CATEQUESIS DE SAN JUAN PABLO II DEL 05-04-89
1. Los símbolos de fe
más antiguos ponen después del artículo sobre la resurrección de Cristo, el de
su ascensión. A este respecto los textos evangélicos refieren que Jesús
resucitado, después de haberse entretenido con sus discípulos durante cuarenta
días con varias apariciones y en lugares diversos, se sustrajo plena y
definitivamente a las leyes del tiempo y del espacio, para subir al cielo,
completando así el «retorno al Padre» iniciado ya con la resurrección de entre
los muertos.
En esta catequesis vemos
cómo Jesús anunció su ascensión (o regreso al Padre) hablando de ella con la
Magdalena y con los discípulos en los días pascuales y en los anteriores la
Pascua.
2. Jesús, cuando
encontró a la Magdalena después de la resurrección, le dice: «No me toques, que
todavía no he subido al Padre; pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi
Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,17).
Ese mismo anuncio lo
dirigió Jesús varias veces a sus discípulos en el período pascual. Lo hizo
especialmente durante la última Cena, «sabiendo Jesús que había llegado su hora
de pasar de este mundo al Padre…, sabiendo que el Padre le había puesto todo en
sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía» (Jn 13, 1-3). Jesús
tenía, sin duda, en la mente su muerte ya cercana y, sin embargo, miraba más
allá y pronunciaba aquellas palabras en la perspectiva de su próxima partida,
de su regreso al Padre mediante la ascensión al cielo: «Me voy a aquel que me
ha enviado» ( Jn 16, 5): « Me voy al Padre, y ya no me veréis» (Jn 16, 10). Los
discípulos no comprendieron bien, entonces, qué tenía Jesús en mente, tanto
menos cuanto que hablaba de forma misteriosa: «Me voy y volveré a vosotros», e
incluso añadía: «Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque
el Padre es más grande que yo» (Jn 14, 28). Tras la resurrección aquellas
palabras se hicieron para los discípulos más comprensibles y transparentes,
como anuncio de su ascensión al cielo.
3. Si queremos examinar
brevemente el contenido de los anuncios transmitidos, podemos ante todo
advertir que la ascensión al cielo constituye la etapa final de la
peregrinación terrena de Cristo. Hijo de Dios, consubstancial al Padre, que se
hizo hombre por nuestra salvación. Pero esta última etapa permanece estrechamente
conectada con la primera, es decir, con su «descenso del cielo», ocurrido en la
encarnación Cristo «salido del Padre» (Jn 16, 28) y venido al mundo mediante la
encarnación, ahora, tras la conclusión de su misión, «deja el mundo y va al
Padre» (Cfr. Jn 16, 28). Es un modo único de «subida» como lo fue el del
«descenso» Solamente el que salió del Padre como Cristo lo hizo puede retornar
al Padre en el modo de Cristo. Lo pone en evidencia Jesús mismo en el coloquio
con Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo» (Jn 3,
13). Sólo Él posee la energía divina y el derecho de «subir al cielo», nadie
más. La humanidad abandonada a sí misma, a sus fuerzas naturales, no tiene
acceso a esa «casa del Padre» (Jn 14, 2), a la participación en la vida y en la
felicidad de Dios. Sólo Cristo puede abrir al hombre este acceso: Él, el Hijo
que «bajó el cielo», que «salió del Padre» precisamente para esto.
Tenemos aquí un primer
resultado de nuestro análisis: la ascensión se integra en el misterio de la Encarnación,
y es su momento conclusivo.
4. La Ascensión al
cielo está, por tanto, estrechamente unida a la «economía de la salvación», que
se expresa en el misterio de la encarnación y, sobre todo, en la muerte
redentora de Cristo en la cruz Precisamente en el coloquio ya citado con
Nicodemo, Jesús mismo, refiriéndose a un hecho simbólico y figurativo narrado
por el Libro de los Números (21, 4-9), afirma: «Como Moisés levantó la
serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado (es decir, crucificado)
el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna» (Jn 3,
14-1 5).
Y hacia el final de su
ministerio, cerca ya la Pascua, Jesús repitió claramente que era Él el que
abriría a la humanidad el acceso a la «casa del Padre» por medio de su cruz:
«cuando sea levantado en la tierra, atraeré a todos hacia mi» (Jn 12, 32). La
«elevación» en la cruz es el signo particular y el anuncio definitivo de otra
«elevación» que tendrá lugar a través de la ascensión al cielo. El Evangelio de
Juan vio esta «exaltación» del Redentor ya en el Gólgota. La cruz es el inicio
de la ascensión al cielo.
5. Encontramos la misma
verdad en la Carta a los Hebreos, donde se lee que Jesucristo, el único
Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, no penetró en un santuario hecho por
mano de hombre, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el
acatamiento de Dios en favor nuestro» (Heb 9, 24). Y entró «con su propia
sangre, consiguiendo una redención eterna: «penetró en el santuario una vez
para siempre» (Heb 9, 12). Entró, como Hijo «el cual, siendo resplandor de su
gloria (del Padre) e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su
palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se
sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (Heb 1, 3)
Este texto de la Carta
a los Hebreos y el del coloquio con Nicodemo (Jn 3, 13) coinciden en el
contenido sustancial, o sea en la afirmación del valor redentor de la ascensión
al cielo en el culmen de la economía de la salvación, en conexión con el
principio fundamental ya puesto por Jesús «Nadie ha subido al cielo sino el que
bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 13).
6. Otras palabras de
Jesús, pronunciadas en el Cenáculo, se refieren a su muerte, pero en
perspectiva de la ascensión: «Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con
vosotros. Vosotros me buscaréis, y adonde yo voy (ahora) vosotros no podéis
venir» (Jn 13, 33). Sin embargo, dice en seguida: «En la casa de mi Padre hay
muchas mansiones; si no, os lo habría dicho, porque voy a prepararos un lugar»
(Jn 14, 2).
Es un discurso dirigido
a los Apóstoles, pero que se extiende más allá de su grupo. Jesucristo va al
Padre (a la casa del Padre) para «introducir» a los hombres que «sin Él no
podrían entrar». Sólo Él puede abrir su acceso a todos: Él que «bajó del cielo»
(Jn 3, 13), que «salió del Padre» (Jn 16, 28) y ahora vuelve al Padre «con su
propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Heb 9, 12). Él mismo afirma:
«Yo soy el Camino; nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6).
7. Por esta razón Jesús
también añade, la misma tarde de la vigilia de la pasión: «Os conviene que yo
me vaya.» Sí, es conveniente, es necesario, es indispensable desde el punto de
vista de la eterna economía salvífica. Jesús lo explica hasta el final a los
Apóstoles: «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a
vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). Sí. Cristo
debe poner término a su presencia terrena, a la presencia visible del Hijo de
Dios hecho hombre, para que pueda permanecer de modo invisible, en virtud del
Espíritu de la verdad, del Consolador (Paráclito). Y por ello prometió
repetidamente: «Me voy y volveré a vosotros» (Jn 3. 28).
Nos encontramos aquí
ante un doble misterio: El de la disposición eterna o predestinación divina,
que fija los modos, los tiempos, los ritmos de la historia de la salvación con
un designio admirable, pero para nosotros insondable; y el de la presencia de
Cristo en el mundo humano mediante el Espíritu Santo, santificador y
vivificador: el modo cómo la humanidad del Hijo obra mediante el Espíritu Santo
en las almas y en la Iglesia -verdad claramente enseñada por Jesús- permanece
envuelto en la niebla luminosa del misterio trinitario y cristológico, y
requiere nuestro acto de fe humilde y sabio.
8. La presencia invisible
de Cristo se actúa en la Iglesia, también de modo sacramental. En el centro de
la Iglesia se así encuentra la Eucaristía. Cuando Jesús anunció su institución
por vez primera, muchos «se escandalizaron» (Cfr. Jn 6, 61), ya que hablaba de
«comer su Cuerpo y beber su Sangre». Pero fue entonces cuando Jesús reafirmó:
«¿Esto os escandaliza? ¿Y cuándo veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba
antes? El Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,
61-63) .
Ya Jesús habla aquí de
su ascensión al cielo cuando su Cuerpo terreno se entregue a la muerte en la
cruz, se manifestará el Espíritu «que da la vida». Cristo subirá al Padre, para
que venga el Espíritu. Y, el día de Pascua, el Espíritu glorificará el Cuerpo
de Cristo en la resurrección. El día de Pentecostés, el Espíritu sobre la
Iglesia para que, renovado en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo,
podamos participar en la nueva vida de su Cuerpo glorificado por el Espíritu y
de este modo prepararnos para entrar en las «moradas eternas», donde nuestro
Redentor nos ha precedido para prepararnos un lugar en la «Casa del Padre» (Jn
14, 2).
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