Sin embargo, venerables hermanos, no faltan,
precisamente en la materia de que hablamos, motivos de grave solicitud pastoral
y de preocupación, sobre los cuales no nos permite callar la conciencia de
nuestro deber apostólico.
En efecto, sabemos ciertamente que entre los que
hablan y escriben de este sacrosanto misterio hay algunos que divulgan ciertas
opiniones acerca de las misas privadas, del dogma de la transustanciación y del
culto eucarístico, que perturban las almas de los fieles, causándoles no poca
confusión en las verdades de la fe, como si a cualquiera le fuese lícito
olvidar la doctrina, una vez definida por la Iglesia , o interpretarla de modo que el genuino
significado de las palabra o la reconocida fuerza de los conceptos queden
enervados.
En efecto, no se puede —pongamos un ejemplo—
exaltar tanto la misa, llamada comunitaria, que se quite importancia a
la misa privada; ni insistir tanto en la naturaleza del signo sacramental como
si el simbolismo, que ciertamente todos admiten en la sagrada Eucaristía,
expresase exhaustivamente el modo de la presencia de Cristo en este sacramento;
ni tampoco discutir sobre el misterio de la transustanciación sin referirse a
la admirable conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo de Cristo y
de toda la sustancia del vino en su sangre, conversión de la que habla el
Concilio de Trento, de modo que se limitan ellos tan sólo a lo que llaman transignificación
y transfinalización; como, finalmente, no se puede proponer y aceptar la
opinión, según la cual en las hostias consagradas, que quedan después de
celebrado el santo sacrificio de la misa, ya no se halla presente Nuestro Señor
Jesucristo.
Todos comprenden cómo en estas opiniones y en
otras semejantes, que se van divulgando, reciben gran daño la fe y el culto de
la divina Eucaristía.
Así, pues, para que la esperanza suscitada por el
Concilio de una nueva luz de piedad eucarística que inunda a toda la Iglesia , no sea frustrada
ni aniquilada por los gérmenes ya esparcidos de falsas opiniones, hemos
decidido hablaros, venerables hermanos, de tan grave tema y comunicaros nuestro
pensamiento acerca de él con autoridad apostólica.
Ciertamente, Nos no negamos a los que divulgan
tales opiniones el deseo nada despreciable de investigar y poner de manifiesto
las inagotables riquezas se tan gran misterio, para hacerlo entender a los
hombres de nuestra época; más aún; reconocemos y aprobamos tal deseo; pero no
podemos aprobar las opiniones que defienden, y sentimos el deber de avisaros
sobre el grave peligro que esas opiniones constituyen para la recta fe.
Pablo VI (Mysterium Fidei)
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