La
experiencia diaria enseña, por desgracia, que quien ha recurrido al divorcio
tiene normalmente la intención de pasar a una nueva unión, obviamente sin el
rito religioso católico. Tratándose de una plaga que, como otras, invade cada
vez más ampliamente incluso los ambientes católicos, el problema debe
afrontarse con atención improrrogable. Los Padres Sinodales lo han estudiado
expresamente. La Iglesia ,
en efecto, instituida para conducir a la salvación a todos los hombres, sobre
todo a los bautizados, no puede abandonar a sí mismos a quienes —unidos ya con
el vínculo matrimonial sacramental— han intentado pasar a nuevas nupcias. Por
lo tanto procurará infatigablemente poner a su disposición los medios de
salvación.
Los
pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las
situaciones. En efecto, hay diferencia entre los que sinceramente se han
esforzado por salvar el primer matrimonio y han sido abandonados del todo
injustamente, y los que por culpa grave han destruido un matrimonio canónicamente
válido. Finalmente están los que han contraído una segunda unión en vista a la
educación de los hijos, y a veces están subjetivamente seguros en conciencia de
que el precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca
válido.
En
unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y a toda la comunidad de
los fieles para que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad
que no se consideren separados de la
Iglesia , pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados,
participar en su vida. Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a
frecuentar el sacrificio de la
Misa , a perseverar en la oración, a incrementar las obras de
caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a
los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia
para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece por ellos,
los anime, se presente como madre misericordiosa y así los sostenga en la fe y
en la esperanza.
La
reconciliación en el sacramento de la penitencia —que les abriría el camino al
sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber
violado el signo de la Alianza
y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida
que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo
concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por
ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la
separación, «asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de
abstenerse de los actos propios de los esposos».
Del
mismo modo el respeto debido al sacramento del matrimonio, a los mismos esposos
y sus familiares, así como a la comunidad de los fieles, prohíbe a todo pastor
—por cualquier motivo o pretexto incluso pastoral— efectuar ceremonias de
cualquier tipo para los divorciados que vuelven a casarse. En efecto, tales
ceremonias podrían dar la impresión de que se celebran nuevas nupcias
sacramentalmente válidas y como consecuencia inducirían a error sobre la indisolubilidad
del matrimonio válidamente contraído.
Actuando
de este modo, la Iglesia
profesa la propia fidelidad a Cristo y a su verdad; al mismo tiempo se comporta
con espíritu materno hacia estos hijos suyos, especialmente hacia aquellos que
inculpablemente han sido abandonados por su cónyuge legítimo.
Juan Pablo II ( Familiaris Consortio, 78)
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