Hijo, todavía te falta
afinar la noción de los nuevos incentivos que tienes para amar siempre más a
Jesús en este Sacramento. Sigue escuchándome… Aprende de mí a amar mejor a
Jesús.
—Madre de Amor, tal
ansío vivamente obtener de ti, porque, si de amar a Jesús se trata, eres de
verdad mi vida, mi dulzura y mi esperanza.
—Hijo mío, destierra de
tu mente todo pensamiento que no sea de Jesús. Desecha todo afecto mundano de
tu corazón. Concentra conmigo todo tu amor en Jesús para captar mejor adónde
llegó mi ardor materno.
Yo amé a Dios con un
acto de caridad seráfica al conocerlo ni bien me creó… y este amor siempre
aumentó en mí, y se hizo un caudaloso río cuando Jesús me escogió para madre y
tomó vida humana de mí… ¡qué océano de amor ardiente, entonces, bramó dentro de
mí cuando vi a mi Hijo nacido en la gruta de Belén… y cuando por primera vez lo
alcé… lo estreché contra mi Corazón… y sobre éste latió el suyo divino!…
Si por reclinar la
cabeza sobre el Corazón divino de Jesús en la Última Cena, San Juan Evangelista
se encendió de un amor tan singular, que le valió la designación de APÓSTOL DE
LA CARIDAD, puedes hacerte alguna idea del océano de amor abrasador que me
invadió cuando en dulcísimo arrobo estreché en brazos al Niño Jesús, mi
carísimo Hijo… ¡Nunca dos corazones se han amado ni se amarán tan entrañablemente
como el mío y el de Jesús!…
—Oh María, ¿cómo podré
jamás comprender ese amor que conoció tu Corazón cuando estabas en la gruta de
Belén?… ¿Cuántas veces, aparecida a tus Siervos, les pusiste el Niño Jesús en
los brazos, y un milagro les hizo falta para no morir traspasados de una saeta
de amor?… ¿Cómo podré entonces comprender qué amor materno sintieras por tu
Hijo Jesús al estrecharlo en tu pecho y darle en su frente el tiernísimo primer
ósculo?… ¿Puedes, carísima Madre mía, esclarecerme más ese amor de maravilla
para yo ofrecerlo contigo a Jesús Sacramentado?…
—Escúchame, hijo mío…
Siéndote inaprensible en sí mismo el amor de Jesús a mí su Madre, no te digo
que claves tu mirada en él. Pero para que de él percibas algunas chispas, mira
sus efectos en todas las obras que mi Hijo hizo conmigo y los dones y gracias
con los que me ornó.
Mira con qué
enternecimiento daba sustento a Jesús con mi leche virginal, con los ojos
puestos en su rostro divino, contemplando su grandeza y mi miseria… Míralo
dormido en mis brazos, sonriendo dulcemente, mientras yo ponderaba el amor que
me tuvo al escogerme entre todas las vírgenes para Madre suya y destacarme con
el privilegio singularísimo de la MATERNIDAD VIRGINAL…
Contempla los arranques
de amor que tenía cuando Jesús, algo más avanzado en edad, yacía sobre mi brazo
izquierdo, y cuando se adormecía reclinando la cabeza en mis hombros,
rodeándome el cuello con sus bracitos, mientras yo sentía su Corazón divino
latir sobre el mío con ímpetus de amor…
Lo que yo sentía en
aquellos momentos, lo que experimentaba mi Corazón, no hay madre que lo pueda
comprender: ¡ninguna tuvo hijo como el mío!
—¿No puedes, oh María,
esclarecerme ese amor? ¡Cuánto deseo esta gracia, Madre misericordiosa mía!…
—Contempla un poco mi
Corazón materno. Junta, hijo mío, cuanto amor natural diera Dios a todas las
madres por su prole: no habría amor humano mayor… Pero tendría límites; habría
un grado de intensidad en el que debería detenerse. En cambio mi amor a mi Hijo
Jesús excede el de todas las madres juntas… Por intenso que sea, no se detiene
en grado alguno, porque aumenta hasta abismarse en el amor a Dios…
Entiéndeme bien, hijo:
a diferencia del amor de las demás madres por su prole, el mío por Jesús no
está repartido, sino todo concentrado en Él… Por otra parte, una madre necesita
amar muchas cosas al margen de su hijo; y en primer lugar a su alma y a Dios.
Mío es, empero, un privilegio amoroso que ninguna otra madre tiene: ¡mi Jesús
es Dios: no puedo amarlo demasiado!… ¡Y cuánto lo amo como al Dios que es!
Ponte a sumar todo el amor que le dan los Santos en la tierra y en el Cielo…
Suma todo el amor que le dan los Ángeles, incluido su coro más ardiente, el de
los Serafines… Pues la suma de tantos y tales amores no se compara con el mío.
¿Ves, hijo amado mío?
Jesús me hizo capaz de darle a Él, como encarecidísimo Fruto de mis entrañas,
esta universalidad de amores maternos, humanos y angélicos elevada al grado
supremo.
—¡Madre amada mía, tu
amor a Jesús me apabulla y lo veo incomprensible!…
—Más incomprensible lo
verás, hijo mío, si supieras que desde Belén mi amor a Jesús aumentaba tanto
por día, que se hacía imposible de comparar en intensidad y magnitud con el
amor de la víspera… ¿Y cómo podría ser de otro modo, hijo mío?… La hermosura,
la dulcedumbre y la gracia de Jesús me despertaban nuevo enamoramiento cada
día… El amor pasó a ser la vida de mi Corazón. Si yo dormía, velando estaba mi
Corazón28, porque Jesús no se retiraba de mi mente…
Veo cómo echaba a andar
y corría a mi pecho con ojos llenos de amor, dulce sonrisa y brazos abiertos…
Yo lo alzaba y Él con un arranque de amor me abrazaba, me besaba, y dulcemente
me llamaba Mamá… ¡Aquí, hijo mío, mi amor culminaba en un luminoso incendio29,
en un océano, en un abismo y en un embeleso! ¡Hijo amado mío, no hay palabras
humanas aptas para expresarlo!…
—Oh María, Madre mía, a
tus pies confieso que tú eres la verdadera Madre del Amor. ¡Confieso que a tu
amor no hay quien pueda comprenderlo!…
—Y cuanto más crecía
Jesús, hijo mío, tanto más dulce se hacía… Y su dulzor encendía y abrasaba mi
Corazón siempre más… Considera simplemente que a quienes veían la sola figura
humana de Jesús, los embelesaba y les disipaba toda aflicción, pena y
preocupación por su hermosura y gracia, que se veían forzados a proclamar; a Él
acudían en sus tribulaciones, sabiendo que su suavísima mirada les equivalía a
consuelo inmediato…
Siendo así, no te
asombre que yo no pudiese vivir alejada de Jesús, el encanto de mi Corazón… Por
eso me ves a su lado o siguiendo sus pasos, en Caná de Galilea, en Betania, en
Samaria, Cafarnaún, Jerusalén, o las ciudades de Judea. No me cansaba el largo
caminar y peregrinar, no me molestaban los gentíos, porque mi único pensamiento
era ver a Jesús; mi solo deseo, estar con Jesús; la vida de mi Corazón, amar a
Jesús… ¿Y no es verdad, hijo mío, que tú deseas amar a Jesús en este Sacramento
con el fervor que me es propio?…
—Lo deseo, sí, oh
María, ¿pero cómo haré? ¡No veo como pueda!
—Puedes, hijo mío, no
te desesperances. Por ti, que eres mi hijo, yo ofreceré este amor mío a Jesús
en el Sagrario; conmigo ofrece tú el tuyo pequeño…
Ofrezcámoslos juntos:
Jesús aceptará mi amor maternal y el tuyo filial como si fueran uno. ¿No estás
contento?…
—¡Puedes pensar si no
lo estaré, oh María!
—Acércate entonces
conmigo a las plantas de Jesús, guarda silencio… escúchame… y confirma mis
palabras en tu corazón:
«Carísimo Hijo mío
Jesús que por amor de la humanidad estás presente en este Sacramento ansiando
el amor de las almas redimidas con tu Sangre, aquí te traigo una que suspira
por amarte muy mucho… Pero la pobre está apenada de no arder por ti según
desea. ¿No estás contento, sin embargo, amado hijo mío, de que yo te ofrezca
todo el amor que te tuve en tu vida entera, el amor que acabo de explicarle y
que desea tenerte conmigo?…
Acepta, oh Jesús, esa
voluntad suya unida a la mía, ya que ser mi hijo le da derecho a amarte con ese
ardor. ¿No soy yo su madre? ¿No tiene, como hijo, el juro de heredad de todos
mis bienes? Con él, pues, oh Jesús, yo te ofrezco mi amor como siempre te lo he
tenido, y arrebatador como fue para mi Corazón maternal al primer abrazo que te
di en la gruta de Belén… aquel tierno encanto que vivía en mi interior por las
dulcísimas señales de amor que me mostrabas en tu juventud… aquel abismo
afectuoso donde se sumía mi Corazón maternal por las melífluas palabras con las
cuales me expresabas tu auténtico cariño filial… Tanto amor, oh Jesús, yo te
ofrezco con el alma de este carísimo hijo mío, y cada vez que él desee amarte,
quede renovado tal ofrecimiento de parte suya y mía.»
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