27 de abril de 2013

La Consagración en la Misa ( parte II)



2.3. Qué significan cuerpo y sangre


Ahora podemos sacar las consecuencias prácticas de esta doctrina para nuestra vida cotidiana. Si en la consagración somos también nosotros los que decimos, dirigiéndonos a los hermanos, “Tomad, comed, esto es mi cuerpo; tomad, bebed, ésta es mi sangre”, debemos saber qué significan “cuerpo” y “sangre” para saber lo que ofrecemos.

¿Qué quería darnos Jesús, con aquellas palabras de la última cena: “Esto es mi cuerpo”? La palabra “cuerpo” no indica, en la Biblia, un componente o una parte del hombre que, unida a los otros componentes, que son el alma y el espíritu, forman el hombre completo. En el lenguaje bíblico, y por lo tanto en el lenguaje de Jesús y en el de Pablo, “cuerpo” designa al hombre entero, al hombre en su totalidad y unidad; designa al hombre en cuanto que vive en una condición corpórea y mortal. “Cuerpo” indica, pues, toda la vida. Jesús, al instituir la eucaristía, nos ha dejado como don toda su vida, desde el primer instante de la encarnación hasta el último momento, con todo lo que concretamente había llenado dicha vida: silencio, sudores, fatigas, oración, luchas, humillaciones...

Después Jesús dice también: Ésta es mi sangre. ¿Qué añade con la palabra “sangre”, si con su cuerpo ya nos ha dado toda su vida? ¡Añade la muerte! Después de habernos dado la vida, nos da también la parte más preciosa de ésta: su muerte. El término “sangre” en la Biblia no indica una parte del cuerpo, es decir, no se refiere a una parte del hombre; este término indica más bien un acontecimiento: la muerte. Si la sangre es la sede de la vida (esto es lo que se creía entonces), su “derramamiento” es el signo plástico de la muerte.

Ahora, descendiendo a cada uno de nosotros, podemos preguntarnos qué ofrecemos al entregar nuestro cuerpo y nuestra sangre junto con Jesús en la misa. Ofrecemos también nosotros lo mismo que ofreció Jesucristo, nuestro Señor: la vida y la muerte. Con la palabra “cuerpo”, damos todo aquello que constituye la vida que llevamos a cabo en este cuerpo: tiempo, salud, energías, capacidades, afecto, quizá esa sonrisa que sólo un espíritu que vive en un cuerpo puede ofrecer y que es, a veces, algo extraordinario.

Con la palabra “sangre”, expresamos también nosotros la ofrenda de nuestra muerte; pero no necesariamente la muerte definitiva, el martirio por Cristo o por los hermanos. Es muerte todo aquello que en nosotros, desde ahora, prepara y anticipa la muerte: humillaciones, fracasos, enfermedades, limitaciones debidas a la edad, a la salud, todo aquello que nos “mortifica”.

Todo esto exige, sin embargo, que cada uno de nosotros, nada más salir a la calle al término de la misa, nos pongamos manos a la obra para realizar lo que hemos dicho; que, a pesar de todos nuestros límites, nos esforcemos realmente en ofrecer para los hermanos nuestro “cuerpo”, es decir, nuestro tiempo, nuestras energías, nuestra atención; en una palabra, nuestra vida.

2,4. Toda la vida una eucaristía

Tratemos de imaginar qué sucedería si celebrásemos la Misa con esta participación personal, si dijéramos realmente todos, en el momento de la consagración, unos en voz alta y otros en silencio, cada uno según su ministerio: Tomad, comed... Imaginemos una madre de familia que celebra así su misa, y después va a su casa y empieza su jornada hecha de multitud de pequeñas cosas. Su vida es, literalmente, desmigajada; pero lo que hace no es en absoluto insignificante: ¡Es una eucaristía junto con Jesús!

Pensemos en una religiosa que viva de este modo la Misa; después también ella se va a su trabajo cotidiano: niños, enfermos, ancianos... Su vida puede parecer fragmentada en miles de cosas que, llegada la noche, no dejan ni rastro; una jornada aparentemente perdida. Y, sin embargo, es eucaristía; ha “salvado” su propia vida.

Imaginemos un sacerdote, un párroco, un obispo, que celebra así su misa y después se va: ora, predica, confiesa, recibe a la gente, visita a los enfermos, escucha... También su jornada es eucaristía. Un gran maestro de espíritu, decía: “Por la mañana, en la misa, yo soy el sacerdote y Jesús es la víctima; durante la jornada, Jesús es el sacerdote y yo soy la víctima” (P. Olivaint).

¿Y los jóvenes? ¿Qué tiene que decir la Eucaristía hoy a los jóvenes? Basta que pensemos una cosa: ¿Qué quiere el mundo de los jóvenes y de las chicas, hoy? ¡el cuerpo, nada más que el cuerpo! El cuerpo, en la mentalidad del mundo es esencialmente un instrumento de placer y de goce. Algo que vender, exprimir mientras se es joven y atractivo y luego para tirar, junto con la persona, cuando ya no sirve para estos fines. Especialmente el cuerpo de la mujer se ha convertido en mercancía de consumo. Pensemos en el uso que de él se hace en el mundo del espectáculo, en cierta publicidad, en los periódicos, televisiones, internet.

Enseñemos a decir a los jóvenes y chicas cristianas, en el momento de la consagración: Tomad, comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Así se consagra el cuerpo, se convierte en algo sagrado, ya no se puede “dar en alimento” a la concupiscencia propia y ajena, ya no se puede vender, porque se ha entregado. Se ha hecho eucaristía con Cristo.

El apóstol Pablo escribía los primeros critianos: El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor.... glorificad pues a Dios con vuestro cuerpo (1Cor 6, 13.20); glorifica a Dios con el propio cuerpo el célibe y la virgen que lo consagran a un amor indiviso a Cristo, en favor de los hermanos; glorifica a Dios con el propio cuerpo quien se casa, haciendo de él un don de amor para la alegría del cónyuge y para la transmisión de la vida.

Pero el “cuerpo” no es sólo sexualidad. Decir: “Esto es mi cuerpo” significa, para un joven, decir también: ¡Esta es mi juventud, mis ganas de vivir, mi entusiasmo, mi alegría, mi esperanza: todo ello cosas de las que quiero hacer un don también para vosotros!

Pero no hay que olvidar que también hemos ofrecido nuestra “sangre”, es decir, nuestras pasiones, las mortificaciones. Éstas son la mejor parte que el mismo Dios destina a quien tiene más necesidad en la Iglesia. Cuando ya no podemos seguir ni hacer aquello que queremos, es cuando podemos estar más cerca de Cristo. Gracias a la eucaristía, ya no existen vidas “inútiles” en el mundo; nadie debería decir: “¿De qué sirve mi vida? ¿Para qué estoy en el mundo?” Estás en el mundo para el fin más sublime que existe: para ser un sacrificio vivo, una eucaristía con Jesús.

Raniero Cantalamessa

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