Recordemos a Santa
Teresa de Jesús. Ella, cuando no era costumbre, «cada día comulgaba, para lo
cual la veía [esta testigo] prepararse con singular cuidado, y después de haber
comulgado estar largos ratos muy recogida en oración, y muchas veces suspendida
y elevada en Dios» (Ana de los Angeles: Bibl. Míst.
Carm. 9,563).
Las más altas
gracias de su vida, y concretamente el matrimonio espiritual, fueron recibidas
por Santa Teresa en la
Eucaristía. Ella misma afirma que fue en una comunión cuando
llegó a ser con Cristo «una sola carne», en ese matrimonio inefable. «Un día, acabando
de comulgar, me pareció verdaderamente que mi alma se hacía una cosa con aquel
cuerpo sacratísimo del Señor» (Cuenta conciencia 39, en 1575: a los 60 años de edad; cf. VII Moradas 2,1). Y Teresa encuentra a Jesús en la
comunión resucitado,
glorioso, lleno de inmensa majestad: «No hombre muerto, sino Cristo vivo, y da
a entender que es hombre y Dios, no como estaba en el sepulcro, sino como salió
de él después de resucitado. Y viene a veces con tan grande majestad que no hay
quien pueda dudar sino que es el mismo Señor, en especial en acabando de
comulgar, que ya sabemos que está allí, que nos lo dice la fe. Represéntase tan
Señor de aquella posada que parece, toda deshecha el alma, se ve consumir en
Cristo» (Vida 28,8).
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