Tengo 54 años y hace ahora 46 desde la mañana en que, por vez primera, yo recibí tu Cuerpo.
¿Dónde queda el niño que yo era? ¿Qué se hizo de aquellos labios míos de chiquillo que temblando se abrieron para tomar tu cuerpo?
Vestíamos de blanco, lo recuerdo. Vestíamos de sueños y de gozo, inaugurábamos el continente de tu amor, por vez primera pisábamos conscientes la tierra firme de tu santa Iglesia.
Tú entrabas en nosotros, poseías aquellas almas limpias e inocentes que te juraban un amor eterno y, con ingenua lengua, te decían: «No pecaremos nunca».
¿Dónde quedan hoy tales promesas? ¿Qué se hizo de aquel vestido blanco y de aquella alma blanca? ¿Dónde enterraron al niño que fuimos en el día de la primera comunión?
Hoy vuelvo hasta tus plantas con el alma cansada, mas con el mismo hambre de aquel día. Ya no me atrevo a prometerte nada, pero sí a decirte que te sigo hambreando.
Repetiré más fuerte que nunca el «no soy digno», mas te diré también que no he hallado en el mundo otro alimento igual que el de aquella mañana.
Y te diré que vengo, que hoy venimos muchos a mendigar tu cuerpo, porque tu pan sostiene lo mejor de mi alma, porque tu pan construye la más intensa de las fraternidades que quedan en la tierra, porque tú eres la fuerza que levanta mi vida e ilumina mi muerte, porque Tú eres lo único que no me falló nunca.
¿Sabrás resucitar dentro de mí aquel niño? Tú eres experto en resurrecciones, Tú tienes que saber borrarme mis arrugas, esas cien mil arrugas que el tiempo y el pecado hicieron en mi alma.
Déjame que hoy comulgue como si fuera el mismo niño de ocho años que te juró aquel día una amistad eterna. Déjame que hoy reciba -ya que no con idéntica pureza, con la misma pasión que entonces tuve- mi segunda primera comunión.
José Luis Martín Descalzo, sacerdote.
¿Dónde queda el niño que yo era? ¿Qué se hizo de aquellos labios míos de chiquillo que temblando se abrieron para tomar tu cuerpo?
Vestíamos de blanco, lo recuerdo. Vestíamos de sueños y de gozo, inaugurábamos el continente de tu amor, por vez primera pisábamos conscientes la tierra firme de tu santa Iglesia.
Tú entrabas en nosotros, poseías aquellas almas limpias e inocentes que te juraban un amor eterno y, con ingenua lengua, te decían: «No pecaremos nunca».
¿Dónde quedan hoy tales promesas? ¿Qué se hizo de aquel vestido blanco y de aquella alma blanca? ¿Dónde enterraron al niño que fuimos en el día de la primera comunión?
Hoy vuelvo hasta tus plantas con el alma cansada, mas con el mismo hambre de aquel día. Ya no me atrevo a prometerte nada, pero sí a decirte que te sigo hambreando.
Repetiré más fuerte que nunca el «no soy digno», mas te diré también que no he hallado en el mundo otro alimento igual que el de aquella mañana.
Y te diré que vengo, que hoy venimos muchos a mendigar tu cuerpo, porque tu pan sostiene lo mejor de mi alma, porque tu pan construye la más intensa de las fraternidades que quedan en la tierra, porque tú eres la fuerza que levanta mi vida e ilumina mi muerte, porque Tú eres lo único que no me falló nunca.
¿Sabrás resucitar dentro de mí aquel niño? Tú eres experto en resurrecciones, Tú tienes que saber borrarme mis arrugas, esas cien mil arrugas que el tiempo y el pecado hicieron en mi alma.
Déjame que hoy comulgue como si fuera el mismo niño de ocho años que te juró aquel día una amistad eterna. Déjame que hoy reciba -ya que no con idéntica pureza, con la misma pasión que entonces tuve- mi segunda primera comunión.
José Luis Martín Descalzo, sacerdote.
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