La acción del Espíritu Santo se desarrolla en el
sacramento eucarístico, cima del encuentro personal entre Jesucristo y el
creyente, en orden a la plena apropiación de su santidad, a revestirse con
ella. Ciertamente, la Eucaristía extiende y hace presente toda la vida de
Cristo, aunque de manera especial destacamos el misterio de la Encarnación y la
Pascua, momentos constitutivos del misterio cristiano donde contemplamos la
acción del Espíritu Santo, tanto para tejer la veste humana del Salvador en el
seno de María, como para vivificar la humanidad muerta de Jesús y llamarlo al
estado glorioso de Señor.[1]
Efectivamente, en la Eucaristía entramos en
comunión con el Hijo de Dios hecho carne que santifica a los hombres, ya que
por medio de este admirable sacramento
“Cristo se vuelca en nosotros y
con nosotros se funde, cambiándonos y transformándonos en sí como una gota de
agua en un infinito océano de ungüento perfumado. Éstos son los efectos que
puede producir ese ungüento en los que lo encuentran: no sólo los vuelve
perfumados, no sólo les hace aspirar ese perfume, sino que transforma su misma
sustancia en el perfume de ese ungüento y nosotros nos volvemos el buen olor de
Cristo”.[2]
Así
lo expresa, sobre todo, la escuela alejandrina, tradición teológica de
raigambre joánica que interpreta la Eucaristía como prolongación del
acontecimiento de la Encarnación, subrayando la fe en la presencia real de
Cristo en el sacramento que, por medio de la comunión, asimila al creyente a sí
mismo,[3] e infunde en él el Espíritu y
la vida, de manera que “quien se une al Señor forma con Él un solo Espíritu” (1
Co 6, 17).
Por
otra parte, la escuela antioquena, al nutrirse fundamentalmente del pensamiento
paulino, manifiesta su riqueza doctrinal en la contemplación del misterio
Pascual, con lo cual, entiende la Eucaristía, eminentemente, como memorial del
acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo De esta manera, gracias a
la comunión eucarística, entramos en contacto, no sólo con el Verbo hecho
carne, sino también con el Cuerpo de Cristo, dador de vida a causa de su
resurrección. Ciertamente,
“con la ayuda de este memorial,
de estos símbolos y de estos signos, nos acercamos con dulzura y gozo al Cristo
resucitado de entre los muertos. Lo abrazamos, porque lo vemos resucitado y
esperamos participar en su resurrección”.[4]
Por lo
tanto, podemos comprender mejor el vínculo establecido entre la Persona de
Jesucristo, vivo y presente en la Eucaristía, y el Espíritu Santo. Claramente
esto se expresa en la tradición eucarística de origen latino –más interesada en
destacar el realismo cristológico del sacramento, la presencia de Cristo
resucitado que vive en el Espíritu (cf. 1 Pe 3, 18) por medio de las sagradas
Especies– con las tradiciones ortodoxa y protestante.
La maravillosa teología latina
que insiste en las palabras de la consagración eucarística,[5]
al mirar a Oriente, se enriquece contemplando el admirable sacramento en íntima
conexión con la invocación al Espíritu Santo y, en este sentido, son sugerentes
las dos epíclesis que suceden: una
sobre las ofrendas de pan y vino para que sean el Cuerpo y la Sangre de Cristo y la otra,
después de la consagración, sobre los que participan del misterio, para que se
transformen en el Cuerpo Místico de Cristo, para que sean una eucaristía con
Jesús. Nos interesa destacar la primera epíclesis,
pues
“el cuerpo de nuestro Señor era
desde el principio mortal, como el nuestro, pero con la resurrección se hace
inmortal e inmutable. Y cuando el pontífice declara que este pan y este vino
son el Cuerpo y la Sangre
de Cristo, revela que se han convertido en ellos por el contacto del Espíritu
Santo. Tiene lugar como en el cuerpo natural de Cristo, cuando recibió el
Espíritu y su unción. En este momento, cuando el Espíritu Santo sobreviene,
nosotros creemos que el pan y el vino reciben una especie de unción de gracia.
Y desde ese momento creemos que son el Cuerpo y la Sangre de Cristo,
inmortales, incorruptibles, impasibles por naturaleza, como el cuerpo mismo de
Cristo en la resurrección”.[6]
Esta intervención del Espíritu
Santo, unida a las palabras de la consagración, invita a considerar la riqueza
de la tradición ortodoxa. Así lo desarrolla la teología católica, que además de
vincular la Sangre derramada con el
don del Espíritu Santo, descubre la maravillosa acción conjunta que se da entre
Jesucristo y el Espírítu en el plan de salvífico de Dios; así pues, en el
momento de la epíclesis y de las
palabras del sacerdote, el Espíritu nos da a Jesús como en la Encarnación, tal
como, en el momento de la comunión, Jesús nos da su Espíritu igual que lo
hiciera al expirar en la Cruz (cf. Jn 19, 30)
y al presentarse resucitado a los suyos ( Jn 20, 22).[7]
Ciertamente, sólo la palabra de
Cristo en labios del ministro ordenado y la acción eficaz del Espíritu Santo,
son las que realizan el sacramento. No obstante, “la fe es necesaria para que
la presencia de Jesús en la Eucaristía sea, no sólo «real», sino también
«personal», esto es, de persona a persona”. De este modo, ponemos de relieve la
fe de la persona que se acerca a la Eucaristía y sobre la que obra el sacramentum caritatis.[8]
[1] Cf. CEC 648.
[2] N. Cabasilas, De Vita in Christo, IV, 3.
[3] Cf. San Cirilo de Alejandría,
In Ioannis evangelium, IV, 2; en el
mismo sentido, cf. San Cirilo de
Jerusalén, Catechesis Mystagogica,
IV, 3; tambien cf. San Agustín, Confessiones, VII, 10: “No serás tu
quien me asimile, sino que seré yo quien te asimile”.
[4] Teodoro de Mopsuestia,
Homiliae Catechisticae, XVI, 12.
[5] Cf. Santo Tomás, Suma de Teología, III, q. 78. a . 4: “Si la palabra del
Señor tiene tanto poder como para que comience a existir lo que antes no
existía, cuánto más lo tendrá para que siga existiendo lo que ya existía y para
cambiarlo en otra cosa. Y así, lo que era pan antes de la consagración, es ya
cuerpo de Cristo después de la consagración, porque la palabra de Cristo cambia
la creatura”.
[6] Teodoro de Mopsuestia,
Homiliae Catechisticae, XV, 15.
[7] Cf. Ibíd., 37-38.
[8] Cf. Santo Tomás, Suma de Teología, III, q. 78. a .3. ad. 6: “La Eucaristía es sacramento de la fe en el sentido de que
es objeto de fe. Porque la
Sangre de Cristo esté realmente presente en este sacramento,
solamente puede afirmarse por la fe. La misma pasión de Cristo justifica por la
fe. Al bautismo, sin embargo se le llama sacramento
de la fe porque lleva consigo una profesión de fe. Pero a este sacramento
se le llama sacrarmento de la caridad
porque la significa y la causa”.
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