Oh María, Madre la más
misericordiosa, al tiempo que me ves de rodillas ante tu amado Hijo Jesús en
este adorable Sacramento, ¡cuánta falta me hace tu santo socorro!… Mi deseo, oh
dulcísima Madre, es tener amor verdadero, ardiente, fuerte, puro y perseverante
a tu carísimo Hijo Jesús y retribuirle en algo el amor que nos muestra en el
Sagrario… ¡Pero todavía sigo bien atrasado!… No consigo hacer realidad mi
deseo… ¡Oh María, ojalá tuviera yo en mi pecho tu Corazón en lugar de éste tan
frío e ingrato!… ¡Qué gran hora de amor pasaría con mi amante prisionero amado,
Jesús!… O si, aunque nada más sea, tuviera la ventura de oír tus tiernos
acentos dictarme una lección de amor… Palabras que sean otras tantas llamas del
amor vivo que abrasa tu Corazón maternal… Palabras que queden impresas en mi
corazón y me enseñen a amar al Jesús tuyo y mío… ¡Cuán contento estaría!… ¡Cuán
feliz sería!…
—Hijo amado mío,
¿piensas que tan maternal Corazón como me dio Jesús sufra alargarte la espera
de aquello que deseas y piensas, especialmente cuando tanto convenimos en el
pensar y en el desear?… ¿Y no es éste mi ideal: que aprendas a amar a mi
carísimo Hijo Jesús como le es debido en este Sacramento?… Hijo mío, yo soy la
Maestra divina del amor hermoso. Quien me hallare hallará la vida, porque halla
a Jesús que es la misma Vida… Así pues, hijo amado, préstame atención y aprende
cómo dar a Jesús tu buena parte de lo que Él en este Sacramento más atesora y
más prodiga: Amor. Escúchame… Entiéndeme bien. Compartamos algunos momentos
aquí, delante de nuestro Jesús. Quiero hacerte don y revelación de mi Corazón,
con cuya posesión y conocimiento lo ames como yo…
—¡Oh María, carísima
Madre mía, cuánto deseo saber cómo amaste a Jesús, para poder amarlo yo contigo
y a tu manera y en tu medida!…
—Hijo mío, si bien eso
excede tu capacidad, porque todos los amores de los Santos y Ángeles juntos no
tienen comparación con el mío; de todas maneras, nada temas… Si yo, siendo tu
madre, te invito como hijo mío a amar conmigo a Jesús, nuestro amor de madre e
hijo han de fundirse en uno… ¿Y no sabes que todo cuanto tengo es tuyo, hijo
mío?… Tuyo es también, por ende, mi amor a Jesús… Íntegro y pleno lo paso a tu
posesión para que tú lo des de parte tuya a Jesús en este Sacramento… Y esto
requiere que de algún modo sepas cómo y cuánto amé a Jesús, que está ante
nosotros en el Sagrario.
—Dime, pues, oh Maestra
Divina de Amor, cómo y cuánto amaste tú a Jesús tu Hijo, para que contigo lo
ame.
—Escúchame, hijo mío,
entérate de qué tesoros de amor dotó mi Corazón Aquel que me escogió para Hija,
Madre y Esposa, y aprende a amarlo tú también. Apenas estaba yo en los
comienzos de la vida, sin ver aún la luz del mundo, cuando en mi tierno
corazoncito refulgió cual sol de mediodía el divino amor. Y refulgió con un
grado de dulzor, júbilo, beatitud y Gracia comparable al de un alma que, recién
entrada en el Paraíso, se encuentra por primera vez ante Dios. Ahora, dentro de
mí, me parece ver al Amado de mi Corazón y oír sus dulces acentos decirme:
«Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, inmaculada mía,
esposa mía toda conforme a mi Corazón… ¡Ven, porque eres tú la elegida de mi
amor, de mi trono y de mi reino!…» Hijo mío, no puedes hacerte idea del ímpetu,
la ternura, la integridad y la fuerza de este primer acto de caridad de mi
Corazón para mi Amado; pero dispón tú mismo de este corazón, que te lo doy, y
ama con él a mi Jesús en el Sagrario. Mi alma al eco de su voz había quedado
desmayada y perdida en Él, que, mientras tanto, me formaba el Corazón con amor,
dulzura y misericordia, para que sólo con estas tres virtudes se sustentase y
de ellas viviese… Desde ese momento mi alma no olvidó jamás a su Amado ni faltó
mi Corazón un instante a tributarle los afectos más enardecidos…
Hijo mío: una vez que
también tú estés consciente del amor que mi divino Hijo te tiene en este
adorable Sacramento, ten por asegurado que tu alma nunca lo olvidará, ni
faltará jamás tu corazón a ofrecer actos de caridad a tan grande amador… Y yo,
hijo, te doy mi alma y mi Corazón; válgante para siempre recordar y querer a
nuestro amado Jesús… ¿No estás contento?…
—¡Oh Madre del Amor
Divino! ¿Podría no estarlo cuando amo a mi Jesús con tu propia alma y con tu
Corazón maternal?… Ya mismo y en unión contigo le ofrezco en la Sagrada Hostia
aquel primer acto precioso de caridad con el cual lo amó tu tierno Corazón ni
bien comenzó a conocerlo: «Sí, Jesús, delicia de mi corazón en este Sacramento
de Amor, con María, Madre mía y tuya hoy me acerco a ti sin temor, sin rubor, y
sin duda alguna de que me recibirás gustoso en tus brazos, me estrecharás
contra tu Corazón divino, y aceptarás mi amor. Tu Madre me ha dado su Alma y su
Corazón: a ti pertenecen como hechuras tuyas, mas también a mí como regalos de
mi Madre para amarte. «Ofrézcote, pues, oh Jesús, el Corazón de mi amada Madre
María. Te ofrezco el acto de caridad que elevó a ti como a su Dios al conocerte
por primera vez, recién creada; aquel acto que sobrepasó todo el ardor de los
Serafines del Cielo. Te doy, oh Jesús, los pensamientos puros e inocentes de su
alma inmaculada; te doy también los afectos tiernos, los suspiros amorosos, los
ardores ignipotentes, los deliquios de gozo y los éxtasis de dulzor con que se
unió a ti su Corazón como comenzase a latir… «Todo ello, oh Jesús, quiero
aplicarlo para compensarte por el decepcionante desamor que te opuse en mi
corazón infantil al recibir mi noción inaugural de quién eres y rehusarme a
volar a tus brazos con afectos puros, inocentes e inmaculados cuales los tenía,
prefiriendo apegarme a las criaturas y alejarme de ti… Oh Jesús, me aflige y
desuela aquel tiempo desperdiciado, la más hermosa estación de mi vida, cuando
habría podido amarte con angelical limpidez, pureza e inocencia… ¡Pero lo
perdido lo he recuperado en mi Madre misericordiosa María!… Sus afectos puros,
inocentes e inmaculados son míos, oh Jesús… Yo te los ofrezco en reparación por
la falta de amor que obscureció el amanecer de mi vida…»
Carísimo hijo: Jesús ha
aceptado con placer de tus manos el primer amor de mi Corazón en reparación del
desamor que le opusiste cuando tu edad te habría permitido ofrecerle afectos
angelicales. Sigue escuchándome, para conocer un amor más ardiente y perfecto
que podamos dar juntos a nuestro Jesús en este Sagrario de Amor.
Mi querido hijo, si el
primer acto de caridad de mi Corazón fue un río de fuego, en adelante, según yo
fuese conociendo siempre mejor a Dios, ese río se hizo mar de caridad… Porque
el Espíritu Santo, Espíritu de caridad, descendió en mi alma, puso en mi
Corazón su trono y me escogió para Esposa, dotándome de tan grandes regalos,
dones y gracias, que mi alma terminó como perdida en un océano de amor. Tan
límpida y pura quedé entonces, tan santificada, flamígera y refulgente, tan
ligada y unida a Dios, que mi Corazón y mi alma con todos sus pensamientos y
deseos no pudieron ser más jalados por Él… Así el Espíritu Santo me preparó
para aquel feliz momento cuando hubo de cumplir en mi purísimo seno la unión
del Hijo de Dios con la naturaleza del hombre y hacerme su madre.
—María, Madre mía
divina, ¿puedes dar a esta alma ignorante alguna idea del célico ardor que
incendió tu Corazón cuando concebiste a Jesús, tu Redentor?… ¿Puedes decirme
qué llamas de amor abrasaron tu Corazón cuando, al humanarse, el Hijo de Dios
comenzó a habitar en ti? ¿Qué fue para ti que este mismo Jesús a quien estamos
amando juntos en el Sagrario hiciera de ti su Tabernáculo Viviente? ¿Puedes
decirme qué sentiste dentro de tu Corazón purísimo en el momento cuando el
Espíritu Santo formó de tu sangre el Cuerpo de Jesús y tú recibiste el título
de Madre divina suya?… ¿Puedes decírmelo, oh María?
—Sí, hijo mío… hasta
donde puedas entenderme, voy a decírtelo… de manera que con este mismo ardor
ames conmigo a Jesús en este Sacramento. Hijo mío: ni ojo vio ni oído oyó ni la
mente humana concibió ni corazón creado pudo sentir jamás tal gozo, tal júbilo,
tal celeste encanto, cual sentí yo al concebir al divino Verbo… Mi cuerpo se
convirtió en un sagrario viviente del Hijo de Dios… Yo fui la celda del
Prisionero del Amor! ¡El Dador de mi vida comenzó a vivir de ella! Y, puesto
que la vida tiene su núcleo en el corazón, la de Jesús lo tuvo en el mío… Aquí
realmente mi Amado fue todo mío y también yo toda suya… Ahora, hijo mío, puedes
entender cuán acertada estuve cuando al elogio de mi prima Isabel respondí
jubilosa Magníficat: «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu está
transportado de gozo en el Dios Salvador mío», porque Jesús, el Hijo de Dios,
la Dulzura y Gracia mismas, el mismo Amor y Venturanza, me escogió para
Sagrario viviente suyo…
—¡Oh María, Madre
divina de Jesús mi Redentor! ¡Oh Sagrario viviente aparejado por el Espíritu
Santo con gracias y santidad para acoger al Hijo de Dios y darle nuestra
naturaleza humana! Dame tu lengua y cantaré tu Magníficat, la alabanza que
corresponde a Jesús por el maravilloso amor que te tuvo…
—Bien, hijo mío; para
que te deshagas en sus loas conmigo, entremos, siguiendo la invitación del
Profeta David, en el pabellón de Jesús. Allí rindámosle, con una sola voz,
adoración, bendición y gracias por la gran merced que me hizo cuando le plugo
mirar a mi pobreza, la de su esclava, y escogerme para sagrario viviente donde
moraría al hacerme su Madre. Pero, entre tanto, hijo mío, no olvides la gracia
que hizo tuya con tanta reiteración… ¿Cuántas veces, alma mía, desde este
Sagrario de Amor Él te escogió también a ti para morada en la Santa Comunión?…
Y si este Jesús se rebajó hasta ocultar toda su natura divina al escogerme para
sagrario suyo humanándose en mi seno, más aún se rebaja al escogerte a ti para
morada en la Comunión… No sólo oculta su naturaleza divina, mas también la
humana… Al venir a mí humanándose, se rebajó y se hizo hombre; al llegar
sacramentado a ti, rebajóse más y se hizo tu alimento bajo la especie del pan.
¡Ah, hijo mío, por tan
maravillosa gracia bien puedes adorar, agradecer y enaltecer a Jesús!…
Arrimémonos entonces a mi Hijo, que está como Hostia Viva en el Sagrario, y
canta tú su alabanza como yo lo hice ante Isabel; porque el mismo que santificó
a San Juan su Precursor al ser alabado por mí, al serlo por ti santificará tu
alma con mi cooperación.
—Sí, Señora, con tu
lengua agradezco y enaltezco a Jesús por el maravilloso amor que me ha mostrado
en este Sacramento, especialmente en la Santa Comunión, cuando con tanta
humillación se hace uno con mi alma: «Mi alma te glorifica, oh Jesús
Sacramentado, Señor mío, y mi espíritu está transportado de gozo en ti, Dios
Salvador mío, porque amor mayor del que en este Sacramento me has mostrado,
jamás pudiste mostrarme. Bajaste hasta la pobreza y miseria de mi alma, te
hiciste tantas veces uno conmigo en este Sacramento y me hiciste
bienaventurado, como me llama toda la milicia de los Ángeles, que no tienen mi
ventura.
«Oh Jesús, tú
verdaderamente has hecho en mí cosas grandes en este Sacramento de Amor: sea
por ello santificado tu nombre… Y de siglo en siglo, de generación en
generación, siempre amantísimo, igual misericordia mostrarás a cuantos te aman
y te dan la reverencia y adoración que mereces como Dios verdadero.
«Oh Jesús, en este
Sacramento hiciste alarde del poder de tu brazo omnipotente, porque en él
reuniste las maravillas más grandes y con él nos has dado fortaleza formidable
para no sucumbir y sí vencer al combatir a los soberbios enemigos de nuestra
alma.
«Oh Jesús: humilde de
corazón, derribaste de sus tronos del Cielo a aquellos enemigos nuestros cuya
soberbia no toleraste; y aquí, manso de corazón en el Sagrario, ensalzas a
cuantos se te acercan humildes; a ti los atraes, contra tu pecho los abrazas, y
en ti les descubres su Paraíso.
«Desde aquí, oh Jesús,
colmas de los bienes de tu Gracia a quienes como yo están en la pobreza y en la
miseria; pero despides vacíos a cuantos se acercan a ti enceguecidos por la
vanidad y riqueza del mundo. «En este Sacramento, oh Redentor mío Jesús,
cumpliste con creces lo que dijeras a Abrahán y a todos los que hubieron de
brillar por su fe viva, porque, acordántote de tu misericordia, diste a tu
Pueblo más que redención del cautiverio: lo recibiste en tus brazos, como una
madre benignísima, para mantenerlo con tu Cuerpo y con tu Sangre.»
—Oh Jesús: uno esta
alabanza a la de tu Madre María, a aquel Magníficat que cantó en casa de
Zacarías delante de Santa Isabel. Quisiera también, oh amado Jesús, tener todas
las lenguas humanas y angélicas para pasarme la vida entera enalteciéndote con
la Virgen María por el amor de maravilla que me patentizas cada vez que desde
este adorable Sacramento, humillándote tanto, vienes a mí y te haces uno con mi
alma…
—¡Oh María, ama tú a
Jesús Sacramentado en mi lugar, que mi corazón no es capaz!…
Hijo, todavía te falta
afinar la noción de los nuevos incentivos que tienes para amar siempre más a
Jesús en este Sacramento. Sigue escuchándome… Aprende de mí a amar mejor a
Jesús.
—Madre de Amor, tal
ansío vivamente obtener de ti, porque, si de amar a Jesús se trata, eres de
verdad mi vida, mi dulzura y mi esperanza. Extiéndete, pues, sobre el amor tuyo
a Jesús, que contigo yo le daré uno de hijo tuyo mientras colija de tus
palabras mi obligación.
—Hijo mío, destierra de
tu mente todo pensamiento que no sea de Jesús. Desecha todo afecto mundano de
tu corazón. Concentra conmigo todo tu amor en Jesús para captar mejor adónde
llegó mi ardor materno. Yo amé a Dios con un acto de caridad seráfica al conocerlo
ni bien me creó… y este amor siempre aumentó en mí, y se hizo un caudaloso río
cuando Jesús me escogió para madre y tomó vida humana de mí… ¡qué océano de
amor ardiente, entonces, bramó dentro de mí cuando vi a mi Hijo nacido en la
gruta de Belén… y cuando por primera vez lo alcé… lo estreché contra mi
Corazón… y sobre éste latió el suyo divino!… Si por reclinar la cabeza sobre el
Corazón divino de Jesús en la Última Cena, San Juan Evangelista se encendió de
un amor tan singular, que le valió la designación de APÓSTOL DE LA CARIDAD,
puedes hacerte alguna idea del océano de amor abrasador que me invadió cuando
en dulcísimo arrobo estreché en brazos al Niño Jesús, mi carísimo Hijo… ¡Nunca
dos corazones se han amado ni se amarán tan entrañablemente como el mío y el de
Jesús!…
—Oh María, ¿cómo podré
jamás comprender ese amor que conoció tu Corazón cuando estabas en la gruta de
Belén?… ¿Cuántas veces, aparecida a tus Siervos, les pusiste el Niño Jesús en
los brazos, y un milagro les hizo falta para no morir traspasados de una saeta
de amor?… ¿Cómo podré entonces comprender qué amor materno sintieras por tu
Hijo Jesús al estrecharlo en tu pecho y darle en su frente el tiernísimo primer
ósculo?… ¿Puedes, carísima Madre mía, esclarecerme más ese amor de maravilla
para yo ofrecerlo contigo a Jesús Sacramentado?…
—Escúchame, hijo mío…
Siéndote inaprensible en sí mismo el amor de Jesús a mí su Madre, no te digo
que claves tu mirada en él. Pero para que de él percibas algunas chispas, mira
sus efectos en todas las obras que mi Hijo hizo conmigo y los dones y gracias
con los que me ornó. Mira con qué enternecimiento daba sustento a Jesús con mi
leche virginal, con los ojos puestos en su rostro divino, contemplando su
grandeza y mi miseria… Contempla los arranques de amor que tenía cuando Jesús,
algo más avanzado en edad, yacía sobre mi brazo izquierdo, y cuando se
adormecía reclinando la cabeza en mis hombros, rodeándome el cuello con sus
bracitos, mientras yo sentía su Corazón divino latir sobre el mío con ímpetus
de amor… Lo que yo sentía en aquellos momentos, lo que experimentaba mi
Corazón, no hay madre que lo pueda comprender: ¡ninguna tuvo hijo como el mío!
—¿No puedes, oh María,
esclarecerme ese amor? ¡Cuánto deseo esta gracia, Madre misericordiosa mía!…
—Contempla un poco mi
Corazón materno. Junta, hijo mío, cuanto amor natural diera Dios a todas las madres
por su prole: no habría amor humano mayor… Pero tendría límites; habría un
grado de intensidad en el que debería detenerse. En cambio mi amor a mi Hijo
Jesús excede el de todas las madres juntas… Por intenso que sea, no se detiene
en grado alguno, porque aumenta hasta abismarse en el amor a Dios… Entiéndeme
bien, hijo: a diferencia del amor de las demás madres por su prole, el mío por
Jesús no está repartido, sino todo concentrado en Él… Por otra parte, una madre
necesita amar muchas cosas al margen de su hijo; y en primer lugar a su alma y
a Dios. Mío es, empero, un privilegio amoroso que ninguna otra madre tiene: ¡mi
Jesús es Dios: no puedo amarlo demasiado!… ¡Y cuánto lo amo como al Dios que
es! Ponte a sumar todo el amor que le dan los Santos en la tierra y en el
Cielo… Suma todo el amor que le dan los Ángeles, incluido su coro más ardiente,
el de los Serafines… Pues la suma de tantos y tales amores no se compara con el
mío.
¿Ves, hijo amado mío?
Jesús me hizo capaz de darle a Él, como encarecidísimo Fruto de mis entrañas,
esta universalidad de amores maternos, humanos y angélicos elevada al grado
supremo.
—¡Madre amada mía, tu
amor a Jesús me apabulla y lo veo incomprensible!…
—Más incomprensible lo
verás, hijo mío, si supieras que desde Belén mi amor a Jesús aumentaba tanto
por día, que se hacía imposible de comparar en intensidad y magnitud con el
amor de la víspera… ¿Y cómo podría ser de otro modo, hijo mío?… La hermosura,
la dulcedumbre y la gracia de Jesús me despertaban nuevo enamoramiento cada
día… El amor pasó a ser la vida de mi Corazón. Si yo dormía, velando estaba mi
Corazón, porque Jesús no se retiraba de mi mente…
Veo cómo echaba a andar
y corría a mi pecho con ojos llenos de amor, dulce sonrisa y brazos abiertos…
Yo lo alzaba y Él con un arranque de amor me abrazaba, me besaba, y dulcemente
me llamaba Mamá… ¡Aquí, hijo mío, mi amor culminaba en un luminoso incendio, en
un océano, en un abismo y en un embeleso! ¡Hijo amado mío, no hay palabras
humanas aptas para expresarlo!…
—Oh María, Madre mía, a
tus pies confieso que tú eres la verdadera Madre del Amor. ¡Confieso que a tu
amor no hay quien pueda comprenderlo!…
—Y cuanto más crecía
Jesús, hijo mío, tanto más dulce se hacía… Y su dulzor encendía y abrasaba mi
Corazón siempre más… Considera simplemente que a quienes veían la sola figura
humana de Jesús, los embelesaba y les disipaba toda aflicción, pena y
preocupación por su hermosura y gracia, que se veían forzados a proclamar; a Él
acudían en sus tribulaciones, sabiendo que su suavísima mirada les equivalía a
consuelo inmediato… Siendo así, no te asombre que yo no pudiese vivir alejada
de Jesús, el encanto de mi Corazón… Por eso me ves a su lado o siguiendo sus
pasos, en Caná de Galilea, en Betania, en Samaria, Cafarnaún, Jerusalén, o las
ciudades de Judea. No me cansaba el largo caminar y peregrinar, no me
molestaban los gentíos, porque mi único pensamiento era ver a Jesús; mi solo
deseo, estar con Jesús; la vida de mi Corazón, amar a Jesús… ¿Y no es verdad,
hijo mío, que tú deseas amar a Jesús en este Sacramento con el fervor que me es
propio?…
—Lo deseo, sí, oh
María, ¿pero cómo haré? ¡No veo como pueda!
—Puedes, hijo mío, no
te desesperances. Por ti, que eres mi hijo, yo ofreceré este amor mío a Jesús
en el Sagrario; conmigo ofrece tú el tuyo pequeño…
Ofrezcámoslos juntos:
Jesús aceptará mi amor maternal y el tuyo filial como si fueran uno. ¿No estás
contento?…
—¡Puedes pensar si no
lo estaré, oh María!
—Acércate entonces
conmigo a las plantas de Jesús, guarda silencio… escúchame… y confirma mis
palabras en tu corazón: «Carísimo Hijo mío Jesús que por amor de la humanidad
estás presente en este Sacramento ansiando el amor de las almas redimidas con
tu Sangre, aquí te traigo una que suspira por amarte muy mucho… Pero la pobre
está apenada de no arder por ti según desea. ¿No estás contento, sin embargo,
amado hijo mío, de que yo te ofrezca
todo el amor que te tuve en tu vida entera, el amor que acabo de explicarle y
que desea tenerte conmigo?…
Carísima Madre mía
María, ¡no sé cómo comenzar a agradecerte el amor tan particular que me
tienes!… Sólo atino a prometerte perpetua fidelidad y amor como a quien eres la
Madre del Amor y mi Madre misericordiosa.
—Y también, hijo mío,
te mantendrás fiel a Jesús en este Sacramento y enamorado del Objeto único de
tu amor… Y me imitarás en mi amor a Jesús Sacramentado.
—Oh María, ¿cómo podré
imitarte en ese amor desconociéndolo? ¡Cómo quisiera, Madre misericordiosa mía,
una lección tuya al respecto!…
—Hijo, tu deseo es mío:
que comiences a amar a Jesús en este Sacramento según sus méritos y mi ejemplo.
Ten presente, entonces, hijo mío, que Jesús se quedó en esta tierra en el
adorable Sacramento del Altar concentrando sus miras en mí, aunque eso no le
impidiera extenderlas a la humanidad toda. Suyo por mí, lo mismo que mío por
Él, tanto amor cupo y hubo, cuanto nunca podría caber ni haber en el resto de
la especie. Luego, fue eminentemente por mí que Él instituyó este Sacramento de
Amor… A fuerza de tanto amar a Jesús en su vida, Él mismo se hizo substancia y
subsistencia para mi vida… ¿Cómo habría podido yo sobrevivir desterrada tantos
años si, ascendido al Cielo, mi Hijo me hubiera faltado en el Sacramento del
Amor?…
Hijo mío, te dejo ahora
ponderar el modo y grado en que Jesús era mi vida en este Sacramento… Entra con
el espíritu en el Cenáculo donde tuvieron sus albores los misterios
eucarísticos… Ya celebrase Misa San Pedro, o mi carísimo hijo Juan, o Santiago…
Allí siempre estaba yo de hinojos entre mis amados, los primeros cristianos… ¡Con
qué fervor y entusiasmo anticipaba el descenso de mi
Hijo Jesús al Altar
como nuestra amorosa Víctima!… ¡Cómo se fundían ahí los corazones de hijo y
madre!… ¡Cómo aguardaba el gran momento de recibir en mi pecho a mi amado
Hijo!… Por un lado, el amor me hacía volar por unirme a Él; por otro lado, el
pensamiento de su grandeza y santidad me escalofriaba… ¡Veía mi miseria indigna
no sólo de recibirlo, sino hasta de hollar la tierra santificada con su
presencia!…
—¡Qué diferencia,
María, entre tus comuniones y las mías!… Si tú te veías indigna de recibir a
Jesús, ¿qué diré de mí mismo?…
—¿Y quién sería jamás
digno de recibir a Jesús?… ¡Su santidad y grandeza infinitas a nadie dejan
capaz de recibirlas con adecuación!… Pero ten por cierto, hijo mío, que lo complacerás
acercándote a Él con humildad y amor. Hazle ofrenda de la humildad y del amor
con que yo lo recibía, y lo complacerás más aún.
—Madre misericordiosa
mía, ¿de qué modo manifestaré mi amor a Jesús en este Sacramento?…
—Siguiendo mi ejemplo,
el de tu Madre amada. Tras la Ascensión de Jesús al Cielo, pasé mi vida a sus
propios pies en este Sacramento de Amor. Yo fui la adoratriz perpetua de Jesús
Sacramentado. ¡Qué de gracias me infundía mi Hijo Jesús en mis adoraciones!…
¡Con qué dilección filial contentaba el Corazón de su Madre!… Cual dictaban mis
anhelos, tal lo veía yo en el Sagrario… ya como nació en la gruta de Belén… ya
en su infancia… o en la edad cuando se me perdió… ora joven… ora en cada etapa
de la Pasión… o bien en la gloria de su Resurrección…
Hijo mío: lo que yo
veía con mis ojos, tú puedes traerlo a tu mente con fe viva, y contemplar a
Jesús, en el Sagrario, o expuesto para ser adorado, o en la Comunión, tal como
se me aparecía a mí…
—Oh María, tú realmente
eres la adoratriz más perfecta y digna, la verdadera Maestra de cuantos, siglo
tras siglo, se harían devotos cabales de Jesús Sacramentado!
—Hijo, sé también tú
adorador verdadero y devoto cabal de mi amado Jesús en el Santísimo Sacramento.
Esté tu mente siempre puesta en el Sagrario. Dondequiera que ores, recógete
aquí con Jesús. Envía con tu Ángel Custodio frecuentes actos de caridad, fe y
esperanza a tu Prisionero amoroso… Dondequiera que divises una iglesia donde Él
esté hospedado en el Santísimo, envíale un acto de caridad, de desagravio y de
comunión espiritual…
¡Ah, hijo mío, si
supieras el bien que se esconde en estas prácticas; si supieras las gracias que
te pueden atraer; si supieras el gusto que dan a Jesús y placer a mi Corazón,
seguro que nunca las omitirías!… Y no las creas difíciles. Al primer poco de
atención que prestas… Jesús ya te da verdadero amor a Sí mismo presente en el Sagrario.
¿Y después? ¡Después tu corazón irá por sí solo a encontrar el objeto de su
amor!
—Oh María, agradecido
te prometo cumplir con todo lo que tan amorosamente me has prescrito. De hoy en
más, nunca olvidaré a tu amado Hijo Jesús en este adorable Sacramento. Vendré
frecuentemente al Sagrario a visitarlo y, cuando estuviere impedido de hacerlo
con el cuerpo, vendré con el alma para ofrecerle asiduo todos mis pensamientos,
deseos y afectos, la plenitud de mi amor.
—Y de ese modo,
carísimo hijo mío, tú serás todo de Jesús Sacramentado, como todo tuyo es Él en
el Sagrario. Y así Jesús formará en tu alma su amor divino, aquel amor que te
hará feliz en esta vida, en el punto de la muerte y en la eternidad. Y para que
así se te cumpla, hijo mío, antes de alejarte de este lugar sagrado ofrece a tu
amado Jesús tu corazón con todos sus afectos, por este momento y por tu vida entera.
—Sí, amada Madre de
Jesús y mía, antes de retirarme de la presencia de mi prisionero amoroso, le
ofrezco mi corazón con todos sus afectos; y tú ratifícame este ofrecimiento:
«Oh Jesús, carísimo y
amadísimo Hijo de mi Madre misericordiosa la Virgen María, estoy para alejarme
de tu presencia real en este Sacramento, pero si me alejo de cuerpo, no lo haré
de intención. Por las manos de María dejo mi corazón en el Sagrario contigo. Tú
eres mi único Tesoro, y si, como tú mismo dijiste: “el corazón está donde su
tesoro”, de hoy en más el núcleo de mi vida estará en el Sagrario. Yo me voy,
me alejo de este lugar, pero mi corazón está aquí y aquí quedará, y no se mudará
sino a la tumba, para pasar a amarte, oh Jesús, y gozarte en la eternidad»…
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