7 de junio de 2014

El Espíritu Santo y la Eucaristía



La acción del Espíritu Santo se desarrolla en el sacramento eucarístico, cima del encuentro personal entre Jesucristo y el creyente, en orden a la plena apropiación de su santidad, a revestirse con ella. Ciertamente, la Eucaristía extiende y hace presente toda la vida de Cristo, aunque de manera especial destacamos el misterio de la Encarnación y la Pascua, momentos constitutivos del misterio cristiano donde contemplamos la acción del Espíritu Santo, tanto para tejer la veste humana del Salvador en el seno de María, como para vivificar la humanidad muerta de Jesús y llamarlo al estado glorioso de Señor.[1]
 
 
Efectivamente, en la Eucaristía entramos en comunión con el Hijo de Dios hecho carne que santifica a los hombres, ya que por medio de este admirable sacramento

 
“Cristo se vuelca en nosotros y con nosotros se funde, cambiándonos y transformándonos en sí como una gota de agua en un infinito océano de ungüento perfumado. Éstos son los efectos que puede producir ese ungüento en los que lo encuentran: no sólo los vuelve perfumados, no sólo les hace aspirar ese perfume, sino que transforma su misma sustancia en el perfume de ese ungüento y nosotros nos volvemos el buen olor de Cristo”.[2]
 


            Así lo expresa, sobre todo, la escuela alejandrina, tradición teológica de raigambre joánica que interpreta la Eucaristía como prolongación del acontecimiento de la Encarnación, subrayando la fe en la presencia real de Cristo en el sacramento que, por medio de la comunión, asimila al creyente a sí mismo,[3] e infunde en él el Espíritu y la vida, de manera que “quien se une al Señor forma con Él un solo Espíritu” (1 Co 6, 17).
 

 
            Por otra parte, la escuela antioquena, al nutrirse fundamentalmente del pensamiento paulino, manifiesta su riqueza doctrinal en la contemplación del misterio Pascual, con lo cual, entiende la Eucaristía, eminentemente, como memorial del acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo De esta manera, gracias a la comunión eucarística, entramos en contacto, no sólo con el Verbo hecho carne, sino también con el Cuerpo de Cristo, dador de vida a causa de su resurrección. Ciertamente,

 
 
“con la ayuda de este memorial, de estos símbolos y de estos signos, nos acercamos con dulzura y gozo al Cristo resucitado de entre los muertos. Lo abrazamos, porque lo vemos resucitado y esperamos participar en su resurrección”.[4]
 

 
            Por lo tanto, podemos comprender mejor el vínculo establecido entre la Persona de Jesucristo, vivo y presente en la Eucaristía, y el Espíritu Santo. Claramente esto se expresa en la tradición eucarística de origen latino –más interesada en destacar el realismo cristológico del sacramento, la presencia de Cristo resucitado que vive en el Espíritu (cf. 1 Pe 3, 18) por medio de las sagradas Especies– con las tradiciones ortodoxa y protestante.
 
 
La maravillosa teología latina que insiste en las palabras de la consagración eucarística,[5] al mirar a Oriente, se enriquece contemplando el admirable sacramento en íntima conexión con la invocación al Espíritu Santo y, en este sentido, son sugerentes las dos epíclesis que suceden: una sobre las ofrendas de pan y vino para que sean el Cuerpo y la Sangre de Cristo y la otra, después de la consagración, sobre los que participan del misterio, para que se transformen en el Cuerpo Místico de Cristo, para que sean una eucaristía con Jesús. Nos interesa destacar la primera epíclesis, pues

 
 
“el cuerpo de nuestro Señor era desde el principio mortal, como el nuestro, pero con la resurrección se hace inmortal e inmutable. Y cuando el pontífice declara que este pan y este vino son el Cuerpo y la Sangre de Cristo, revela que se han convertido en ellos por el contacto del Espíritu Santo. Tiene lugar como en el cuerpo natural de Cristo, cuando recibió el Espíritu y su unción. En este momento, cuando el Espíritu Santo sobreviene, nosotros creemos que el pan y el vino reciben una especie de unción de gracia. Y desde ese momento creemos que son el Cuerpo y la Sangre de Cristo, inmortales, incorruptibles, impasibles por naturaleza, como el cuerpo mismo de Cristo en la resurrección”.[6]
 

 
Esta intervención del Espíritu Santo, unida a las palabras de la consagración, invita a considerar la riqueza de la tradición ortodoxa. Así lo desarrolla la teología católica, que además de vincular la Sangre derramada con el don del Espíritu Santo, descubre la maravillosa acción conjunta que se da entre Jesucristo y el Espírítu en el plan de salvífico de Dios; así pues, en el momento de la epíclesis y de las palabras del sacerdote, el Espíritu nos da a Jesús como en la Encarnación, tal como, en el momento de la comunión, Jesús nos da su Espíritu igual que lo hiciera al expirar en la Cruz (cf. Jn 19, 30)  y al presentarse resucitado a los suyos ( Jn 20, 22).[7]
 

 
Ciertamente, sólo la palabra de Cristo en labios del ministro ordenado y la acción eficaz del Espíritu Santo, son las que realizan el sacramento. No obstante, “la fe es necesaria para que la presencia de Jesús en la Eucaristía sea, no sólo «real», sino también «personal», esto es, de persona a persona”. De este modo, ponemos de relieve la fe de la persona que se acerca a la Eucaristía y sobre la que obra el sacramentum caritatis.[8]


[1] Cf. CEC 648.
[2] N. Cabasilas, De Vita in Christo, IV, 3.
[3] Cf. San Cirilo de Alejandría, In Ioannis evangelium, IV, 2; en el mismo sentido, cf. San Cirilo de Jerusalén, Catechesis Mystagogica, IV, 3; tambien cf. San Agustín, Confessiones, VII, 10: “No serás tu quien me asimile, sino que seré yo quien te asimile”.
[4] Teodoro de Mopsuestia, Homiliae Catechisticae, XVI, 12.
[5] Cf. Santo Tomás, Suma de Teología, III, q. 78. a. 4: “Si la palabra del Señor tiene tanto poder como para que comience a existir lo que antes no existía, cuánto más lo tendrá para que siga existiendo lo que ya existía y para cambiarlo en otra cosa. Y así, lo que era pan antes de la consagración, es ya cuerpo de Cristo después de la consagración, porque la palabra de Cristo cambia la creatura”.
[6] Teodoro de Mopsuestia, Homiliae Catechisticae, XV, 15.
[7] Cf. Ibíd., 37-38.
[8] Cf. Santo Tomás, Suma de Teología, III, q. 78. a.3. ad. 6: “La Eucaristía es sacramento de la fe en el sentido de que es objeto de fe. Porque la Sangre de Cristo esté realmente presente en este sacramento, solamente puede afirmarse por la fe. La misma pasión de Cristo justifica por la fe. Al bautismo, sin embargo se le llama sacramento de la fe porque lleva consigo una profesión de fe. Pero a este sacramento se le llama sacrarmento de la caridad porque la significa y la causa”.

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