27 de agosto de 2011

Culto del misterio eucarístico



De la carta Dominicae Cenae de Juan Pablo II:




3. Tal culto está dirigido a Dios Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo. Ante todo al Padre, como afirma el evangelio de San Juan: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna».




Se dirige también en el Espíritu Santo a aquel Hijo encarnado, según la economía de salvación, sobre todo en aquel momento de entrega suprema y de abandono total de sí mismo, al que se refieren las palabras pronunciadas en el cenáculo: «esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros» ...«éste es el cáliz de mi Sangre ... que será derramada por vosotros». La aclamación litúrgica: «Anunciamos tu muerte» nos hace recordar aquel momento. Al proclamar a la vez su resurrección, abrazamos en el mismo acto de veneración a Cristo resucitado y glorificado «a la derecha del Padre», así como la perspectiva de su «venida con gloria». Sin embargo, es su anonadamiento voluntario, agradable al Padre y glorificado con la resurrección, lo que, al ser celebrado sacramentalmente junto con la resurrección, nos lleva a la adoración del Redentor que «se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz».




Esta adoración nuestra contiene otra característica particular: está compenetrada con la grandeza de esa Muerte Humana, en la que el mundo, es decir, cada uno de nosotros, es amado «hasta el fin». Así pues, ella es también una respuesta que quiere corresponder a aquel Amor inmolado que llega hasta la muerte en la cruz: es nuestra «Eucaristía», es decir, nuestro agradecimiento, nuestra alabanza por habernos redimido con su muerte y hecho participantes de su vida inmortal mediante su resurrección.




Tal culto, tributado así a la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, acompaña y se enraiza ante todo en la celebración de la liturgia eucarística. Pero debe asimismo llenar nuestros templos, incluso fuera del horario de las Misas. En efecto, dado que el misterio eucarístico ha sido instituido por amor y nos hace presente sacramentalmente a Cristo, es digno de acción de gracias y de culto. Este culto debe manifestarse en todo encuentro nuestro con el Santísimo Sacramento, tanto cuando visitamos las iglesias como cuando las sagradas Especies son llevadas o administradas a los enfermos.




La adoración a Cristo en este sacramento de amor debe encontrar expresión en diversas formas de devoción eucarística: plegarias personales ante el Santísimo, horas de adoración, exposiciones breves, prolongadas, anuales (las cuarenta horas), bendiciones eucarísticas, procesiones eucarísticas, Congresos eucarísticos. A este respecto merece una mención particular la solemnidad del «Corpus Christi» como acto de culto público tributado a Cristo presente en la Eucaristía, establecida por mi Predecesor Urbano IV en recuerdo de la institución de este gran Misterio. Todo ello corresponde a los principios generales y a las normas particulares existentes desde hace tiempo y formuladas de nuevo durante o después del Concilio Vaticano II.





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