La adoración de Cristo
en la misma celebración de la Misa es vivida desde el principio. Pero la
adoración de la Presencia real fuera de la Misa se va configurando como
devoción propia a partir del siglo IX, con ocasión de las controversias
eucarísticas. Por esos años, al simbolismo de un Ratramno, se opone con fuerza
el realismo de un Pascasio Radberto, que acentúa la presencia real de Cristo en
la Eucaristía, aunque no siempre en términos exactos.
Conflictos teológicos
análogos se producen en el siglo XI. La Iglesia reacciona con prontitud y
fuerza contra el simbolismo eucarístico de Berengario de Tours (+1088). Su
doctrina es impugnada por teólogos como Anselmo de Laón (+1117) o Guillermo de
Champeaux (+1121), y es inmediatamente condenada por un buen número de Sínodos
(Roma, Vercelli, París, Tours), y sobre todo por los Concilios Romanos de 1059
y de 1079 (retractaciones de Berengario: Denz 690 y 700). Merece la pena
conocer cómo era la admirable retractatio hecha en 1079 por un hereje, vuelto a
la fe católica [quiera Dios que retractaciones semejantes se exijan hoy a
tantos autores católicos caídos en herejía]:
«Yo, Berengario, creo
de corazón y confieso de boca que el pan y el vino que se ponen en el altar,
por el misterio de la sagrada oración y por las palabras de nuestro Redentor,
se convierten substancialmente en la verdadera, propia y vivificante carne y
sangre de Jesucristo, nuestro Señor; y que después de la consagración son el
verdadero cuerpo de Cristo que nació de la Virgen y que ofrecido por la
salvación del mundo, estuvo pendiente de la cruz y está sentado a la derecha
del Padre; y la verdadera sangre de Cristo, que se derramó de su costado, no
sólo por el signo y virtud del sacramento, sino en la propiedad de la
naturaleza y verdad de la sustancia, como en este breve se contiene y yo he
leído y vosotros entendéis. Así lo creo y en adelante no enseñaré contra esta
fe. Así Dios me ayude y estos santos Evangelios de Dios» (ib. 700). Ésa es la
fe católica: en el Sacramento está presente totus Christus, en alma y cuerpo,
como hombre y como Dios.
Estas enérgicas
afirmaciones de la fe van acrecentando más y más en el pueblo la devoción a la
Presencia real de nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía. Veamos algunos
ejemplos.
A fines del siglo IX,
la Regula solitarium establece que los ascetas reclusos, que viven en lugar
anexo a un templo, estén siempre por su devoción a la Eucaristía en la
presencia de Cristo. En el siglo XI, Lanfranco, arzobispo de Canterbury,
establece una procesión con el Santísimo en el domingo de Ramos. En ese mismo
siglo, durante las controversias con Berengario, en los monasterios
benedictinos de Bec y de Cluny existe la costumbre de hacer genuflexión ante el
Santísimo Sacramento y de incensarlo. En el siglo XII, la Regla de los reclusos
prescribe: «orientando vuestro pensamiento hacia la sagrada Eucaristía, que se
conserva en el altar mayor, y vueltos hacia ella, adoradla diciendo de
rodillas: “¡salve, origen de nuestra creación!, ¡salve, precio de nuestra
redención!, ¡salve, viático de nuestra peregrinación!, ¡salve, premio esperado
y deseado!”».
En todo caso, conviene
recordar que «la devoción individual de ir a orar ante el sagrario tiene un
precedente histórico en el monumento del Jueves Santo a partir del siglo XI,
aunque ya el Sacramentario Gelasiano habla de la reserva eucarística en este
día… El monumento del Jueves Santo está en la prehistoria de la práctica de ir
a orar individualmente ante el sagrario, devoción que empieza a generalizarse a
principos del siglo XIII» (A. Olivar, El desarrollo del culto eucarístico fuera
de la Misa, «Phase» 1983, 192).
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