La
esperanza cristiana y la Eucaristía, signo sacramental por excelencia de las
últimas realidades.
La
esperanza de la venida definitiva del reino de Dios y el compromiso de
transformación del mundo a la luz del Evangelio tienen en realidad una misma
fuente: el don escatológico del Espíritu Santo, «prenda de nuestra herencia,
para redención del pueblo de su posesión» (Ef 1, 14), que suscita el anhelo de
la vida plena y definitiva con Cristo y, a la vez, infunde en nosotros la
fuerza para difundir por toda la tierra la levadura del reino de Dios.
En
cierto modo, se trata de una realización anticipada del reino de Dios entre los
hombres, gracias a la resurrección de Cristo. En Él, Verbo encarnado, muerto y
resucitado por nosotros, el cielo descendió a la tierra y ésta, en su humanidad
glorificada, ascendió al cielo. Jesús resucitado está presente en medio de su
pueblo y en el centro de la historia humana. Por el Espíritu Santo, reviste de
sí mismo a los que en la fe y en la caridad se abren a él, más aún, los
transfigura progresivamente, haciéndolos partícipes de su misma existencia
glorificada. Ya viven y actúan en el mundo con la mirada siempre puesta en la
meta final: «Si habéis resucitado con Cristo —exhorta san Pablo—, buscad las
cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1).
Por tanto, los creyentes están llamados a ser en el mundo testigos de la
resurrección de Cristo y, a la vez, constructores de una sociedad nueva.
El
signo sacramental por excelencia de las últimas realidades ya anticipadas y
actualizadas en la Iglesia es la Eucaristía. En ella el Espíritu, invocado en
la epíclesis, «transubstancia» la realidad sensible del pan y del vino en la
nueva realidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo. El Señor resucitado está
realmente presente en la Eucaristía y, en él, la humanidad y el universo asumen
el sello de la nueva creación. En la Eucaristía se gustan las realidades
definitivas y el mundo comienza a ser lo que será en la venida final del Señor.
La
Eucaristía, culmen de la vida cristiana, no sólo plasma la existencia personal
del cristiano, sino también la vida de la comunidad eclesial y, de algún modo,
de la sociedad entera. La Eucaristía proporciona al pueblo de Dios la energía
divina que lo impulsa a vivir profundamente la comunión de amor significada y
realizada por la participación en la única mesa. Asimismo, lo estimula a
compartir con espíritu de fraternidad también los bienes materiales,
orientándolos a la edificación del reino de Dios (cf. Hch 2, 42-45).
De
este modo, la Iglesia se convierte en «pan partido» para el mundo: para la
gente en medio de la cual vive, especialmente para los más necesitados. La
Celebración Eucarística es la fuente de las diversas obras de caridad y de
ayuda recíproca, de la acción misionera y de las diferentes formas de
testimonio cristiano, a través de las cuales ayudamos al mundo a comprender la
vocación de la Iglesia según el plan de Dios.
Además,
manteniendo viva la vocación a no conformarse a la mentalidad del mundo presente
y a vivir en espera de Cristo «hasta que venga», la Eucaristía enseña al pueblo
de Dios el camino para purificar y perfeccionar las actividades humanas
sumergiéndolas en el misterio pascual de la cruz y la resurrección.
De
la Catequesis de San Juan Pablo II, 2 de diciembre de 1998
No hay comentarios:
Publicar un comentario