EXPOSICIÓN DEL SANTÍSIMO
CANTO EN HONOR AL SAGRADO CORAZÓN
MEDITACIÓN (con las palabras de BENEDICTUS PP. XVI, en el Vaticano, 15 de mayo de 2006):
Las palabras del profeta Isaías,
«sacaréis agua con gozo de los hontanares de salvación» (Isaías 12, 3), que dan
inicio a la encíclica con la
que Pío XII recordaba el primer centenario de la extensión a
toda la Iglesia de la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, no han perdido nada
de su significado hoy, cincuenta años después. Al promover el culto al Corazón
de Jesús, la encíclica «Haurietis aquas» exhortaba a los creyentes a abrirse al
misterio de Dios y de su amor, dejándose transformar por él. Cincuenta años
después, sigue en pie la tarea siempre actual de los cristianos de continuar
profundizando en su relación con el Corazón de Jesús para reavivar en sí mismos
la fe en el amor salvífico de Dios, acogiéndolo cada vez mejor en su propia
vida.
El costado traspasado del Redentor es el manantial al que nos invita a acudir
la encíclica «Haurietis aquas»: debemos recurrir a este manantial para alcanzar
el verdadero conocimiento de Jesucristo y experimentar más a fondo su amor. De
este modo, podremos comprender mejor qué significa conocer» en
Jesucristo el amor de Dios, experimentarlo, manteniendo fila mirada en
Él, hasta vivir completamente de la experiencia de su amor, para poderlo
testimoniar después a los demás. De hecho, retomando una expresión de mi
venerado predecesor, Juan Pablo II,
«junto al Corazón de Cristo, el corazón humano aprende a conocer el auténtico y
único sentido de la vida y de su propio destino, a comprender el valor de una
vida auténticamente cristiana, a permanecer alejado de ciertas perversiones del
corazón, a unir el amor filial a Dios con el amor al prójimo. De este modo --y
ésta es la verdadera reparación exigida por el Corazón del Salvador-- sobre las
ruinas acumuladas por el odio y la violencia podrá edificarse la civilización
del Corazón de Cristo» («Insegnamenti», vol. IX/2, 1986, p. 843).
SILENCIO
CANTO
MEDITACIÓN:
Conocer el amor de Dios en Jesucristo
En la encíclica «Deus caritas est» he citado la afirmación de la primera carta de san Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» para subrayar que en el origen de la vida cristiana está el encuentro con una Persona (Cf. n. 1). Dado que Dios se ha manifestado de la manera más profunda a través de la encarnación de su Hijo, haciéndose «visible» en Él, en la relación con Cristo podemos reconocer quién es verdaderamente Dios (Cf. encíclica «Haurietis aquas», 29-41; encíclica «Deus caritas est», 12-15). Es más, dado que el amor de Dios ha encontrado su expresión más profunda en la entrega que Cristo hizo de su vida por nosotros en la Cruz, al contemplar su sufrimiento y muerte podemos reconocer de manera cada vez más clara el amor sin límites de Dios por nosotros: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3, 16).
Por otro lado, este misterio del amor de Dios por nosotros no constituye sólo
el contenido del culto y de la devoción al Corazón de Jesús: es, al mismo
tiempo, el contenido de toda verdadera espiritualidad y devoción cristiana. Por
tanto, es importante subrayar que el fundamento de esta devoción es tan antiguo
como el mismo cristianismo. De hecho sólo se puede ser cristiano dirigiendo la
mirada a la Cruz de nuestro Redentor, «a quien traspasaron» (Juan 19, 37; Cf.
Zacarías 12, 10). La encíclica «Haurietis aquas» recuerda que la herida del
costado y las de los clavos han sido para innumerables almas los signos de un
amor que ha transformado cada vez más incisivamente su vida (Cf. número 52).
Reconocer el amor de Dios en el Crucificado se ha convertido para ellas en una
experiencia interior que les ha llevado a confesar, junto a Tomás: «¡Señor mío
y Dios mío!» (Juan 20, 28), permitiéndoles alcanzar una fe más profunda en la
acogida sin reservas del amor de Dios (Cf. encíclica «Haurietis aquas», 49).
Experimentar el amor de Dios dirigiendo la mirada al Corazón de Jesucristo
El significado más profundo de este culto al amor de Dios sólo se manifiesta cuando se considera más atentamente su contribución no sólo al conocimiento sino también y sobre todo a la experiencia personal de ese amor en la entrega confiada a su servicio (Cf. encíclica «Haurietis aquas», 62). Obviamente, experiencia y conocimiento no pueden separarse: la una hace referencia ala otra. Además , es
necesario subrayar que un auténtico conocimiento del amor de Dios sólo es
posible en el contexto de una actitud de oración humilde y de generosa
disponibilidad. Partiendo de esta actitud interior, la mirada puesta en el
costado traspasado de la lanza se transforma en silenciosa adoración. La mirada
en el costado traspasado del Señor, del que salen «sangre y agua» (Cf. Gv 19,
34), nos ayuda a reconocer la multitud de dones de gracia que de ahí proceden
(Cf. encíclica «Haurietis aquas», 34-41) y nos abre a todas las demás formas de
devoción cristiana que están comprendidas en el culto al Corazón de Jesús.
El significado más profundo de este culto al amor de Dios sólo se manifiesta cuando se considera más atentamente su contribución no sólo al conocimiento sino también y sobre todo a la experiencia personal de ese amor en la entrega confiada a su servicio (Cf. encíclica «Haurietis aquas», 62). Obviamente, experiencia y conocimiento no pueden separarse: la una hace referencia a
La fe, comprendida como fruto del amor de Dios experimentado, es una gracia, un
don de Dios. Pero el hombre podrá experimentar la fe como una gracia sólo en la
medida en la que él la acepta dentro de sí como un don, del que trata de vivir.
El culto del amor de Dios, al que invitaba a los fieles la encíclica «Haurietis
aquas» (Cf. ibídem, 72), debe ayudarnos a recordar incesantemente que Él ha
cargado con este sufrimiento voluntariamente «por nosotros», «por mí». Cuando
practicamos este culto, no sólo reconocemos con gratitud el amor de Dios, sino
que seguimos abriéndonos a este amor de manera que nuestra vida quede cada vez
más modelada por él. Dios, que ha derramado su amor «en nuestros corazones por
el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Cf. Romanos 5, 5), nos invita
incansablemente a acoger su amor. La invitación a entregarse totalmente al amor
salvífico de Cristo (Cf. ibídem, n. 4) tiene como primer objetivo la relación
con Dios. Por este motivo, este culto totalmente orientado al amor de Dios que
se sacrifica por nosotros, tiene una importancia insustituible para nuestra fe
y para nuestra vida en el amor.
SILENCIO
CANTO
MEDITACIÓN:
Vivir y testimoniar el amor experimentado
Quien acepta el amor de Dios interiormente queda plasmado por él. El amor de Dios experimentado es vivido por el hombre como una «llamada» a la que tiene que responder. La mirada dirigida al Señor, que «El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mateo 8, 17), nos ayuda a prestar más atención al sufrimiento y a la necesidad de los demás. La contemplación en la adoración del costado traspasado de la lanza nos sensibiliza ante la voluntad salvífica de Dios. Nos hace capaces de confiar en su amor salvífico y misericordioso y al mismo tiempo nos refuerza en el deseo de participar en su obra de salvación, convirtiéndonos en sus instrumentos. Los dones recibidos del costado abierto, del que han salido «sangre y agua» (Cf. Juan 19, 34), hacen que nuestra vida se convierta también para los demás en manantial del que manan «ríos de agua viva» (Juan 7, 38) (Cf. encíclica «Deus caritas est», 7). La experiencia del amor surgida del culto del costado traspasado del Redentor nos tutela ante el riesgo de replegarnos en nosotros mismos y nos hace más disponibles a una vida para los demás. «En esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Juan 3, 16) (Cf. encíclica «Haurietis aquas», 38).
La respuesta al mandamiento del amor se hace posible sólo con la experiencia
que este amor ya nos ha sido dado antes por Dios (Cf. encíclica «Deus caritas
est», 14). El culto del amor que se hace visible en el misterio de la Cruz,
representado en toda celebración eucarística, constituye por tanto el
fundamento para que podamos convertirnos en personas capaces de amar y
entregarse (Cf. encíclica «Haurietis aquas», 69), convirtiéndonos en
instrumentos en las manos de Cristo: sólo así podemos ser heraldos creíbles de
su amor. Esta apertura a la voluntad de Dios, sin embargo, debe renovarse en
todo momento: «El amor nunca se da por "concluido" y completado» (Cf.
encíclica «Deus caritas est», 17). La contemplación del «costado traspasado por
la lanza», en la que resplandece el voluntad sin confines de salvación por
parte de Dios, no puede ser considerada por tanto como una forma pasajera de
culto o de devoción: la adoración del amor de Dios, que ha encontrado en el
símbolo del «corazón traspasado» su expresión histórico-devocional, sigue
siendo imprescindible para una relación viva con Dios (Cf. encíclica «Haurietis
aquas», 62).
ACLAMACIONES EUCARÍSTICAS
BENDICIÓN FINAL CON EL SANTÍSIMO
No hay comentarios:
Publicar un comentario