22 de mayo de 2013

La Santísima Trinidad y la Eucaristía



“Ves la Trinidad si ves el Amor”

La primera realidad de la fe eucarística es el misterio mismo de Dios, el amor trinitario. En el diálogo de Jesús con Nicodemo encontramos una expresión iluminadora a este respecto: « Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan Vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él » (Jn 3,16-17).

Estas palabras muestran la raíz última del don de Dios. En la Eucaristía, Jesús no da « algo », sino a sí mismo; ofrece su Cuerpo y derrama su Sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino. Él es el Hijo eterno que el Padre ha entregado por nosotros. En el Evangelio escuchamos también a Jesús que, después de haber dado de comer a la multitud con la multiplicación de los panes y los peces, dice a sus interlocutores que lo habían seguido hasta la sinagoga de Cafarnaúm: « Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo » (Jn 6,32-33); y llega a identificarse él mismo, la propia carne y la propia sangre, con ese pan: « Yo soy el Pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este Pan vivirá para siempre. Y el Pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo » (Jn 6,51). Jesús se manifiesta así como el Pan de vida, que el Padre eterno da a los hombres.

Don gratuito de la Santísima Trinidad

En la Eucaristía se revela el designio de amor que guía toda la historia de la salvación (cf. Ef1,10; 3,8-11). En ella, el Deus Trinitas, que en sí mismo es amor (cf. 1 Jn 4,7-8), se une plenamente a nuestra condición humana. En el pan y en el vino, bajo cuya apariencia Cristo se nos entrega en la cena pascual (cf. Lc 22,14-20; 1 Co 11,23-26), nos llega toda la vida divina y se comparte con nosotros en la forma del Sacramento.

Dios es comunión perfecta de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Ya en la creación, el hombre fue llamado a compartir en cierta medida el aliento vital de Dios (cf. Gn 2,7).

Pero es en Cristo muerto y resucitado, y en la efusión del Espíritu Santo que se nos da sin medida (cf. Jn 3,34), donde nos convertimos en verdaderos partícipes de la intimidad divina. Jesucristo, pues, « que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha » (Hb 9,14), nos comunica la misma vida divina en el don eucarístico. Se trata de un don absolutamente gratuito, que se debe sólo a las promesas de Dios, cumplidas por encima de toda medida. La Iglesia, con obediencia fiel, acoge, celebra y adora este don. El « misterio de la fe » es misterio del amor trinitario, en el cual, por gracia, estamos llamados a participar. Por tanto, también nosotros hemos de exclamar con san Agustín: « Ves la Trinidad si ves el amor ».

(De la Exhortación Apostólica Postsinodal SACRAMENTUM CARITATIS  del Papa Benedicto XVI, 22 de febrero de 2007, números 7 y 8)

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