- SS Benedicto XVI - Corpus Christi 2009-
(...) Me dirijo particularmente a ustedes, queridos sacerdotes, que Cristo ha elegido para que junto con él puedan vivir su vida como sacrificio de alabanza por la salvación del mundo. Sólo de la unión con Jesús pueden obtener aquella fecundidad espiritual que es generadora de esperanza en su ministerio pastoral. Recuerda San León Magno que ‘nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no tiende a otra cosa que no sea volvernos aquello que recibimos’ (Sermón 12, De Passione 3,7,PL 54). Si ello es verdad para cada cristiano, lo es con mayor razón para nosotros los sacerdotes. ¡Ser Eucaristía! Que éste sea, precisamente, nuestro constante anhelo y compromiso, para que al ofrecimiento del cuerpo y de la sangre del Señor que hacemos en el altar, se acompañe el sacrificio de nuestra existencia. Cada día, tomamos del Cuerpo y de Sangre del Señor aquel amor libre y puro que nos hace dignos ministros de Cristo y testigos de su alegría. Es lo que los fieles esperan del sacerdote: el ejemplo, es decir, de una auténtica devoción a la Eucaristía; aman verlo transcurrir largas pausas de silencio y de adoración ante Jesús, como hacía el santo Cura de Ars, que vamos a recordar, de forma particular, durante el ya inminente Año Sacerdotal. San Juan María Vianney amaba decir a sus parroquianos: «Venid a la comunión... Es verdad que no sois dignos de ella, pero la necesitáis» (Bernad Nodet, Le curé d’Ars. Sa pensée – Son coeur, ed. Xavier Mappus, París 1995, p. 119). Con la conciencia de ser indignos por causa de los pecados, pero necesitados de nutrirnos con el amor que el Señor nos ofrece en el sacramento eucarístico, renovemos esta tarde nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía ¡No hay que dar por descontada nuestra fe! Hoy existe el riesgo de una secularización que se introduce también en el interior de la Iglesia, que puede traducirse en un culto eucarístico formal y vacío, en celebraciones a las que les falta aquella participación del corazón que se expresa en la veneración y respeto de la liturgia. Siempre es fuerte la tentación de reducir la oración a momentos superficiales y apresurados, dejándose dominar por las actividades y por las preocupaciones terrenales. Cuando, dentro de poco, recitemos el Padrenuestro, la oración por excelencia, diremos: «Danos hoy nuestro pan de cada día», pensando naturalmente en el pan de cada día. Sin embargo, este ruego contiene algo más profundo. El término griego epioúsios, que traducimos como ‘diario’, podría aludir también al pan ‘supra-sustancial’, al pan ‘del mundo que vendrá’. Algunos Padres de la Iglesia han visto aquí una referencia a la Eucaristía, el pan de la vida eterna que nos es dado en la Santa Misa, para que desde ahora el mundo futuro comience en nosotros. Con la Eucaristía, pues, el cielo viene sobre la tierra, el mañana de Dios desciende al presente y el tiempo es como abrazado por la eternidad divina (...) ¡Quédate con nosotros Jesús, dónate a nosotros y danos el pan que nos alimenta para la vida eterna! Libera a este mundo del veneno del mal, de la violencia y del odio que contamina las conciencias, purifícalo con la potencia de tu amor misericordioso. Y tú, María, que has sido mujer ‘eucarística’ durante toda tu vida, ayúdanos a caminar unidos hacia la meta celestial, alimentados por el Cuerpo y la Sangre de Cristo, pan de vida eterna y remedio de la inmortalidad divina ¡Amén!
(...) Me dirijo particularmente a ustedes, queridos sacerdotes, que Cristo ha elegido para que junto con él puedan vivir su vida como sacrificio de alabanza por la salvación del mundo. Sólo de la unión con Jesús pueden obtener aquella fecundidad espiritual que es generadora de esperanza en su ministerio pastoral. Recuerda San León Magno que ‘nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no tiende a otra cosa que no sea volvernos aquello que recibimos’ (Sermón 12, De Passione 3,7,PL 54). Si ello es verdad para cada cristiano, lo es con mayor razón para nosotros los sacerdotes. ¡Ser Eucaristía! Que éste sea, precisamente, nuestro constante anhelo y compromiso, para que al ofrecimiento del cuerpo y de la sangre del Señor que hacemos en el altar, se acompañe el sacrificio de nuestra existencia. Cada día, tomamos del Cuerpo y de Sangre del Señor aquel amor libre y puro que nos hace dignos ministros de Cristo y testigos de su alegría. Es lo que los fieles esperan del sacerdote: el ejemplo, es decir, de una auténtica devoción a la Eucaristía; aman verlo transcurrir largas pausas de silencio y de adoración ante Jesús, como hacía el santo Cura de Ars, que vamos a recordar, de forma particular, durante el ya inminente Año Sacerdotal. San Juan María Vianney amaba decir a sus parroquianos: «Venid a la comunión... Es verdad que no sois dignos de ella, pero la necesitáis» (Bernad Nodet, Le curé d’Ars. Sa pensée – Son coeur, ed. Xavier Mappus, París 1995, p. 119). Con la conciencia de ser indignos por causa de los pecados, pero necesitados de nutrirnos con el amor que el Señor nos ofrece en el sacramento eucarístico, renovemos esta tarde nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía ¡No hay que dar por descontada nuestra fe! Hoy existe el riesgo de una secularización que se introduce también en el interior de la Iglesia, que puede traducirse en un culto eucarístico formal y vacío, en celebraciones a las que les falta aquella participación del corazón que se expresa en la veneración y respeto de la liturgia. Siempre es fuerte la tentación de reducir la oración a momentos superficiales y apresurados, dejándose dominar por las actividades y por las preocupaciones terrenales. Cuando, dentro de poco, recitemos el Padrenuestro, la oración por excelencia, diremos: «Danos hoy nuestro pan de cada día», pensando naturalmente en el pan de cada día. Sin embargo, este ruego contiene algo más profundo. El término griego epioúsios, que traducimos como ‘diario’, podría aludir también al pan ‘supra-sustancial’, al pan ‘del mundo que vendrá’. Algunos Padres de la Iglesia han visto aquí una referencia a la Eucaristía, el pan de la vida eterna que nos es dado en la Santa Misa, para que desde ahora el mundo futuro comience en nosotros. Con la Eucaristía, pues, el cielo viene sobre la tierra, el mañana de Dios desciende al presente y el tiempo es como abrazado por la eternidad divina (...) ¡Quédate con nosotros Jesús, dónate a nosotros y danos el pan que nos alimenta para la vida eterna! Libera a este mundo del veneno del mal, de la violencia y del odio que contamina las conciencias, purifícalo con la potencia de tu amor misericordioso. Y tú, María, que has sido mujer ‘eucarística’ durante toda tu vida, ayúdanos a caminar unidos hacia la meta celestial, alimentados por el Cuerpo y la Sangre de Cristo, pan de vida eterna y remedio de la inmortalidad divina ¡Amén!
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