–El sacerdote es el
ministro re-presentante de Cristo dentro del pueblo sacerdotal cristiano. Quiso
el Señor instituir un «especial sacramento [el del Orden] con el que los
presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter
particular, y así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan
obrar como en persona de Cristo cabeza» (Vat.II, Presbyterorum ordinis 2c).
Los
sacerdotes, en efecto, son «consagrados de manera nueva a Dios por la recepción
del Orden [novo modo consecrati, respecto de la consagración bautismal], y se
convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno». De tal modo que
«todo sacerdote, a su modo, representa la persona del mismo Cristo, y es
enriquecido de gracia particular para que mejor pueda alcanzar, por el servicio
de los fieles, la perfección de Aquel a quien representa» (PO 12a).
Según esto, la gracia
propia del sacramento del Orden da a estos fieles un nuevo ser, que les hace
posible un nuevo obrar. En adelante, estos cristianos constituidos
sacerdotes-ministros, han de vivir, siempre y en todo lugar, el ministerio de
la re-presentación de Cristo entre sus hermanos. Sacerdos alter Christus.
Con gran audacia
expresiva el Sínodo Episcopal de 1971, dedicado al tema del sacerdocio, afirma
estas realidades de la fe: «Entre los diversos carismas y servicios, únicamente
el ministerio sacerdotal del Nuevo Testamento, que continúa el ministerio de
Cristo mediador y es distinto del sacerdocio común de los fieles por su
esencia, y no solo por grado, es el que hace perenne la obra esencial de los
Apóstoles. En efecto, proclamando eficazmente el Evangelio, reuniendo y guiando
la comunidad, perdonando los pecados y, sobre todo, celebrando la Eucaristía,
hace presente a Cristo, Cabeza de la comunidad, en el ejercicio de su obra de
redención humana y de perfecta glorificación de Dios… El sacerdote hace
sacramentalmente presente a Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los
hermanos, no sólo en su vida personal, sino también social» (II,4).
El sacerdote
re-presenta a Cristo de modo supremo en la eucaristía. Afirma el Vaticano II
que «Cristo está presente… en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por
ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”»
(Sacrosactum Concilium 7). Las oraciones eucarísticas presidenciales, las que
reza el sacerdote solo, son oraciones «de Cristo con su Cuerpo al Padre» (cf.
SC 84). En la liturgia de la Palabra hace el sacerdote presente al mismo
Cristo, que enseña y predica a su pueblo. Es Cristo mismo, ciertamente, quien
en la liturgia sacrificial dice por el sacerdote «esto es mi cuerpo, ésta es mi
sangre». Es Él quien saluda al pueblo, es Él quien lo bendice, y quien, al
final de la Misa, lo envía al mundo. Con sus ornamentos, palabras y acciones
sagradas, el sacerdote es símbolo litúrgico de Jesucristo; no tanto del Cristo
histórico, sino del Cristo resucitado y celestial, que sentado a la derecha del
Padre, como Sacerdote de la Nueva Alianza, «vive siempre para interceder» por
nosotros (Heb 7,25).
Por eso, la vivencia
plena de la eucaristía exige una facilidad para reconocer a Cristo en el
sacerdote. Apenas es posible contemplar la eucaristía en la fe, y participar de
ella, si en la práctica se ignora este aspecto del misterio. En efecto, el
ministro sacerdote en la Misa visibiliza la presencia y la acción invisible del
único sacerdote, Jesucristo. Y, por supuesto, el ministerio del sacerdote
visible no debe velar, sino revelar esa presencia invisible del Sacerdote
eterno.
Si en la Misa no se ve
a Cristo en el sacerdote, resulta en buena parte ininteligible, y no se podrá
evitar que en su celebración se incurra en prácticas erróneas. Y esta
ignorancia resulta especialmente grave cuando se da en el mismo sacerdote.
Podemos apreciar lo que digo con algunos ejemplos.
–El presbítero en la
sede re-presenta a Cristo, que preside la asamblea eucarística, sentado a la
derecha de Dios Padre: poner como sede una banquetilla, una silla corriente o
un taburete, proclama la ignorancia de esta realidad de la fe. No es ése el
signo adecuado para significar litúrgicamente en la tierra la sede celestial. –El
Domingo de Ramos los fieles en la procesión aclaman a Cristo, re-presentado por
el sacerdote celebrante, que entra en el templo –en Jerusalén–, para ofrecer el
sacrificio, y le acompañan con palmas. Ahora bien, si el sacerdote lleva
también su palma, no parece que tenga muy clara conciencia de que en esa
procesión de los ramos él está simbolizando a Cristo. La rúbrica 9 del Misal
Romano, en el Domingo de Ramos, al establecer el orden de la procesión, dice…
«a continuación el sacerdote con los ministros, y por último, los fieles, que
llevan los ramos en las manos». –Ignora igualmente el sacerdote esa
re-presentación misteriosa de Cristo cuando, modificando los saludos y
bendiciones, dice en la Misa: «El Señor esté con nosotros», la bendición de
Dios «descienda sobre nosotros», «Vayamos en paz». En realidad, actuando así,
no obra en cuanto ministro que representa a Cristo-cabeza, sino como un miembro
más de Cristo: oculta al Señor, a quien debería visibilizar en esos actos
ministeriales.
Se podrían multiplicar
los ejemplos, pero todos ellos nos llevarían a la misma comprobación: la fe en
el ministerio del sacerdote como re-presentante litúrgico de Cristo está hoy
con frecuencia muy debilitada tanto en
el pueblo cristiano como en los mismos sacerdotes. El igualitarismo de la
mentalidad vigente es, sin duda, uno de los condicionantes ambientales que
explican ese oscurecimiento de un aspecto de la fe.
José María Iraburu, sacerdote
José María Iraburu, sacerdote
No hay comentarios:
Publicar un comentario