20 de octubre de 2014

María y la Eucaristía

Sabemos que, después de la ascensión de nuestro Señor Jesucristo, la Virgen María fue «acogida en la casa» del apóstol San Juan (Jn 19,27). Y como los apóstoles comenzaron a celebrar la eucaristía a partir de Pentecostés, esto nos hace suponer con base muy cierta que la santísima Virgen participó en la eucaristía muchas veces hasta el momento de su asunción a los cielos.



La Virgen María es, pues, indudablemente el modelo perfecto de participación en la misa. Nadie como ella ha vivido la liturgia eucarística como actualización del sacrificio de la cruz. Nadie ha reconocido como ella la presencia de Jesús en los fieles congregados en su Nombre. Nadie como ella ha distinguido la voz de su hijo divino en la liturgia de la Palabra. Nadie ha hecho suyas las oraciones, alabanzas y súplicas de la misa con tanta fe y esperanza, con tanto amor como la Virgen María. Nadie en la misa se ha ofrecido con Cristo al Padre de modo tan total a como ella lo hacía. Nadie ha comulgado el cuerpo de Cristo, ni el mayor de los santos, con el amor de la Virgen Madre. Nadie ha suplicado la paz y la unidad de la santa Iglesia con la apasionada confianza de la Virgen en la misericordia de Dios providente. Nadie, en toda la historia de la Iglesia, ha estado en la misa tan atenta, tan humilde y respetuosa, tan encendida en oración y en amor, como la Madre de la divina gracia.


Conviene, pues, que tomemos a la Virgen María como modelo y como intercesora para adentrarnos más en el misterio eucarístico. Oigamos la Palabra «con la fe de María». Elevemos al Padre la atrevida oración de los fieles «con la esperanza de María». Acerquémonos a comulgar «con el amor de María». Que sea ella, la que estuvo al pie de la Cruz, la que, con la paciencia propia de las madres, nos enseñe a participar más y mejor en la santa misa, sacrificio de la Nueva Alianza.

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