Ante todo queremos recordar una verdad, por
vosotros bien sabida, pero muy necesaria para eliminar todo veneno de
racionalismo; verdad, que muchos católicos han sellado con su propia sangre y
que celebres Padres y Doctores de la
Iglesia han profesado y enseñado constantemente, esto es, que
la Eucaristía
es un altísimo misterio, más aún, hablando con propiedad, como dice la sagrada
liturgia, el misterio de fe. Efectivamente, sólo en él, como muy
sabidamente dice nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, se
contienen con singular riqueza y variedad de milagros todas las realidades
sobrenaturales.
Luego es necesario que nos acerquemos,
particularmente a este misterio, con humilde reverencia, no siguiendo razones
humanas, que deben callar, sino adhiriéndonos firmemente a la Revelación divina.
San Juan Crisóstomo, que, como sabéis, trató con
palabra tan elevada y con piedad tan profunda el misterio eucarístico,
instruyendo en cierta ocasión a sus fieles acerca de esta verdad, se expresó en
estos apropiados términos: «Inclinémonos ante Dios; y no le contradigamos, aun
cuando lo que Él dice pueda parecer contrario a nuestra razón y a nuestra
inteligencia; que su palabra prevalezca sobre nuestra razón e inteligencia.
Observemos esta misma conducta respecto al misterio [eucarístico], no
considerando solamente lo que cae bajo los sentidos, sino atendiendo a sus
palabras, porque su palabra no puede engañar».
Idénticas afirmaciones han hecho con frecuencia
los doctores escolásticos. Que en este sacramento se halle presente el cuerpo
verdadero y la sangre verdadera de Cristo, no se puede percibir con los
sentidos —como dice Santo Tomás—, sino sólo con la fe, la cual se apoya
en la autoridad de Dios. Por esto, comentando aquel pasaje de San Lucas 22,
19: «Hoc est corpus meum quod pro vobis tradetur», San Cirilo dice: «No dudes
si esto es verdad, sino más bien acepta con fe las palabras del Salvador:
porque, siendo Él la verdad, no miente».
Por eso, haciendo eco al Docto Angélico, el
pueblo cristiano canta frecuentemente: Visus tactus gustus in te fallitur,
sed auditu solo tuto creditur: Credo quidquid dixit Dei Filius, Nil hoc Verbo
veritatis verius. [«En ti se engaña la vista, el tacto, el gusto; sólo el
oído cree con seguridad. Creo lo que ha dicho el Hijo de Dios, pues nada hay
más verdadero que este Verbo de la verdad»].
Más aún, afirma San Buenaventura: «Que Cristo
está en el sacramento como signo, no ofrece dificultad alguna; pero que esté
verdaderamente en el sacramento, como en el cielo, he ahí la grandísima
dificultad; creer esto, pues, es muy meritorio».
Por lo demás, esto mismo ya lo insinúa el
Evangelio, cuando cuenta cómo muchos de los discípulos de Cristo, luego de oír
que habían de comer su carne y beber su sangre, volvieron las espaldas al Señor
y le abandonaron diciendo: «¡Duras son estas palabras! ¿Quién puede oírlas?».
En cambio Pedro, al preguntarle el Señor si también los Doce querían marcharse,
afirmó con pronta firmeza su fe y la de los demás apóstoles, con esta admirable
respuesta: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna».
Y así es lógico que al investigar este misterio
sigamos como una estrella el magisterio de la Iglesia , a la cual el
divino Redentor ha confiado la
Palabra de Dios, escrita o transmitida oralmente, para que la
custodie y la interprete, convencidos de que aunque no se indague con la
razón, aunque no se explique con la palabra, es verdad, sin embargo, lo que
desde la antigua edad con fe católica veraz se predica y se cree en toda la Iglesia.
Pero esto no basta. Efectivamente, aunque se
salve la integridad de la fe, es también necesario atenerse a una manera
apropiada de hablar no sea que, con el uso de palabras inexactas, demos origen
a falsas opiniones —lo que Dios no quiera— acerca de la fe en los más altos
misterios. Muy a propósito viene el grave aviso de San Agustín, cuando
considera el diverso modo de hablar de los filósofos y el de los cristianos:
«Los filósofos —escribe— hablan libremente y en las cosas muy difíciles de
entender no temen herir los oídos religiosos. Nosotros, en cambio, debemos
hablar según una regla determinada, no sea que el abuso de las palabras
engendre alguna opinión impía aun sobre las cosas por ellas significadas».
La norma, pues, de hablar que la Iglesia , con un prolongado
trabajo de siglos, no sin ayuda del Espíritu Santo, ha establecido,
confirmándola con la autoridad de los concilios, norma que con frecuencia se ha
convertido en contraseña y bandera de la fe ortodoxa, debe ser religiosamente
observada, y nadie, a su propio arbitrio o so pretexto de nueva ciencia,
presuma cambiarla. ¿Quién, podría tolerar jamás, que las fórmulas dogmáticas
usadas por los concilios ecuménicos para los misterios de la Santísima Trinidad
y de la Encarnación
se juzguen como ya inadecuadas a los hombres de nuestro tiempo y que en su
lugar se empleen inconsideradamente otras nuevas? Del mismo modo no se puede
tolerar que cualquiera pueda atentar a su gusto contra las fórmulas con que el
Concilio Tridentino ha propuesto la fe del misterio eucarístico. Porque esas
fórmulas, como las demás usadas por la Iglesia para proponer los dogmas de la fe,
expresan conceptos no ligados a una determinada forma de cultura ni a una
determinada fase de progreso científico, ni a una u otra escuela teológica,
sino que manifiestan lo que la mente humana percibe de la realidad en la
universal y necesaria experiencia y lo expresa con adecuadas y determinadas
palabras tomadas del lenguaje popular o del lenguaje culto. Por eso resultan
acomodadas a todos los hombres de todo tiempo y lugar.
Verdad es que dichas fórmulas se pueden explicar
más clara y más ampliamente con mucho fruto, pero nunca en un sentido diverso
de aquel en que fueron usadas, de modo que al progresar la inteligencia de la
fe permanezca intacta la verdad de la fe. Porque, según enseña el Concilio
Vaticano I, en los sagrados dogmas se debe siempre retener el sentido que la Santa Madre Iglesia ha
declarado una vez para siempre y nunca es lícito alejarse de ese sentido bajo
el especioso pretexto de una más profunda inteligencia
PABLO VI (Mysterium Fidei)
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