su Gracia y Divinidad. Dios, en su infinita misericordia, se quiso quedar en el mundo en la sencilla forma de pan para darse a los hombres todos los días. Y esto es lo más importante que sucede en la Misa. Es su sentido más profundo, su verdadera razón, su propósito último. Solo en la Eucaristía toma color y forma el festejo, la oración y la comunidad. En la Eucaristía encontramos la fuerza para vivir el Evangelio, para ser mejores cristianos, para soportar nuestras cruces, para querernos más.
En la Misa meditamos la Palabra, Dios nos habla al corazón con palabras vivas y actuales. Como un padre reúne a sus hijos para enseñarles algo, así Dios nos congrega para ensenarnos a nosotros cuánto nos quiere. Solo en la oración con el Padre descubrimos las enseñanzas justas y las palabras perfectas que nos ayudan a santificarnos día a día. Así, cada Misa es distinta a otra y este rito sagrado no se transforma en rutina, sino en una aventura apasionada en la búsqueda de la santidad. (…)
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