30 de abril de 2010

SAN JOSÉ, CUSTODIO DE LA EUCARISTÍA


"San José, el carpintero de Nazaret, el esposo de María, el padre de Jesús. Enséñanos a tener la tu fe y tu confianza. Enséñanos a poner cada día, en nuestra familia, en nuestro trabajo, en todo lo que hacemos el amor y la entrega que tú pusiste. Enséñanos a tener el corazón abierto para reconocer en nuestra vida las huellas de Dios, para escuchar lo que él nos pide y para comprender los caminos que nos abre"


El recuerdo y la celebración de las fiestas de los Santos son siempre para nosotros un motivo de gozo y un estímulo. Ellos supieron ser fieles a llamada de Dios. Y nosotros también estamos llamados e invitados a vivir con fidelidad nuestra vida.


En el mes de Mayo celebramos la Fiesta de San José Obrero, el mayor de los santos después de María.


Nuestra curiosidad quisiera saber muchos detalles de su vida pero queda bastante decepcionada. La vida del carpintero de Nazaret no sobresale ni destaca por su espectacularidad sino por su acogida y fidelidad.


José ante el misterio de Dios presente en María se sorprende. La manifestación Dios siempre sorprende. Conoce que Dios le llama a ser el esposo de María y el custodio de Jesús y acepta el riesgo que siempre supone la fe con un corazón sencillo, abierto, disponible.


Su fe se tradujo en fidelidad. Cumple la misión sin ruidos. Habla el lenguaje que mejor conoce: El lenguaje de los hechos. Siempre al lado de Jesús y de María con sentimientos de asombro y de gratitud. A San José le podríamos calificar como “Custodio de la Eucaristía”. Así lo afirma la liturgia: “Confiaste los primeros misterios de la salvación a la fiel custodia de San José”. Él acoge a Jesús presente en seno de María, él asiste a la adoración de los pastores y de los magos, él le lleva a Egipto y lo trae, él le enseña a rezar, él le busca, él contempla su crecimiento, él acepta con agrado su trabajo en el taller de Nazaret.


La Iglesia imita a José cuando suscita en los fieles los sentimientos de asombro y gratitud ante el misterio de la Eucaristía. “Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística”, decía el Santo Padre Juan Pablo II en su Encíclica (n. 5). En el pan y vino consagrados se hace presente el Señor mismo. Él en persona. Vivo. Resucitado. Dios y hombre. Nuestro mejor amigo. Nuestro Salvador.


Estamos invitados como San José a creer y a adorar. A reconocer y bendecir, a confesar y a postrarnos. Asombrados, estremecidos. Agradecidos y gozosos. Que las fiestas de este año nos ayuden a crear actitudes de adoración, de agradecimiento, de estima hacia Cristo presente en la Eucaristía.




Oración a San José antes de la Eucaristía


Oh José Bendito, a quién se le concedió
no sólo ver y escuchar a Dios
a quien muchos reyes anhelaron ver y no vieron,
anhelaron escuchar y escucharon;
y además llevarle en tus brazos,
abrazarlo, vestirlo, guardarlo y defenderlo.

V.: Ruega por nosotros, Oh José Bendito.
R.: Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Cristo.

Oh Dios, Tú que nos has dado un sacerdocio real,
te pedimos que así como el Bendito José
fue encontrado digno tocar con sus manos
y llevar en sus brazos a Tu Hijo,
nacido de la Virgen María, seamos también dignos,
por la limpieza de nuestro corazón y
la inocencia de nuestra vida,
con devoción reverente compartir en este día
el Cuerpo y Sangre de tu Hijo,
y ser contados en este mundo entre quienes consideran
dignos de recibir la recompensa eterna.
Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.

29 de abril de 2010

LA SAGRADA EUCARISTíA


(San Alberto Hurtado)

I. La Eucaristía como sacrificio

El sacrificio eucarístico es la renovación del sacrificio de la cruz. Como en la cruz todos estábamos incorporados en Cristo; de igual manera en el sacrificio eucarístico, todos somos inmolados en Cristo y con Cristo.
De dos maneras puede hacerse esta actualización. La primera es ofrecer, como nuestra, al Padre celestial, la inmolación de Jesucristo, por lo mismo que también es nuestra inmolación. La segunda manera, más práctica, consiste en aportar al sacrificio eucarístico nuestras propias inmolaciones personales, ofreciendo nuestros trabajos y dificultades, sacrificando nuestras malas inclinaciones, crucificando con Cristo nuestro hombre viejo. Con esto, al participar personalmente en el estado de víctima de Jesucristo, nos transformamos en la Víctima divina. Como el pan se transubstancia realmente en el cuerpo de Cristo, así todos los fieles nos transubstanciamos espiritualmente con Jesucristo Víctima. Con esto, nuestras inmolaciones personales son elevadas a ser inmolaciones eucarísticas de Jesucristo, quien, como Cabeza, asume y hace propias las inmolaciones de sus miembros. ¡Qué horizontes se abren aquí a la vida cristiana!

La Misa centro de todo el día y de toda la vida. Con la mira puesta en el sacrificio eucarístico, ir siempre atesorando sacrificios que consumar y ofrecer en la Misa. ¡Mi Misa es mi vida, y mi vida es una Misa prolongada!

II. La Eucaristía es centro de la vida cristiana

Por la Eucaristía tenemos la Iglesia y por la Iglesia llegamos a Dios.
Cada hombre se salvará no por sí mismo, no por sus propios méritos, sino por la sociedad en la que vive, por la Iglesia, fuente de todos sus bienes.

Sin la Eucaristía, la Iglesia de la tierra estaría sin Cristo. La razón y los sentidos nada ven en la Eucaristía, sino pan y vino, pero la fe nos garantiza la infalible certeza de la revelación divina; las palabras de Jesús son claras: «Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre» y la Iglesia las entiende al pie de la letra y no como puros símbolos. Con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas, los católicos creemos, que «el cuerpo, la sangre y la divinidad del Verbo Encarnado» están real y verdaderamente presentes en el altar en virtud de la omnipotencia de Dios.
El Cristo Eucarístico se identifica con el Cristo de la historia y el de la eternidad. No hay dos Cristos sino uno solo. Nosotros poseemos en la Hostia al Cristo del sermón de la montaña, al Cristo de la Magdalena, al que descansa junto al pozo de Jacob con la samaritana, al Cristo del Tabor y de Getsemaní, al Cristo resucitado de entre los muertos y sentado a la diestra del Padre. No es un Cristo el que posee la Iglesia de la tierra y otro el que contemplan los bienaventurados en el cielo: ¡una sola Iglesia, un solo Cristo!Esta maravillosa presencia de Cristo en medio de nosotros, debería revolucionar nuestra vida. No tenemos nada que envidiar a los apóstoles y a los discípulos de Jesús que andaban con Él en Judea y en Galilea. Todavía está aquí con nosotros.

En cada ciudad, en cada pueblo, en cada uno de nuestros templos; nos visita en nuestras casas, lo lleva el sacerdote sobre su pecho, lo recibimos cada vez que nos acercamos al sacramento del Altar.Un alma permanece superficial mientras que no ha sufrido. En el misterio de Cristo existen profundidades divinas donde no penetran por afinidad sino las almas crucificadas. La auténtica santidad se consuma siempre en la cruz. El que quiere comulgar con provecho, que ofrezca cada mañana una gota de su propia sangre para el cáliz de la redención.

III. La Eucaristía y las aspiraciones del hombre
La gran obra de Cristo, que vino a realizar al descender a este mundo, fue la redención de la humanidad. Y esta redención en forma concreta se hizo mediante un sacrificio. Toda la vida del Cristo histórico es un sacrificio y una preparación a la culminación de ese sacrificio por su inmolación cruenta en el Calvario.

Toda la vida del Cristo místico no puede ser otra que la del Cristo histórico y ha de tender también hacia el sacrificio, a renovar ese gran momento de la historia de la humanidad que fue la primera Misa, celebrada durante veinte horas, iniciada en el Cenáculo y culminada en el Calvario.Toda santidad viene del sacrificio del Calvario, él es el que nos abre las puertas de todos los bienes sobrenaturales. Todas las aspiraciones más sublimes del hombre, todas ellas, se encuentran realizadas en la Eucaristía:


1. La Felicidad:
el hombre quiere la felicidad y la felicidad es la posesión de Dios. En la Eucaristía, Dios se nos da, sin reserva, sin medida; y al desaparecer los accidentes eucarísticos nos deja en el alma a la Trinidad Santa, premio prometido sólo a los que coman su Cuerpo y beban su Sangre.
2. Ser como Dios:
El hombre siempre ha aspirado a ser como Dios, a transformarse en Dios, la sublime aspiración que lo persigue desde el Paraíso. Y en la Eucaristía ese cambio se produce: el hombre se transforma en Dios, es asimilado por la divinidad que lo posee; puede con toda verdad decir como San Pablo: «ya no vivo yo, Cristo vive en mí» (Gál 2,20).

3. Hacer cosas grandes:
El hombre quiere hacer cosas grandes por la humanidad; pero, ¿dónde hará cosas más grandes que uniéndose a Cristo en la Eucaristía? Ofreciendo la Misa salva la humanidad y glorifica a Dios Padre en el acto más sublime que puede hacer el hombre. El sacerdote y los fieles son uno con Cristo, «por Cristo, con Él y en Él» ofrecemos y nos ofrecemos al Padre.

4. Unión de caridad:
En la Misa, también nuestra unión de caridad se realiza en el grado más íntimo. La plegaria de Cristo «Padre, que sean uno... que sean consumados en la unidad» (Jn 17,22-23), se realiza en el sacrificio eucarístico. ¡Oh, si fuéramos a la Misa a renovar el drama sagrado, a ofrecernos en el ofertorio con el pan y el vino que van a ser transformadas en Cristo pidiendo nuestra transformación! La consagración sería el elemento central de nuestra vida cristiana. Teniendo la conciencia de que ya no somos nosotros, sino que tras nuestras apariencias humanas vive Cristo y quiere actuar Cristo...Y la comunión, esa donación de Cristo a nosotros, que exige de nosotros gratitud profunda, traería consigo una donación total de nosotros a Cristo, que así se dio, y a nuestros hermanos, como Cristo se dio a nosotros.

A la comunión no vamos como a un premio, no vamos a una visita de etiqueta, vamos a buscar a Cristo para «por Cristo, con Él y en Él» realizar nuestros mandamientos grandes, nuestras aspiraciones fundamentales, las grandes obras de caridad... Después de la comunión quedar fieles a la gran transformación que se ha apoderado de nosotros.

Vivir nuestro día como Cristo, ser Cristo para nosotros y para los demás. ¡Eso es comulgar!

28 de abril de 2010

SIN LA EUCARISTÍA NO SE PUEDE VIVIR


Este Congreso Eucarístico, que hoy llega a su conclusión, ha querido volver a presentar el domingo como «Pascua semanal», expresión de la identidad de la comunidad cristiana y centro de su vida y de su misión. El tema escogido, «Sin el domingo no podemos vivir», nos remonta al año 304, cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, so pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la Eucaristía y construir lugares para sus asambleas. En Abitene, pequeña localidad en lo que hoy es Túnez, en un domingo se sorprendió a 49 cristianos que, reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía, desafiando las prohibiciones imperiales. Arrestados, fueron llevados a Cartago para ser interrogados por el procónsul Anulino.

En particular, fue significativa la respuesta que ofreció Emérito al procónsul, tras preguntarle por qué habían violado la orden del emperador. Le dijo: «Sine dominico non possumus», sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades cotidianas y no sucumbir. Después de atroces torturas, los 49 mártires de Abitene fueron asesinados. Confirmaron así, con el derramamiento de sangre, su fe. Murieron, pero vencieron: nosotros les recordamos ahora en la gloria de Cristo resucitado.

Tenemos que reflexionar también nosotros, cristianos del siglo XXI, sobre la experiencia de los mártires de Abitene. Tampoco es fácil para nosotros vivir como cristianos. Desde un punto de vista espiritual, el mundo en el que nos encontramos, caracterizado con frecuencia por el consumismo desenfrenado, por la indiferencia religiosa, por el secularismo cerrado a la trascendencia, puede parecer un desierto tan duro como ese desierto «grande y terrible» (Dt 8, 15) del que nos ha hablado la primera lectura, tomada del Libro del Deuteronomio. Dios salió en ayuda del pueblo judío en dificultad con el don del maná para darle a entender que «no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca del Señor» (Dt 8, 3).

En el Evangelio de hoy, Jesús nos ha explicado cuál es el pan al que Dios quería preparar al pueblo de la Nueva Alianza con el don del maná. Aludiendo a la Eucaristía, dijo: «Éste es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 58). El hijo de Dios, haciéndose carne, podía convertirse en Pan y de este modo ser alimento de su pueblo en camino hacia la tierra prometida del Cielo.

Tenemos necesidad de este Pan para afrontar los esfuerzos y cansancios del viaje. El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerza de Él, que es el Señor de la vida. El precepto festivo no es por tanto un simple deber impuesto desde el exterior. Participar en la celebración dominical y alimentarse del Pan eucarístico es una necesidad para el cristiano, quien de este modo puede encontrar la energía necesaria para el camino que hay que recorrer. Un camino que, además, no es arbitrario: el camino que Dios indica a través de su ley va hacia la dirección inscrita en la esencia misma del hombre. Seguirlo significa para el hombre realizarse a sí mismo, perderlo es perderse a sí mismo.

Una cercanía real
El Señor no nos deja solos en este camino. Él está con nosotros; es más, desea compartir nuestro destino hasta ensimismarse con nosotros. En el coloquio que nos acaba de referir el Evangelio, dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Jn 6, 56). ¿Cómo no alegrarnos por una promesa así? Sin embargo, hemos escuchado que, ante aquel primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse, comenzó a discutir y a protestar: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (Jn 6, 52). A decir verdad, aquella actitud se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia.

Parecería que, en el fondo, la gente no tiene ganas de tener a Dios tan cerca, tan disponible, tan presente en sus vicisitudes. La gente quiere que sea grande y, en definitiva, más bien alejado. Se plantean entonces cuestiones que quieren demostrar que en definitiva una cercanía así es imposible. Pero mantienen toda su claridad gráfica las palabras que Cristo pronunció precisamente en aquella circunstancia: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6, 53). Frente al murmullo de protesta, Jesús habría podido retroceder con palabras tranquilizadoras: «Amigos –hubiera podido decir–, ¡no os preocupéis! He hablado de carne, pero es sólo un símbolo. Lo que quiero decir es sólo una profunda comunión de sentimientos».

Pero Jesús no recurrió a estos endulzamientos. Mantuvo con firmeza su afirmación, incluso ante la defección de muchos de sus discípulos (cf. Jn 6, 66). Es más, se mostró dispuesto a aceptar incluso la defección de sus mismos apóstoles, con tal de no cambiar para nada el carácter concreto de su discurso: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67), preguntó. Gracias a Dios, Pedro dio una respuesta que hoy asumimos también nosotros, con plena conciencia: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).

Realmente presente
En la Eucaristía, Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia dinámica, que nos hace suyos, nos asimila a él. Lo había comprendido muy bien Agustín, a quien, al provenir de una formación platónica, le había costado mucho aceptar la dimensión «encarnada» del cristianismo. En particular, él reaccionaba ante la perspectiva de la «comida eucarística», que le parecía indigna de Dios: en las comidas comunes el hombre se hace más fuerte, pues es él quien asimila la comida, haciendo de ella un elemento de la propia realidad corporal. Sólo más tarde Agustín comprendió que en la Eucaristía sucedía exactamente lo opuesto: el centro es Cristo que nos atrae hacia sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de nosotros una sola cosa con él (cf. Confesiones, VII, 10, 16). De este modo, nos introduce en la comunidad de los hermanos.
La gran lección del perdón
Aquí afrontamos una ulterior dimensión de la Eucaristía, que quisiera tocar antes de concluir. El Cristo con el que nos encontramos en el sacramento es el mismo aquí en Bari, como en Roma, como en Europa, América, África, Asia, Oceanía. Es el único y el mismo Cristo quien está presente en el Pan eucarístico de todo lugar de la tierra. Esto significa que sólo podemos encontrarnos con él junto a todos los demás. Sólo podemos recibirle en la unidad. ¿No es esto lo que nos ha dicho el apóstol Pablo en la lectura que acabamos de escuchar? Escribiendo a los corintios, afirma: «Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1Co 10, 17).
La consecuencia es clara: no podemos comulgar con el Señor si no comulgamos entre nosotros. Si queremos presentarnos a Él, tenemos que salir al encuentro los unos de los otros. Para ello es necesario aprender la gran lección del perdón: no hay que dejar que se apodere del espíritu la polilla del resentimiento, sino abrir el corazón a la magnanimidad de la escucha del otro, de la comprensión, de la posible aceptación de sus excusas, del generoso ofrecimiento de las propias.

Sacramento de unidad
La Eucaristía, repitámoslo, es sacramento de la unidad. Pero, por desgracia, los cristianos están divididos precisamente en el sacramento de la unidad. Con mayor motivo, por tanto, apoyados por la Eucaristía, tenemos que sentirnos estimulados a tender con todas las fuerzas hacia esa plena unidad que Cristo deseó ardientemente en el Cenáculo.

Precisamente aquí, en Bari, ciudad que custodia los huesos de san Nicolás, tierra de encuentro y de diálogo con los hermanos cristianos de Oriente, quisiera confirmar mi voluntad de asumir como compromiso fundamental el de trabajar con todas las energías en la reconstitución de la plena y visible unidad de todos los seguidores de Cristo. Soy consciente de que para ello no bastan las expresiones de buenos sentimientos. Se requieren gestos concretos que entren en los espíritus y agiten las conciencias, invitando a cada uno a esa conversión interior que es el presupuesto de todo progreso en el camino del ecumenismo. Os pido a todos que emprendáis con decisión el camino de ese ecumenismo espiritual, que en la oración abre las puertas al Espíritu Santo, el único que puede crear la unidad.

Sacramento del mundo renovado
Queridos amigos venidos a Bari desde distintas partes de Italia para celebrar este Congreso Eucarístico, tenemos que redescubrir la alegría del domingo cristiano. Tenemos que redescubrir con orgullo el privilegio de poder participar en la Eucaristía, que es el sacramento del mundo renovado. La resurrección de Cristo tuvo lugar el primer día de la semana, que para los judíos era el día de la creación del mundo. Precisamente por este motivo el domingo era considerado por la primitiva comunidad cristiana como el día en el que tuvo inicio el mundo nuevo, el día en el que con la victoria de Cristo sobre la muerte comenzó la nueva creación.

Reuniéndose en torno a la mesa eucarística, la comunidad se iba modelando como nuevo pueblo de Dios. San Ignacio de Antioquia llamaba a los cristianos «aquellos que han alcanzado la nueva esperanza», y los presentaba como personas «que viven según el domingo» («iuxta dominicam viventes»). Desde esta perspectiva, el obispo antioqueno se preguntaba: «¿Cómo podremos vivir sin aquél a quien esperaron los profetas?» («Epistula ad Magnesios», 9, 1-2).
Nuestra oración
«¿Cómo podremos vivir sin él?». Escuchamos el eco de la afirmación de los mártires de Abitene en estas palabras de san Ignacio: «Sine dominico non possumus». De aquí surge nuestra oración: que los cristianos de hoy vuelvan a encontrar la conciencia de la decisiva importancia de la celebración dominical y que sepamos sacar de la participación en la Eucaristía el empuje necesario para un nuevo compromiso en el anuncio al mundo de Cristo «nuestra paz» (Ef 2, 14). ¡Amén!
(La homilía pronunciada por Benedicto XVI durante la misa que presidió en la explanada de Marisabella al clausurar el XXIV Congreso Eucarístico Nacional italiano)

24 de abril de 2010

LA EUCARISTÍA, FUENTE DE TODA VOCACIÓN Y MINISTERIO EN LA IGLESIA

La Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones que será celebrada en el clima glorioso de las fiestas pascuales, momento particularmente intenso de las fechas jubilares, me ofrece la ocasión para reflexionar junto con vosotros sobre el don de la divina llamada, compartiendo vuestra solicitud por las vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada. El tema que quiero proporcionaros este año se pone en sintonía con el desarrollo del Gran Jubileo. Quisiera meditar con vosotros sobre: La Eucaristía, fuente de toda vocación y ministerio en la Iglesia. No es quizá la Eucaristía el misterio de Cristo vivo y operante en la historia? En la Eucaristía Jesús continúa llamando a su seguimiento y ofreciendo a cada hombre la "plenitud del tiempo".

1.- "Cuando llegó la plenitud del tiempo, Dios mandó a su Hijo, nacido de mujer". ( Gal.4,4)

"La plenitud del tiempo se identifica con el misterio de la Encarnación del Verbo… y con el misterio de la Redención del mundo" (Tertio millennio adveniente,1): en el Hijo consustancial al Padre y hecho hombre en el seno de la Virgen se abre y llega a su plenitud en el "tiempo"esperado, tiempo de gracia y de misericordia, tiempo de salvación y de reconciliación.
Cristo revela el plan de Dios respecto de toda la creación y en particular respecto del hombre. Él "revela plenamente el hombre al hombre y le comunica su altísima vocación" (Gaudium et Spes , 22), escondida en el corazón del Eterno. El misterio del Verbo encarnado será plenamente descubierto sólo cuando cada hombre y cada mujer sean realizados en Él, hijo en el Hijo, miembros de su Cuerpo místico que es la Iglesia.
El Jubileo, y éste en particular, celebrando los 2000 años de la entrada en el tiempo del Hijo de Dios y el misterio de la redención, incita a cada creyente a considerar su propia vocación personal, para completar lo que falta en su vida a la pasión del Hijo en favor de su cuerpo que es la Iglesia. (Cor. 1, 24)


2.- "Puesto con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dió. Se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Mas El desapareció de su presencia. Se dijeron uno al otro: "No ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos explicaba las Escrituras?"(Lc 24, 30-32)

La Eucaristía constituye el momento culminante en el que Jesús, al darnos su Cuerpo inmolado y su Sangre derramada por nuestra salvación, descubre el misterio de su identidad e indica el sentido de la vocación de cada creyente. En efecto, el significado de la vida humana está todo en aquel Cuerpo y en aquella Sangre, ya que por ellos nos han venido la vida y la salvación. Con ellos debe, de alguna manera, identificarse la existencia misma de la persona, la cual se realiza a sí misma en la medida en que sabe hacerse, a su vez don para todos.
En la Eucaristía todo esto está misteriosamente significado en el signo del pan y del vino, memorial de la Pascua del Señor: el creyente que se alimenta de aquel Cuerpo inmolado y de aquella Sangre derramada recibe la fuerza de transformarse a su vez en don. Como dice S. Agustín: "Sed lo que recibís y recibid lo que sois" (Discurso 272,1: En Pentecostés).

En el encuentro con la Eucaristía algunos descubren sentirse llamados a ser ministros del Altar, otros a contemplar la belleza y la profundidad de este misterio, otros a encauzar la fuerza de su amor hacia los pobres y débiles, y otros, también a captar su poder transformador en las realidades y en los gestos de la vida de cada día. Cada creyente encuentra en la Eucaristía no sólo la clave interpretativa de su propia existencia sino el valor para realizarla, y construir así, en la diversidad de los carismas y de las vocaciones, el único Cuerpo de Cristo en la historia.

En la narración de los discípulos de Emaús (Lc.24,13-35) S. Lucas hace entrever cuanto acaece en la vida del que vive de la Eucaristía. Cuando "en el partir el pan" por parte del "forastero" se abren los ojos de los discípulos, ellos se dan cuanta que el corazón les ardía en el pecho mientras lo escuchaban explicar las Escrituras. En aquel corazón que arde podemos ver la historia y el descubrimiento de cada vocación, que no es conmoción pasajera, sino percepción cada vez más cierta y fuerte de que la Eucaristía y la Pascua del Hijo serán cada vez más la Eucaristía y la Pascua de sus discípulos.

3.- "He escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al maligno". (I Juan 2-14)

El misterio del amor de Dios" escondido desde los siglos y desde las generaciones" (Col.1,26) es ahora revelado a nosotros en la "palabra de la cruz" (1 Cor. 1,18) que morando en vosotros, queridos jóvenes, será vuestra fuerza y vuestra luz y os descubrirá el misterio de la llamada personal. Conozco vuestras dudas y vuestras fatigas, os veo con cara de desaliento, comprendo el temor que os asalta ante el futuro. Pero tengo, también, en la mente y en el corazón la imagen festiva de tantos encuentros con vosotros en mis viajes apostólicos, durante los cuales he podido constatar la búsqueda sincera de la verdad y el amor que permanece en cada uno de vosotros.
El Señor Jesús ha plantado su tienda en medio de nosotros y desde esta su morada eucarística repite a cada hombre y a cada mujer: "Venid a mí , todos vosotros, que estáis cargados y oprimidos y yo os confortaré. (Mt.11,28)

Queridos jóvenes, andad al encuentro de Jesús Salvador! Amadlo y adoradlo en la Eucaristía! Él está presente en la Santa Misa que hace sacramentalmente presente el Sacrificio de la Cruz. Él viene a nosotros en la Sagrada Comunión y permanece en los Sagrarios de nuestras Iglesias, porque es nuestro amigo, amigo de todos, particularmente de vosotros jóvenes, tan necesitados de confidencia y de amor. De Él podéis sacar el coraje para ser sus apóstoles en este particular paso histórico: el 2000 será como vosotros jóvenes lo querráis y lo deseéis. Después de tanta violencia y opresión, el mundo tiene necesidad de "echar puentes" para unir y reconciliar; después de la cultura del hombre sin vocación, hacen falta hombres y mujeres que creen en la vida y la acogen como llamada que viene de lo Alto, de aquel Dios que porque ama, llama; después del clima de sospecha y de desconfianza, que corrompe las relaciones humanas, sólo jóvenes valientes, con mente y corazón abiertos a ideales altos y generosos podrán restituir belleza y verdad a la vida y a las relaciones hamanas. Entonces este tiempo jubilar será para todos de verdad "año de gracia del Señor", un Jubileo vocacional.

4.-"Os escribo a vosotros, padres, porque habéis conocido al que es desde el principio"(1 Juan,2-13)

Cada vocación es don del Padre, y como todos los dones que vienen de Dios, llegan a través de muchas mediaciones humanas: la de los padres o educadores, de los pastores de la Iglesia, de quien está directamente comprometido en un minsiterio de animación vocacional o del simple creyente.

Quisiera con este mensaje dirigir la mirada a toda esta categoría de personas, a las que está ligado el descubrimiento y el apoyo de la llamada divina. Soy consciente de que la pastoral vocacional constituye un ministerio no fácil, pero cómo no recordaros que nada es más sublime que un testimonio apasionado de la propia vocación? Quien vive con gozo este don y lo alimenta diariamente en el encuentro con la Eucaristía sabrá derramar en el corazón de tantos jóvenes la semilla buena de la fiel adhesión a la llamada divina. Es en la presencia eucarística donde Jesús nos reúne, nos introduce en el dinamismo de la comunión eclesial y nos hace signos proféticos ante el mundo.

Quisiera aquí, dirigir un pensamiento afectuoso y agradecido a todos aquellos animadores vocacionales, sacerdotes, religiosos y laicos, que se prodigan con entusiasmo en este fatigoso ministerio. No os dejéis desanimar por las dificultades, tened confianza! La semilla de la llamada divina, cuando es plantada con generosidad, dará frutos abundantes. Frente a la grave crisis de vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada que afecta a algunas regiones del mundo, es menester, sobre todo en este Jubileo del Año 2000, afanarse para que cada presbítero, cada consagrado y consagrada redescubra la belleza de su propia vocación y la testimonie a los demás.

Que cada oyente llegue a ser educador de vocaciones, sin tener que proponer una elección radical; que cada comunidad comprenda la centralidad de la Eucaristía y la necesidad de los ministros del Sacrificio Eucarístico; que todo el pueblo de Dios alce siempre la más intensa y apasionada oración al Dueño de la mies, con el fin de que mande operarios a su mies.

(Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II, con ocasión de la XXXVII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, 14 de mayo de 2000)

19 de abril de 2010

NIÑOS SANTOS DE LA EUCARISTÍA

SAN TARSICIO, muerto el año 258, es el niño mártir de la Eucaristía, y el patrón de los monaguillos y de los niños de la adoración nocturna. Tenía unos 11 años, cuando le encargaron que llevara la comunión a los encarcelados, pero unos compañeros suyos, al querer descubrir lo que llevaba con tanto cuidado, lo mataron. No lograron arrebatarle su tesoro, pues un soldado, que era ya catecúmeno y lo conocía, pudo llegar en el último momento y trasladó su cadáver a las catacumbas de san Calixto. El Papa san Dámaso escribió de Tarsicio unos versos inmortales:

Queriendo a san Tarsicio,
de Cristo el sacramento arrebatar,
su tierna vida prefirió entregar,
antes que los misterios celestiales.



LA BEATA LAURA VICUÑA (1891-1904), recibió a los 10 años la primera comunión y a los doce años obtuvo el permiso de su confesor para ofrecer su vida por la conversión de su madre, que en el mismo día de sus funerales retornó a los sacramentos.
Amó entrañablemente a Jesús y lo visitaba frecuentemente en la iglesia.



MARÍA DEL CARMEN GONZÁLEZ fue una niña que ofreció su vida a Dios por la salvación de los que habían fusilado a su padre el 29 de agosto de 1936, durante la guerra civil española. Murió repitiendo el nombre de Jesús y de María. Su ofrecimiento tuvo lugar después de la comunión, pues, cuando comulgaba, se quedaba hablando con Jesús como una enamorada. Su proceso de beatificación está avanzando.



ANTONIETTA MEO, llamada Nennolina, murió a los seis años en 1937. Le escribió a Jesús 162 cartas. Sus cartas a Jesús han sido publicadas en dos libros Carissimo Dio Padre de Editorial Vaticana y las cartas de Nennolina de la Editorial San Pablo. En 1934 se enfermó gravemente y ofrecía sus sufrimientos a Jesús por los demás. Un día, después de la comunión, le dijo a Jesús que prefería morir antes de cometer un solo pecado mortal. Cuando su madre la llevaba a la iglesia, se arrodillabacon las manos juntas delante del sagrario. El 25 de diciembre de 1936 hizo su primera comunión con tanto fervor que los que la vieron creyeron que estaba en éxtasis, contemplando al divino Jesús.

Veamos una de las tantas cartas de Nennolina:
Querido Jesús, estoy tan, tan contenta de que hayas venido a mi corazón que
deseo que nunca te vayas de mi corazón y te quedes siempre conmigo. Jesús, te quiero
tanto que me quiero abandonar en tus brazos para que hagas de mí lo que Tú quieras.
Oh Jesús amoroso, dame almas, dame muchas almas. Te quiero tanto que te doy mi
corazón. Saludos y besos de tu querida Antonietta.



GUIDO DI FONTGALLAND nació en París en 1913 y murió a los 11 años de una enfermedad incurable. El día de su primera comunión, Jesús le dijo que pronto lo llevaría al cielo y él le respondió SI. Antes de morir, consolando a su madre, le manifestó: La Virgen vendrá a llevarme. Dios lo quiere así. La Virgen me ha dicho que de tus brazos, pasaré a los suyos. No llores, mamá, será muy dulce morir así.


A SANTO DOMINGO SAVIO
(1842-1857), desde pequeño, su madre le enseñó a amar a Jesús Eucaristía y a mandarle besos al sagrario. Desde los cinco años, ayudaba al párroco como monaguillo en las misas. Y deseaba tanto hacer la primera comunión para recibir a Jesús, que, a pesar de que la costumbre era esperar hasta los doce años, el párroco le permitió hacerla a los siete años... Para él fue un día muy feliz e hizo el propósito de confesar y comulgar todas las veces que pudiera y de morir antes que pecar.

Para realizar sus estudios, debía caminar cada día cuatro kilómetros cuatro veces al día. Un día, un campesino le preguntó si no tenía miedo de andar solo. Él el respondió: No estoy solo, tengo conmigo a mi ángel custodio.

Cuando Don Bosco lo recibió en el Oratorio, fue un joven ejemplar que trataba siempre de poner paz entre los que se peleaban. Y siempre le pedía a don Bosco que le ayudara a ser santo, pues esa era su meta y su ideal. Para ello centraba su vida en la Eucaristía. En una ocasión, terminada la misa, todos fueron a tomar desayuno y, después, a estudiar. A la hora de la comida, preguntaron dónde estaba Domingo y lo buscaron. Lo encontraron detrás del altar de la iglesia, inmóvil, como en éxtasis. Había estado orando desde la misa hasta las dos de la tarde. Murió a los 15 años y fue canonizado el 13 de junio de 1954, siendo un modelo y ejemplo para todos los muchachos de su edad.


LA BEATA IMELDA LAMBERTINI
sintió, desde muy pequeña, un inmenso amor a
Jesús Eucaristía y deseaba recibir la comunión lo antes posible. Sus padres la llevaron a vivir con las religiosas del convento de dominicas de Santa María Magdalena de Valdipietra de Bologna (Italia) y, cada vez que las religiosas se acercaban a comulgar, ella sentía unos vivos deseos de recibir a su amigo Jesús.
El 10 de mayo de 1333, fiesta de la Ascensión del Señor, la Comunidad estaba
oyendo la santa misa. Al terminar la misa las hermanas se retiraron y ella se quedó sola para seguir orando. Pero, entonces, ocurrió un prodigio que vio una religiosa que entró a la iglesia. Una hostia blanca y brillante aparecía suspendida encima de la cabeza de Imelda. Inmediatamente, llamaron a un sacerdote que tomó la hostia y la colocó en una patena. El sacerdote interpretó el suceso como que el Señor quería que Imelda, que tanto lo deseaba, pudiera comulgar y le dio la hostia en comunión. En ese momento, se sintió tan encendida de amor a su Señor que se quedó en éxtasis del que nunca más volvió, pues murió ese mismo día. Tenía 11 años.

Muchas personas comenzaron, inmediatamente después de su muerte a invocarla como a una santa. Su cuerpo incorrupto se conserva en la iglesia de san Segismundo de Bologna. Fue beatificada por el Papa León XII en 1826. En 1922 se fundó una Comunidad religiosa de dominicas de la beata Imelda, que tiene como carisma propagar el amor a la Eucaristía por medio de la adoración perpetua. El Papa Pío X en 1908 la nombró patrona de los niños que hacen la primera comunión.


ANGELO BONETTA nació el 8 de setiembre de 1948. Desde niño se distinguió por su bondad con todos y por su espíritu de sacrificio, ofreciendo sus sufrimientos por la salvación de los pecadores. A los seis años, le permitieron hacer la primera comunión por su gran deseo de amar a Jesús. Todos los domingos iba a misa y ayudaba al sacerdote como monaguillo.

En 1959 siente fuertes dolores en las piernas. Le descubren un tumor canceroso
y tienen que cortarle una pierna. Y él, con paciencia y resignación, ofrece todos sus
dolores por la salvación de los pecadores. En el hospital todos lo quieren y él aprovecha el tiempo haciendo apostolado entre sus compañeros enfermos. Con permiso del obispo, con trece años, hace voto de pobreza, castidad y obediencia dentro de la Asociación Silenciosos operarios de la Cruz. Ese día pudo decir: Ahora soy verdaderamente todo tuyo, Jesús. Todo tuyo y de la Virgen María para la conversión de los pecadores. El 27 de enero de 1963 hizo su última confesión y comunión, recibiendo también la unción de los enfermos. Al día siguiente, murió como un santo con sólo 14 años.


SILVIO DISSEGNA nació el 1 de julio de 1967 en Moncalieri (Italia). Recibe la primera comunión con mucha devoción a los ocho años. Tenía grandes proyectos. Quería ser maestro. A los 10 años empieza a sentir molestias en la pierna izquierda y le descubren cáncer al hueso. Tiene que recibir quimioterapia. En el hospital oye muchas blasfemias y, desde ese momento, quiere reparar tantas ofensas que hacen a Jesús, ofreciendo generosamente sus sufrimientos para consolarlo. Ofrece sus Dolores por el Papa , la Iglesia y los sacerdotes. Un día vio a Jesús en sus sueños con tal realismo que nunca dudará del amor de Jesús y, por eso, quería siempre recibirlo en la comunión para amarlo más y unirse más a Él, y porque decía que los Dolores que sufría solo podá soportarlos con Jesús. Muere el 24 de setiembre de 1979 a los doce años. Su padre escribió en el periódico:

El primero de julio de 1967 pude anunciar en las páginas de este periódico la alegría de mi familia por el nacimiento de Silvio. Después de dos años de sufrimiento, Silvio ha muerto, retornando a la casa del Padre que lo esperaba. Silvio era un niño maravilloso, alegre, siempre sonriente y generoso con todos. Él aceptó su cruz con amor, confianza y obediencia a los designios divinos. A pesar de ser un niño, vivió como un gigante!


Y ¿qué decir del amor a Jesús sacramentado de los niños de Fátima? Francisco,
estando ya enfermo, le decía a Lucía:

- Dile al señor cura que me traiga la comunión.
Al verme me preguntó:
- ¿Pediste al Señor escondido para que el señor cura me dé la sagrada comunión?
- Sí, se lo pedí.


Cuando volvió al anochecer, estaba ya radiante de alegría. Se había confesado y el sacerdote le había prometido llevarle al día siguiente la sagrada comunión. Después de comulgar al siguiente día, decía a su hermanita Jacinta:
- Hoy soy más feliz que tú, porque tengo dentro de mi pecho a Jesús escondido.

La misma Jacinta tenía un amor inmenso a Jesús Eucaristía. Dice Lucía:
En una ocasión, le llevé una estampa que tenía el sagrado cáliz con una hostia. Se fijó en él, lo besó y, radiante de alegría, decía: “Es Jesús escondido. ¡Lo amo tanto!

¡Quién me diera recibirlo en la iglesia! ¿En el cielo no se comulga? Si se comulga, yo comulgo todos los días. Si el ángel fuese al hospital a llevarme otra vez la sagrada comunión, ¡qué contenta quedaría!”.

Cuando, a veces, yo volvía de la iglesia y entraba en su casa, me preguntaba:
¿Comulgaste? Si yo le decía que sí, me decía: Llégate aquí bien cerca de mí, que tienes en tu corazón a Jesús escondido. No sé como es, pero siento a Nuestro Señor dentro de mí y comprendo lo que me dice, aunque no lo veo ni lo oigo, pero es tan bueno estar con Él.


Extraído de: LOS NIÑOS Y LA EUCARISTÍA, P. ÁNGEL PEÑA O.A.R. - LIMA – PERÚ 2009)


16 de abril de 2010

LOS CHICOS DE LA EUCARISTíA

Es increíble ver como niños adoran a Jesús presente en la Eucaristía.
Estamos llamados a ser como niños, y hoy ellos nos enseñan por donde podemos empezar a imitarlos.

Este video es de un nuevo movimiento, que busca dar esperanza a todas las familias del mundo, llamado chicos de la esperanza. Se llaman así porque ellos descubrieron la silenciosa y amorosa presencia real de Jesús a través de la adoración Eucarística.

Durante su vida en la tierra, los chicos fueron muy especiales para Jesús.

Le presentaban a los niños pequeños, para que los tocara; pero, al ver esto, los discípulos los reprendían. Entonces Jesús los hizo llamar y dijo: "Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él".(Lc 18,16-17)



14 de abril de 2010

EL SECRETO DE LOS SANTOS





LA EUCARISTíA

Maria Di Lorenzo afirma que el Año de la Eucaristía, convocado por Juan Pablo II, debería impulsarnos a reflexionar sobre la realidad, a menudo «desconocida» de muchas personas de a pie, que viven el «martirio silencioso» de la propia cotidianeidad, y en la Eucaristía encuentran «la fuerza de seguir adelante y testimoniar su ser cristiano sin titubeos».


En este año, el Santo Padre se ha propuesto suscitar una nueva «maravilla» ante la Eucaristía, incluso mediante el relato de testimonios por parte de santos eucarísticos, que llegaron a obtener del pan partido no sólo alimento espiritual sino incluso el único alimento para seguir viviendo. ¿Qué santos le vienen a la mente al escuchar estas palabras?

Es difícil responder a su pregunta porque los santos eucarísticos en la Iglesia son muchos, incluso diría que todos los santos lo son. Si miramos los testimonios de vida ofrecidos por todos los santos y beatos de la Iglesia, desde los primeros siglos hasta nuestro días, vemos que no hay un solo santo que no haya sido estado forjado por la Eucaristía, por la pasión eucarística, por el amor eucarístico.

Todos, por decirlo de alguna manera, «han nacido de la Hostia». Tomo prestada esta expresión del beato Giacomo Alberione, fundador de la familia paulina, que lo decía siempre a sus amadísimos hijos espirituales: «Habéis nacido de la Hostia...». Es verdad. Y esto vale para todos los santos y beatos de la bimilenaria historia del catolicismo.

Entre todos, la figura con la que quizá más simpatizo es la de la Madre Teresa de Calcuta. La Madre Teresa es una santa profundamente eucarística. La Eucaristía era el corazón de su vida, de su espiritualidad.

Decía a las religiosas: «Jesús en la Eucaristía y Jesús en los pobres, bajo las especies del pan y bajo las especies del pobre, eso es lo que hace de nosotras contemplativas en el corazón del mundo». En la base de la espiritualidad de la Madre Teresa estaba el sagrario.
Y no es por casualidad que se llama «sagrarios» a las comunidades abiertas en todo el mundo por las misioneras de la Caridad, porque son las casas de Jesús, decía la Madre Teresa. Las religiosas comulgan todos los días y todos los días hacen una hora de adoración eucarística, que ocupa un lugar muy importante en la vida espiritual de las misioneras de la Caridad.


Hasta 1973, la adoración al Santísimo Sacramento tenía una periodicidad semanal pero, tras el capítulo general del aquel año, se decidió realizarla todos los días. Desde entonces, la Madre Teresa pudo comprobar que la vida de su congregación obtenía un gran beneficio de la adoración cotidiana: más vocaciones, mayor intimidad con Dios, más amor misericordioso por los pobres.

¿Cómo puede hablarse de la Eucaristía a los niños?

Los padres cristianos deberían educar a sus hijos, desde que son muy pequeños, al amor eucarístico. Me viene a la mente, en concreto, una espléndida figura, como la de Antonietta Meo, «Nennolina», la niña romana que se fue al cielo a sólo siete años, pronto será beata, que había recibido de sus padres, profundamente cristianos, una educación religiosa sencilla y, al mismo tiempo, fuerte, capaz de hacerle afrontar el penoso calvario de su enfermedad, y que se alimentaba del amor a la Hostia.

A Nennolina apenas le dio tiempo para hacer su primera comunión seis meses antes de morir y lo deseaba tanto. Pero hay otro episodio de su vida, en mi opinión extraordinario, que hay que conocer: cuando Nennolina iba a la guardería dirigida por las religiosas de la Santa Cruz en Jerusalén, con frecuencia vieron y luego han testimoniado que la niña, antes de salir de su capilla para ir a jugar al patio con los otros niños, se acercaba al sagrario diciendo en voz alta: «!Jesús, ven a jugar conmigo!».
Esta frase es muy expresiva del grado de intimidad que la pequeña «Nennolina», tenía con Jesús Eucaristía. Una confianza sencilla y amorosa que aprendió sin duda de sus padres.

¿Cree que la comunión cotidiana pueda también guiar en el recto camino de vida conyugal, como han demostrado los dos cónyuges beatos Luigi y Maria Beltrame Quattrocchi, así como Celia Guérin y Louis Martin, padres de santa Teresa di Lisieux, que iban a misa juntos todos los días?

Para seguir con la respuesta a su pregunta anterior, afirmo que, sin duda, la comunión diaria y la adoración eucarística han forjado generaciones de santos y beatos, imprimiendo a su vida un dinamismo espiritual fuera de lo común.

Del mismo modo, han sido pilares de la vida espiritual de niños santos como Nennolina o, sólo por dar algún otro nombre, los beatos pastorcillos de Fátima; y de reflejo han marcado fuertemente el camino espiritual de numerosos matrimonios.

Luigi y Maria Beltrame Quattrocchi han sido ya elevados por la Iglesia al honor de los altares; los padres de santa Teresita, Celia y Louis Martin, lo serán prontísimo, probablemente la próxima primavera, cuando el Papa visite Francia; y hay otros matrimonios candidatos a los altares. Todos ellos mantenían una intensa vida eucarística, desde un camino ascensional del alma que, en la propia y personal dinámica de la vida de pareja, de ella obtenía su alimento, la propia savia vital de la Eucaristía. Como las plantas viven de luz, ellos han bebido en la fuente del Amor.

La meditación sobre la Eucaristía, en efecto prepara el terreno espiritual al seguimiento de Cristo y a la experimentación del camino hecho a menudo de luces y sombras, de fe y duda, en el descubrimiento a veces desgarrador, de la propia fragilidad humana; pero en una perspectiva salvífica, en la que incluso el dolor adquiere un sentido, en el sacrificio incruento de Cristo que se repite cada día en el altar y en el que todo se cumple y se santifica en el encuentro cotidiano con la Hostia que nos genera a la vida cada día.

(entrevista A Di Lorenzo, escritora y periodista italiana, especializada en espiritualidad y cuestiones religiosas, ex redactora de la revista mensual «Madre di Dio»,ROMA, martes, 23 noviembre 2004 (ZENIT.org))

9 de abril de 2010

EUCARISTíA - La presencia de la Misericordia -


La Encarnación ansiaba que Jesús se quedara con nosotros hasta el fin de los tiempos en la Eucaristía. Por este milagro, el más grande de Su amor, Jesús permanece con nosotros bajo la forma de pan y vino, no solamente para nuestra alimentación espiritual, sino también para que nosotros le hagamos compañia a El.

En la Eucaristía, Cristo está totalmente presente, tal y como está en el cielo. La Eucaristía, explica el Papa León XIII, contiene "en una variedad de milagros, todas las realidades sobrenaturales" (Encíclica Mirae Caritatis).

La Eucaristía es lo esencial de la devoción a la Divina Misericordia y muchos de los elementos de la devoción son eucarísticos en su esencia (particularmente la imagen, la coronilla a la Divina Misericordia y la Fiesta de la Misericordia). La imagen, con sus rayos rojo y pálido, presenta al Señor Jesús Eucarístico, cuyo Corazón ha sido atravesado y que ahora derrama Sangre y Agua como una fuente de misericordia para nosotros. Es la imagen del regalo expiatorio de misericordia dado a nosotros por Dios y hecho presente en cada Santa Misa.

Varias veces en su Diario, Santa Faustina escribe haber visto los rayos rojo y pálido proceder no de la imagen, sino de la Santa Hostia. Y una vez, mientras el sacerdote exponía el Santísimo Sacramento, ella vio que los rayos de la imagen traspasaron la Hostia y de ahí se difundieron hasta que cubrieron al mundo entero (vea Diario, 441). Así mísmo, deberíamos ver con ojos de fe, en cada Hostia, al Salvador Misericordioso derramándose como una fuente de misericordia para nosotros.
Este concepto de la Eucaristía como una fuente de gracia y misericordia, se encuentra no solamente en el Diario de Santa Faustina, sino también en las enseñanzas de la Iglesia... La Iglesia enseña claramente que todos los demás sacramentos están dirigidos hacia la Eucaristía y sacan su fuerza de ella.

Por ejemplo, en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, leemos: "Sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente". Y, en una nota en el Catecismo del Concilio de Trento, a los sacerdotes se les anima a que "comparen la Eucaristía a una fuente y los demás sacramentos a riachuelos. Porque verdadera y necesariamente se debe llamar a la Santa Eucaristía la fuente de todas las gracias, conteniendo de una manera admirable, la fuente misma de dones y gracias celestiales y al Autor de todos los sacramentos, a Cristo nuestro Señor, de quien, como de Su fuente, procede todo lo que hay de bueno y perfecto en los demás sacramentos".

No nos sorprende, entonces, que Sor Faustina le tuviera tanta devoción a la Eucaristía y en su Diario escribiera de ella de una forma muy poderosa:

-Un gran misterio se hace durante la Santa Misa... Un día sabremos lo que Dios hace por nosotros en cada Santa Misa y qué don prepara para nosotros en ella. Sólo Su amor divino puede permitir que nos sea dado tal regalo... Una fuente de vida que brota con tanta dulzura y fuerza... (Diario, 914).

-Todo lo bueno que hay en mí es gracias a la Santa Comunión (Diario, 1392). Aquí [en la Santa Comunión] está todo el secreto de mi santidad (Diario, 1489). Una sola cosa me sostiene y es la Santa Comunión.

-De ella tomo fuerza, en ella está mi fortaleza. Temo la vida si algún día no recibo la Santa Comunión... Jesús oculto en la Hostia es todo para mí... No sabría cómo glorificar a Dios si no tuviera la Eucaristía en mi corazón (Diario, 1037).

-Oh Hostia Viva, mi única Fortaleza, Fuente de Amor y de Misericordia, abraza al mundo entero, fortifica a las almas débiles. Oh, bendito sea el instante y el momento en que Jesús nos dejó Su misericordiosísimo Corazón (Diario, 223).

En la Misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre, la felicidad.
¡Sed testigos de la Misericordia!
(Juan Pablo II)

4 de abril de 2010

DOMINGO DE RESURRECCIÓN


"EL SEÑOR ESTÁ CON NOSOTROS"

“Resucitó al tercer día según las Escrituras”. Cada domingo, en el Credo, renovamos nuestra profesión de fe en la resurrección de Cristo, acontecimiento sorprendente que constituye la clave de bóveda del cristianismo.

Cada año, en el “santísimo Triduo de Cristo crucificado, muerto y resucitado”, como lo llama san Agustín, la Iglesia recorre, en un clima de oración y penitencia, las etapas conclusivas de la vida terrena de Jesús: su condena a muerte, la subida al Calvario llevando la cruz, su sacrificio por nuestra salvación y su sepultura.

Toda la liturgia del tiempo pascual canta la certeza y la alegría de la resurrección de Cristo.

“La fe de los cristianos –afirma san Agustín- es la resurrección de Cristo”. Los Hechos de los Apóstoles lo explican claramente: “Dios dio a todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al resucitarlo de entre los muertos” (Hch 17,31). San Pablo escribe en la carta a los Romanos: “Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10, 9).

“Si Cristo no resucitó, -decía el apóstol san Pablo- es vana nuestra predicación y es vana también nuestra fe” (1 Co 15, 14). Pero ¡resucitó!

El anuncio que en estos días volvemos a escuchar sin cesar es precisamente este: ¡Jesús ha resucitado! Es “el que vive” (Ap 1, 18), y nosotros podemos encontrarnos con él, como se encontraron con él las mujeres que, al alba del tercer día, el día siguiente al sábado, se habían dirigido al sepulcro; como se encontraron con él los discípulos, sorprendidos y desconcertados por lo que les habían referido las mujeres; y como se encontraron con él muchos otros testigos en los días que siguieron a su resurrección.

El evangelista san Lucas refiere: “Sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se los iba dando” (Lc 24, 30).

Fue precisamente en ese momento cuando se abrieron los ojos de los dos discípulos y lo reconocieron, “pero él desapareció de su lado” (Lc 24, 31). Y ellos, llenos de asombro y alegría, comentaron: “¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 32).

El Señor está con nosotros, nos muestra el camino verdadero. Como los dos discípulos reconocieron a Jesús al partir el pan, así hoy, al partir el pan, también nosotros reconocemos su presencia.

Los discípulos de Emaús lo reconocieron y se acordaron de los momentos en que Jesús había partido el pan. Y este partir el pan nos hace pensar precisamente en la primera Eucaristía, celebrada en el contexto de la última cena, donde Jesús partió el pan y así anticipó su muerte y su resurrección, dándose a sí mismo a los discípulos.

Jesús parte el pan también con nosotros y para nosotros, se hace presente con nosotros en la santa Eucaristía, se nos da a sí mismo y abre nuestro corazón.

En la santa Eucaristía, en el encuentro con su Palabra, también nosotros podemos encontrar y conocer a Jesús en la mesa de la Palabra y en la mesa del Pan y del Vino consagrados.

Queridos hermanos y hermanas, que la alegría de estos días afiance nuestra adhesión fiel a Cristo crucificado y resucitado. Sobre todo, dejémonos conquistar por la fascinación de su resurrección. Que María nos ayude a ser mensajeros de la luz y de la alegría de la Pascua para muchos hermanos nuestros.

De nuevo os deseo a todos una feliz Pascua.

PAPA BENEDICTO XVI.

(Extraído de la audiencia general concedida en la plaza de San Pedro por el Papa Benedicto XVI,26 de marzo de 2008)