13 de noviembre de 2015

Preparando el Año Santo de la Misericordia


La Misericordia de Dios se manifiesta en la Eucaristía. 

¡Sí! En el Santísimo Sacramento del Altar Dios se ha compadecido. Su misericordia es infinita. 

El deseo inscrito en nuestro corazón de ser amados plenamente (deseo de eternidad) no es expresión de un deseo impotente, cual fruto de una sarcástica maldición o de un sueño irrealizable. El deseo del hombre es más bien la intuición de un evento que ha de cumplirse; de un evento para el que fuimos destinados desde toda la eternidad. Un evento que en realidad ya se cumplió. Es la buena noticia: Dios ha bajado a la tierra, porque el hombre es capaz de Dios. Dios baja, porque nos ama. ¡Baja Dios! No para darnos una planta que rejuvenece o un nuevo alimento que sacie nuestra hambre física, como aquel maná del cielo que solo puede prolongar nuestra vida por algunos años más; baja en vez para dar cumplimiento a lo imposible. Baja para darse a sí mismo como alimento. Para que comiéndolo como dice San Agustín seamos asimilados y transformados en Él, en Dios: 

“Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te mudarás en mí”.



He aquí la radical novedad. He aquí el evento inverosímil que es digno de ser creído, porque jamás pudo ser imaginado por mente humana. Excede toda pretensión y posibilidad de comprensión. El misterio grande, terrible, hermoso: Dios se ha hecho carne y sangre, para ser inmolado y transformado en alimento de comunión, en bebida de cohesión de las partes dispersas. Dios se ha hecho él mismo lo más pequeño del cosmos, para ser consumido; para asumir y elevar desde dentro todo, desde lo más íntimo. Dios se convierte en alimento al alcance de la mano para elevarnos a la altura de Dios:

«Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día”».  (Jn6,51-54).

El Cristianismo proclama la buena noticia y nos da una respuesta esperanzadora. Dios se ha compadecido. Nuestra hambre y sed de eternidad son auténtica expresión de una promesa que se ha cumplido; de una vocación que llegará a su plenitud. Dios baja. Baja Dios. Tenían razón los antiguos en intuir que la inmortalidad es un regalo irrepetible. Sí, solo un hombre es y ha sido capaz de superar la muerte para alcanzar la eternidad. Lo que nunca imaginaron (nunca hubiesen podido) es que aquel hombre al ser también Dios, podía asumirnos en su Cuerpo, haciéndonos uno con Él, haciéndonos partícipes de su resurrección.

El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Jn6,56.

No hay comentarios: