Esta tarde quiero meditar con vosotros
sobre dos aspectos, relacionados entre sí, del Misterio eucarístico: el
culto de la Eucaristía
y su sacralidad. Es importante volverlos a tomar en consideración para
preservarlos de visiones incompletas del Misterio mismo, como las que se han
dado en el pasado reciente.
Ante todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de la adoración del
Santísimo Sacramento. Es la experiencia que también esta tarde viviremos
nosotros después de la misa, antes de la procesión, durante su desarrollo y al
terminar. Una interpretación unilateral del concilio Vaticano II había
penalizado esta dimensión, restringiendo en la práctica la Eucaristía al momento
celebrativo. En efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la
celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a la
doble mesa de la Palabra
y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a sí en la ofrenda del Sacrificio.
En realidad, es un error contraponer la
celebración y la adoración, como si estuvieran en competición una contra otra.
Es precisamente lo contrario: el culto del Santísimo Sacramento es como el
«ambiente» espiritual dentro del cual la comunidad puede celebrar bien y en
verdad la Eucaristía.
La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado
y valor si va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y
de adoración. El encuentro con Jesús en la santa misa se realiza verdadera
y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que él, en el Sacramento,
habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, tras disolverse la
asamblea, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos
acompaña con su intercesión, recogiendo nuestros sacrificios espirituales y
ofreciéndolos al Padre.
En este sentido, me complace subrayar
la experiencia que viviremos esta tarde juntos. En el momento de la adoración
todos estamos al mismo nivel, de rodillas ante el Sacramento del amor. El
sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico.
Es una experiencia muy bella y significativa, que hemos vivido muchas veces en
la basílica de San Pedro, y también en las inolvidables vigilias con los
jóvenes; recuerdo por ejemplo las de Colonia, Londres, Zagreb y Madrid. Es evidente
a todos que estos momentos de vigilia eucarística preparan la celebración de la
santa misa, preparan los corazones al encuentro, de manera que este resulta
incluso más fructuoso. Estar todos en silencio prolongado ante el Señor
presente en su Sacramento es una de las experiencias más auténticas de nuestro
ser Iglesia, que va acompañado de modo complementario con la de celebrar la Eucaristía , escuchando la Palabra de Dios, cantando,
acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. Comunión y contemplación no se
pueden separar, van juntas. Para comulgar verdaderamente con otra persona debo
conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor.
El verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de
miradas, de silencios intensos, elocuentes, llenos de respeto y veneración, de
manera que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no
superficial. Y lamentablemente, si falta esta dimensión, incluso la Comunión sacramental
puede llegar a ser, por nuestra parte, un gesto superficial. En cambio, en la
verdadera comunión, preparada por el coloquio de la oración y de la vida,
podemos decir al Señor palabras de confianza, como las que han resonado hace
poco en el Salmo responsorial: «Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de
tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza
invocando el nombre del Señor» (Sal 115, 16-17).
Ahora quiero pasar brevemente al
segundo aspecto: la sacralidad de la Eucaristía.
También aquí, en el pasado reciente, de
alguna manera se ha malentendido el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura.
La novedad cristiana respecto al culto ha sufrido la influencia de cierta
mentalidad laicista de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad,
y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos
y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida,
en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se debe concluir
que lo sagrado ya no exista, sino que ha encontrado su cumplimiento en
Jesucristo, Amor divino encarnado.
La Carta a los Hebreos, que hemos escuchado esta tarde en la segunda lectura, nos
habla precisamente de la novedad del sacerdocio de Cristo, «sumo sacerdote
de los bienes definitivos» (Hb 9, 11), pero no dice que el sacerdocio se haya acabado.
Cristo «es mediador de una alianza nueva» (Hb 9, 15), establecida en su sangre, que purifica «nuestra
conciencia de las obras muertas» (Hb 9, 14). Él no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha
llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que sí es plenamente
espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos en camino en el tiempo, se
sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán al final, en la Jerusalén celestial,
donde ya no habrá ningún templo (cf. Ap 21, 22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más
verdadera, más intensa, y, como sucede con los mandamientos, también más
exigente. No basta la observancia ritual, sino que se requiere la purificación
del corazón y la implicación de la vida.
Me complace subrayar también que lo
sagrado tiene una función educativa, y su desaparición empobrece
inevitablemente la cultura, en especial la formación de las nuevas
generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada y no necesitada
ya de signos sacros, fuera abolida esta procesión ciudadana del Corpus Christi, el perfil espiritual de Roma resultaría «aplanado», y
nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O pensemos en
una madre y un padre que, en nombre de una fe desacralizada, privaran a sus
hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad acabarían por dejar campo libre
a los numerosos sucedáneos presentes en la sociedad de consumo, a otros ritos y
otros signos, que más fácilmente podrían convertirse en ídolos. Dios, nuestro
Padre, no obró así con la humanidad: envió a su Hijo al mundo no para abolir,
sino para dar cumplimiento también a lo sagrado. En el culmen de esta misión,
en la última Cena, Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre,
el Memorial de su Sacrificio pascual. Actuando de este modo se puso a sí mismo
en el lugar de los sacrificios antiguos, pero lo hizo dentro de un rito, que
mandó a los Apóstoles perpetuar, como signo supremo de lo Sagrado verdadero,
que es él mismo.
Con esta fe, queridos hermanos y
hermanas, celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico y lo adoramos como
centro de nuestra vida y corazón del mundo. Amén.
HOMILÍA DEL Papa BENEDICTO XVI
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 7 de junio de 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario