En la Última Cena,
Jesús dona su Cuerpo y su Sangre mediante el pan y el vino, para dejarnos el
memorial de su sacrificio de amor infinito. Con este “viático” lleno de gracia,
los discípulos tienen todo lo necesario para su camino a lo largo de la historia,
para hacer extensivo a todos el Reino de Dios. Luz y fuerza será para ellos el
don que Jesús hizo de sí mismo, inmolándose voluntariamente sobre la cruz. Y
este Pan de vida ¡llegó hasta nosotros! Ante esta realidad el estupor de la
Iglesia no cesa jamás. Una maravilla que alimenta siempre la contemplación, la
adoración, la memoria. Nos lo demuestra un texto muy bello de la Liturgia de
hoy, el Responsorio de la segunda lectura del Oficio de las Lecturas, que dice
así: ‘Reconozcan en este pan, a aquél que fue crucificado; en el cáliz, la
sangre brotada de su costado. Tomen y coman el cuerpo de Cristo, beban su
sangre: porque ahora son miembros de Cristo. Para no disgregarse, coman este
vínculo de comunión; para no despreciarse, beban el precio de su rescate’.
Nos preguntamos: ¿qué
significa, hoy, disgregarse y disolverse?
Nosotros nos
disgregamos cuando no somos dóciles a la Palabra del Señor, cuando no vivimos
la fraternidad entre nosotros, cuando competimos por ocupar los primeros
lugares, cuando no encontramos el valor para testimoniar la caridad, cuando no
somos capaces de ofrecer esperanza. La Eucaristía nos permite el no
disgregarnos, porque es vínculo de comunión, y cumplimiento de la Alianza,
señal viva del amor de Cristo que se ha humillado y anonadado para que
permanezcamos unidos. Participando a la Eucaristía y nutriéndonos de ella,
estamos incluídos en un camino que no admite divisiones. El Cristo presente en
medio a nosotros, en la señal del pan y del vino, exige que la fuerza del amor
supere toda laceración, y al mismo tiempo que se convierta en comunión con el
pobre, apoyo para el débil, atención fraterna con los que fatigan en el llevar
el peso de la vida cotidiana.
Y ¿qué significa hoy
para nosotros “disolverse”, o sea diluir nuestra dignidad cristiana? Significa
dejarse corroer por las idolatrías de nuestro tiempo: el aparecer, el consumir,
el yo al centro de todo; pero también el ser competitivos, la arrogancia como
actitud vencedora, el no tener jamás que admitir el haberse equivocado o el
tener necesidades. Todo esto nos disuelve, nos vuelve cristianos mediocres,
tibios, insípidos.
Jesús derramó su Sangre
como precio y como baño sagrado que nos lava, para que fuéramos purificados de
todos los pecados: para no disolvernos, mirándolo, saciándonos de su fuente,
para ser preservados del riesgo de la corrupción. Y entonces experimentaremos
la gracia de una transformación: nosotros siempre seguiremos siendo pobres
pecadores, pero la Sangre de Cristo nos librará de nuestros pecados y nos restituirá
nuestra dignidad. Sin mérito nuestro, con sincera humildad, podremos llevar a
los hermanos el amor de nuestro Señor y Salvador. Seremos sus ojos que van en
busca de Zaqueo y de la Magdalena; seremos su mano que socorre a los enfermos
del cuerpo y del espíritu; seremos su corazón que ama a los necesitados de reconciliación
y de comprensión.
De esta manera la
Eucaristía actualiza la Alianza que nos santifica, nos purifica y nos une en
comunión admirable con Dios.
Hoy, fiesta del Cuerpo
y la Sangre de Cristo, tenemos la alegría no solamente de celebrar este
misterio, sino también de alabarlo y cantarlo por las calles de nuestra ciudad.
Que la procesión que realizaremos al final de la Misa, pueda expresar nuestro
reconocimiento por todo el camino que Dios nos hizo recorrer a través del
desierto de nuestras miserias, para hacernos salir de la condición servil,
nutriéndonos de su Amor mediante el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.
Dentro de poco,
mientras caminaremos a largo de la calles, sintámonos en comunión con tantos de
nuestros hermanos y hermanas que no tienen la libertad para expresar su fe en
el Señor Jesús. Sintámonos unidos a ellos: cantemos con ellos, alabemos con
ellos, adoremos con ellos. Y veneremos en nuestro corazón a aquellos hermanos y
hermanas a los que fue requerido el sacrificio de la vida por fidelidad a
Cristo: que su sangre, unida a aquella del Señor, sea prenda de paz y de
reconciliación para el mundo entero.
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