A veces se afirma equivocadamente que la adoración eucarística subraya unilateralmente la dimensión vertical de la espiritualidad católica, en detrimento de la dimensión horizontal, social o caritativa. ¡Nada más lejos de la realidad! Bastaría citar tantas experiencias de sanación de los “pobres de Yahvé”, que están teniendo lugar en torno a las capillas de Adoración Perpetua.
El reconocimiento de que Dios se hace uno de nosotros, poniéndose en nuestras manos, dándose como alimento para la vida del mundo; fundamenta el modelo cristiano de la solidaridad y de la caridad. En la noche de la institución de la Eucaristía, Jesús se ciñó la toalla a la cintura y se arrodilló ante nosotros, realizando el gesto del lavatorio de los pies. La adoración eucarística alimenta en nosotros los mismos sentimientos del Corazón de Cristo; «el cual no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango, pasando por uno de tantos» (Flp 2, 6-7).
Para que el prójimo, y de forma especial los pobres, ocupen el lugar central que deben ocupar en nuestra vida, es indispensable que nuestro “yo” sea destronado. Y para que nuestro “yo” sea destronado, es necesario que la adoración ponga a Cristo en el centro de nuestra existencia. Cuando Cristo ocupa el lugar debido, el resto de las preocupaciones y ocupaciones (muy especialmente nuestra relación con el prójimo), como consecuencia se ven ordenadas.
Imaginemos una chaqueta caída en el suelo… Si alguien recogiese esa prenda de vestir sujetándola desde el extremo de una de sus mangas, o desde uno de sus bolsillos, el resultado sería un notable desbarajuste. Hay que coger la chaqueta desde los hombros, para colgarla adecuadamente en su percha.
Con la adoración ocurre algo similar: adorar es coger la vida “por los hombros”, y no “por la manga”. Quien pone a Dios en la cumbre de los valores de su existencia, observa que “todo lo demás” pasa a ocupar el lugar que le corresponde. Adorando a Dios se aprende a relativizar todas las cosas que, aún siendo importantes, no deben ocupar el lugar central, que no les corresponde. La educación en la adoración es totalmente necesaria para el vencimiento de las tentaciones de idolatría, en todas sus versiones y facetas: «Al Señor tu Dios adorarás y solo a Él darás culto» (Mt 4, 10).
En la escuela de Jesús -el verdadero adorador del Padre-, aprendemos que la adoración no se reduce a un momento puntual realizado en la capilla, sino que es una dimensión esencial de la vida del creyente. Se trata de una actitud de vida, la actitud de adoración, tal y como lo expresa San Pablo: «Así que, hermanos, os ruego por la misericordia de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios. Éste es vuestro culto espiritual (“latreia”, del verbo latreo –adorar-)» (Rm 12, 1).
En resumen, la Sagrada Escritura no sólo nos invita a “hacer” oración de adoración, sino a “ser” adoradores en espíritu y en verdad; viviendo nuestra existencia como una ocasión providencial de testimoniar la gloria de Dios. He aquí una buena definición del adorador: “el testigo de la gloria de Dios”.
En la Bula del Jubileo del año 2000, el Beato Juan Pablo II pronunciaba estas hermosas palabras: «Desde hace dos mil años, la Iglesia es la cuna en la que María coloca a Jesús y lo entrega a la adoración y contemplación de todos los pueblos». Concluyamos invocando a la Santísima Virgen María, como aquella que nos entregó y nos sigue entregando el Cuerpo y la Sangre de su Hijo para la adoración.
¡¡De la mano de María, adoremos a Jesucristo!!
Extracto del discurso de monseñor José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de san Sebastián, en la Conferencia Internacional de Adoración Eucarística, celebrada en Roma del 20 al 24 de junio de 2011
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